Arkadi Strugatsky - DESTINOS TRUNCADOS

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llegaba el portero, un hombre de cierta edad, pero que a juzgar por su actitud había sido

soldado: trabajaba con un atado de llaves, como si fuera un cinturón con una pesada

hebilla. Así que cuando llegaron corriendo dos camareros desde la cocina no tuvieron

nada que hacer. El sobrinito había escapado, olvidando su transistor sobre la mesa. Uno

de los gorilas yacía bajo la mesa, el que Diana había derribado de un botel azo; Víktor y

Teddy, animándose mutuamente con gritos de combate, sacaron a los otros cuatro del

salón a puñetazos, los hicieron correr por el vestíbulo y los echaron a patadas a través de

la puerta giratoria. Por inercia, el os también salieron fuera y sólo al í, bajo la lluvia, se

dieron cuenta de que su victoria era total y se tranquilizaron un poco.

—Mocosos de mierda —dijo Teddy, encendiendo a la vez dos cigarrillos, uno para él y

otro para Víktor—. Han cogido la costumbre de armar lío todos los jueves. La semana

pasada no los espanté y rompieron dos butacones. ¿Y quién tiene que pagar eso? ¡Yo!

—El sobrinito se ha ido —dijo Víktor, lamentándolo, mientras se palpaba la oreja

inflamada—. No he podido echarle mano como quería.

—Eso es bueno —dijo Teddy, diligente—. Es mejor no tener nada que ver con ese

cerdo. Sabes quién es su tío, y además... es uno de los pilares de La Patria y el Orden, o

como se llamen ésos... Y tú, señor escritor, has aprendido a pelear. Recuerdo que eras un

alfeñique, que cuando te pegaban, te metías bajo la mesa. Eres un tipo duro.

—Cosas de la profesión —suspiró Víktor—. Un producto de la lucha por la

subsistencia. Ya sabes cómo es en nuestro país: todos para uno. Y el señor Presidente

para todos.

—¿De verdad llegan hasta las manos? —se sorprendió Teddy.

—¿Y qué creías? Escriben un artículo alabándote, diciendo que estás imbuido de

conciencia nacional, vas a buscar al crítico y él está con sus amigos, todos jóvenes,

groseros, fortachones, hijos del Presidente...

—No me digas... ¿Y qué ocurre?

—Cualquier cosa. A veces es como ahora, a veces de otra manera.

Un todoterreno se detuvo ante la entrada, se abrió la portezuela y un hombre joven,

cubierto solamente con un chubasquero, salió bajo la lluvia. Llevaba gafas y un portafolio.

Iba acompañado por un hombre alto. Gólem salió de detrás del volante. El larguirucho

miró atentamente, con interés profesional, cómo el portero sacaba a patadas por la puerta

giratoria al último de los gamberros, que todavía no había vuelto en sí del todo.

61

A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

—Lástima que ése no estaba —susurró Teddy, indicando con los ojos en dirección al

larguirucho—. ¡Ése sí que es un maestro! Nada parecido a ti, un profesional, ¿entiendes?

—Entiendo —respondió Víktor, también en un susurro.

El joven del portafolio y el larguirucho pasaron raudos por delante de el os y

desaparecieron por la puerta. Gólem comenzó a seguirlos, sonriéndole a Víktor, pero el

señor Zurzmansor, con el envoltorio blanco bajo el brazo, le cortó el camino. Dijo algo en

voz baja, Gólem dejó de sonreír y volvió a montar en el vehículo. Zurzmansor se sentó en

el asiento trasero y el todoterreno echó a andar.

—¡Vaya! No le pegamos al que se lo merecía, señor Bánev. La gente vierte sangre por

él, y mira cómo se monta en un coche ajeno y se larga.

—No tienes razón —replicó Víktor—. Es una persona infeliz, un enfermo. Hoy van

contra él, mañana contra nosotros. Ahora, tú y yo nos vamos a beber, a él se lo l evan a la

leprosería.

—¡Ya sabemos adonde lo l evan! —dijo Teddy, belicoso—. No entiendes nada de

nuestra vida, escritor.

—¿Me he distanciado de la nación?

—No sé si de la nación, pero no conoces la vida. Pasa un tiempo con nosotros: lleva

lloviendo varios años, en los campos todo se ha podrido, los chicos ya no respetan a

nadie... En la ciudad no queda ni un gato, no hay salvación de los ratones. ¡Eh! —dijo,

haciendo un ademán de desesperación—. Vámonos.

Regresaron al vestíbulo.

—¿Qué, han roto muchas cosas? —preguntó Teddy al portero, que había vuelto a su

puesto.

—Pues no. Esta vez no ha sido nada. Han destrozado una lámpara de mesa y

ensuciado la pared, pero le he quitado el dinero al último; aquí lo tienes.

Teddy siguió hacia el restaurante, contando el dinero por el camino. Víktor fue detrás

de él. El salón estaba en calma nuevamente. El hombre joven y el larguirucho comían

melancólicamente el plato del día, con una botella de agua mineral. Diana seguía sentada

en el mismo lugar, muy animada, muy hermosa, incluso le sonreía al doctor R. Kvadriga,

que había ocupado su lugar y a quien habitualmente no soportaba. Kvadriga tenía delante

una botella de ron, pero todavía estaba sobrio y por eso su aspecto era inusitado.

—¡Por la victoria! —saludó lúgubremente a Víktor—. Lamento no haber estado

presente, aunque fuera como espectador. —Víktor se dejó caer en su asiento—. Menuda

oreja —siguió diciendo Kvadriga—. ¿Dónde la has conseguido? Parece la cresta de un

gallo.

—¡Coñac! —pidió Víktor y Diana le sirvió una copa—. A el a, y sólo a ella le debo mi

victoria —dijo, señalando hacia Diana—. ¿Has pagado la botella?

—No se ha roto —dijo Diana—. ¿Por quién me tomas? ¡Dios mío, cómo ha caído! ¡Qué

bien! Si todos cayeran así...

—Comencemos —dijo R. Kvadriga con el mismo aire sombrío, y se sirvió un vaso

entero de ron.

—Ha caído como un maniquí. Como un bolo. Víktor, ¿estás bien? He visto cómo te

pateaban.

—Lo esencial está bien. Lo he protegido especialmente.

El doctor R. Kvadriga, con un sorbetón, apuró las últimas gotas de ron que quedaban

en el vaso, chupando de la misma manera que el desagüe del fregadero se traga los

restos de agua tras la fregada. Sus ojos se animaron de inmediato.

62

A

r k a d i y B o r i s S t r u g a t s k y D

e s t i n o s t r u n c a d o s

—Nos conocemos —se apresuró a decir Víktor—. Eres el doctor Rem Kvadriga, yo soy

el escritor Bánev...

—Olvida eso —dijo R. Kvadriga—. Estoy totalmente sobrio. Pero me emborracharé. Es

lo único de lo que estoy seguro. Tú ni siquiera te lo puedes imaginar, pero cuando llegué

aquí hace seis meses, no bebía absolutamente nada. Tengo el hígado enfermo, dispepsia

intestinal y algo anda mal en el estómago. Tengo absolutamente prohibido beber, y ahora

me emborracho todos los días... No le hago falta a nadie. Eso no me ha ocurrido nunca en

toda mi vida. Ni siquiera recibo cartas, pues mis antiguos amigos están presos, no tienen

derecho a correspondencia, y los nuevos son analfabetos...

—No me cuentes secretos de estado —advirtió Víktor—. No soy de fiar.

R. Kvadriga volvió a llenar el vaso y se dedicó a sorber el ron como si fuera té frío.

—Así sabe mejor. Pruébalo, Bánev. Lo disfrutarás... ¡Y deje de mirarme! —le dijo

repentinamente a Diana, rabioso—. ¡Le ruego que oculte sus sentimientos! Y si no le

gusta...

—Tranquilo, tranquilo —intervino Víktor, y R. Kvadriga puso una expresión agria.

—No entienden nada de mí —se quejó—. Nadie. Tú eres el único que entiendes algo.

Tú me has entendido siempre. Pero eres demasiado grosero, Bánev, y siempre me has

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