– Vamos, vamos -dijo la señora de Trejo-. No hay que exagerar, doña Rosita. Ya ve que esta niña toma las cosas con toda filosofía, y eso que es la interesada.
– ¿Y cómo las voy a tomar? -dijo Nora, sintiendo que una pequeña mano empezaba a apretarle la garganta-. No se va a repetir, es todo lo que puedo decirles.
– Sí, puede ser -dijo la señora de Trejo-. Yo en cambio no pienso permitirle que siga fastidiando al nene. Le he dicho a mi esposo lo que pienso, y si vuelve a propasarse ya me va a oír la jovencita ésa. El pobre nene se cree obligado a tenerle la vela porque ayer el señor Costa lo atendió cuando se descompuso, y hasta le hizo un regalo. Imagínese qué compromiso. Pero miren quién viene a visitarnos…
– Hace un sol de justicia -declaró don Galo, despidiendo al chófer con uno de sus movimientos de manos que le daban un aire de prestidigitador-. ¡Qué calor, señoras mías! Pues aquí me tienen con mi lista casi completa, y dispuesto a sometérsela a ustedes para que me asesoren con su amabilidad y conocimientos…
– Tiens, tiens , el profesor -dijo Paula.
López se sentó a su lado en el borde de la piscina.
– Déme un cigarrillo, me dejé los míos en la cabina -dijo casi sin mirarla.
– Pero claro, no faltaba más. Este maldito encendedor acabará en lo más hondo de las fosas oceánicas. Bueno, ¿y cómo hemos amanecido hoy?
– Más o menos bien -dijo López, pensando todavía en los sueños que le habían dejado un gusto amargo en la boca-. ¿Y usted?
– Ping-pong -dijo Paula.
– ¿Ping-pong?
– Sí. Yo le pregunto cómo está, usted me contesta y luego me pregunta cómo estoy. Yo le contesto: Muy bien, Jamaica John, muy bien a pesar de todo. El ping-pong social, siempre deliciosamente idiota como los bises en los conciertos, las tarjetas de felicitación y unos tres millones de cosas más. La deliciosa vaselina que mantiene tan bien lubricadas las ruedas de las máquinas del mundo, como decía Spinoza.
– De todo eso lo único que me gusta es que me haya llamado con mi verdadero nombre -dijo López-. Lamento no poder agregar «muchas gracias», después de su perorata.
– ¿Su verdadero nombre? Bueno, López es bastante horrible, convengamos. Lo mismo que Lavalle, aunque este último… Sí, el héroe estaba detrás de una puerta y le zamparon una descarga cerrada; siempre es una evocación histórica vistosa.
– Si vamos a eso, López fue un tirano igualmente vistoso, querida.
– Cuando se dice «querida» como lo acaba de decir usted, dan ganas de vomitar, Jamaica Jóhn.
– Querida -dijo él en voz muy baja.
– Así está mejor. Sin embargo, caballero, permítame recordarle que una dama…
– Ah, basta, por favor -dijo López-. Basta de comedia. O hablamos de verdad o me mando mudar. ¿Por qué tenemos que estar echándonos púas desde ayer? Esta mañana me levanté decidido a no volver a mirarla, o a decirle en la cara que su conducta… -soltó una carcajada-. Su conducta -repitió-. Está bueno que yo me ponga a hablar de conductas. Vaya a vestirse y la espero en el bar, aquí no puedo decirle nada.
– ¿Me va a sermonear? -dijo Paula, con aire de chiquilla.
– Sí. Vaya a vestirse.
– ¿Está muy enojado, pero muy, muy enojado con la pobrecita Paula?
López volvió a reír. Se miraron un momento, como si se vieran por primera vez. Paula respiró profundamente. Hacía mucho que no sentía el deseo de obedecer, y le pareció extraño, nuevo, casi agradable. López esperaba.
– De acuerdo -dijo Paula-. Me voy a vestir, profesor. Cada vez que se ponga mandón lo llamaré profesor. Pero también nos podríamos quedar aquí, el joven Lucio acaba de salir del agua, nadie nos oye, y si usted tiene que hacerme revelaciones importantes… ¿Por qué nos vamos a perder este sol tan tibio?
¿Por qué diablos tenía que obedecerle?
– El bar era un pretexto -dijo López, siempre en voz baja-. Hay cosas que ya no se pueden decir, Paula. Ayer, cuando toqué su mano… Es algo así, de qué sirve hablar.
– Pero usted habla muy bien, Jamaica John Me gusta oírle decir esas cosas. Me gusta cuando está enojado como un oso, pero también cuando se ríe. No esté enojado conmigo, Jamaica John.
– Anoche -dijo él, mirándole la boca- la odié. Le debo algunos sueños horribles, mal gusto en la boca, una mañana casi perdida. No había ninguna necesidad de que yo fuera a la peluquería, fui porque necesitaba ocuparme de alguna cosa.
– Anoche -dijo Paula- usted se portó como un sonso.
– ¿Era tan necesario que se fuera con Lucio a la cubierta?
– ¿Por qué no con él, o con cualquier otro?
– Eso me hubiera gustado que lo adivinara por su propia cuenta.
– Lucio es muy simpático -dijo Paula, aplastando el cigarrillo-. Al fin y al cabo lo que yo quería ver eran las estrellas, y las vi. También él, se lo aseguro.
López no dijo nada pero la miró de una manera que obligó a Paula a bajar los ojos por un momento. Estaba pensando (pero era más una sensación que un pensamiento) en la forma en que Je haría pagar esa mirada, cuando oyó gritar a Jorge y luego a Persio. Miraron hacia atrás. Jorge saltaba en la cubierta, señalando el puente de mando.
– ¡Un glúcido, un glúcido! ¿Qué les dije que había uno?
Medrano y Raúl, que charlaban cerca del entoldado, se acercaron a la carrera. López saltó al suelo y miró. A pesar de que el sol lo cegaba reconoció en el puente de mando la silueta del oficial enjuto, de pelo canoso cortado a cepillo, que les había hablado el día antes. López juntó las manos contra la boca y gritó con tal fuerza que el oficial no pudo menos que mirar. Le hizo una seña conminatoria para que bajara a la cubierta. El oficial seguía mirándolo, y López repitió la seña con tal violencia que dio la impresión de que estuviera transmitiendo un mensaje con banderas. El oficial desapareció.
– ¿Qué le ha dado, Jamaica John? -dijo Paula, bajándose a su vez-. ¿Para qué lo llamó?
– Lo llamé -dijo López secamente- porque me dio la reverenda gana.
Fue hacia Medrano y Raúl, que parecían aprobar su actitud, y señaló hacia arriba. Estaba tan excitado que Raúl lo miró con divertida sorpresa.
– ¿Usted cree que va a bajar?
– No sé -dijo López-. Puede ser que no baje, pero hay algo que quiero prevenirles, y es que si no aparece antes de diez minutos voy a tirar esta tuerca contra los vidrios.
– Perfecto -dijo Medrano-. Es lo menos que se puede hacer.
Pero el oficial apareció poco después, con su aire atildado y ligeramente para adentro, como si trajera ya estudiados el papel, y el repertorio de las respuestas posibles. Bajó por la escalerilla de esiribor, disculpándose al pasar junto a Paula que le hizo un saludo burlón. Sólo entonces se dio cuenta López de que estaba casi desnudo para hablar con el oficial; sin que supiera bien por qué, el detalle lo enfureció todavía más.
– Muy buenos días, señores -dijo el oficial, con sendas inclinaciones de cabeza a Medrano, Raúl y López.
Más allá, Claudia y Persio asistían a la escena sin querer intervenir. Lucio y Nora habían desaparecido, y las señoras seguían charlando con Atilio y don Galo, entre risas y cacareos.
– Buenos días -dijo López-. Ayer, si no me equivoco, usted dijo que el médico de a bordo vendría a vernos. No ha venido.
– Oh, lo siento mucho -el oficial parecía querer quitarse una pelusa de la chaqueta de hilo blanco, miraba atentamente la tela de las mangas-. Espero que la salud de ustedes sea excelente.
– Dejemos la salud de lado. ¿Por qué no vino el médico?
– Supongo que habrá estado atareado con nuestros enfermos. ¿Han notado ustedes algún… algún detalle que puede alarmarlos?
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