Desde lo alto -punto de vista válido, si no practicable-, la abolición de los mástiles reducidos a dos discos insignificantes, así como el campanile de Giotto visto por una golondrina suspendida sobre su justo centro se reduce a un cuadrado irrisorio, pierde con la altura y el volumen todo prestigio (y un hombre en la calle, contemplado desde un cuarto piso, es por un instante una especie de huevo peludo que flota en el aire por encima de un travesano gris perla o azul, sustentado por una misteriosa levitación que pronto explican dos activas piernas y la brusca espalda que echa abajo las geometrías puras). Arriba, el punto de vista más ineficaz: los ángeles ven un mundo Cézanne: esferas, conos, cilindros. Entonces una brusca tentación mueve a aproximarse al sitio donde Paula Lavalle contempla las olas. Aproximación, cebo del conocimiento, espejo para alondras (¿pero todo esto lo piensa Persio, lo piensa Carlos López, quien fabrica estas similitudes y busca, fotógrafo concienzudo, al enfoque favorable?), y ya al lado de Paula, contra Paula, casi en medio de Paula, descubrimiento de un universo irisado que fluctúa y se altera a cada instante, su pelo donde el sol juega como un gato con un ovillo rojo, cada cabello una zarza ardiente, hilo eléctrico por el que corre el fluido que mueve el Malcolm y las máquinas del mundo, la acción de los hombres y la derrota de las galaxias, el absolutamente indecible swing cósmico en este primer cabello (el observador no alcanza a despegarse de él, el resto es un fondo neblinoso como en un close-up del ojo izquierdo de Simone Signorat donde lo demás no pasa de una inane sopa de sémola que sólo más tarde tomará nombre de galán o de madre o de bistró del séptimo distrito). Y al mismo tiempo todo ss como una guitarra (pero si Persio estuviera aquí proclamaría la guitarra negándose al término de comparación -no hay cómo, cada cosa está petrificada en su cosidad, lo demás es tramoya-, sin permitir que se la empleara como juego metafórico, de donde cabe inferir que quizá Carlos López, que quizá Gabriel Medrano, pero sobre todo Carlos López es agente y paciente de estas visiones provocadas y padecidas bajo el cielo azul); entonces, resumiendo, todo es una guitarra desde arriba, con la boca en la circunferencia del palo mayor, las cuerdas en los candidos cables que vibran y tiemblan, con la mano del guitarrista posada en los trastes sin que la señora de Trejo, repantigada en una mecedora verde, sepa que ella es esa mano cruzada y agazapada en los trastes, y la otra mano es el mar encendido a babor, rascando el flanco de la guitarra como los gitanos cuando esperan o pausan un tiempo de cante, el mar como lo sintió Picasso cuando pintaba el hombre de la guitarra que fue de Apollinaire. Y esto ya no puede estarlo pensando Carlos López, pero es Carlos López el que junto a Paula pierde los ojos en uno solo de sus cabellos y siente vibrar un instrumento en la confusa instancia de fuerzas que es toda cabellera, el entrecruzamiento potencial de miles de miles de cabellos, cada uno la cuerda de un instrumento sigiloso que se tendería sobre kilómetros de mar, un arpa como el arpa-mujer de Jerónimo Bosch, en suma otra guitarra antepasada, en suma una misma música que llena la boca de Carlos López de un profundo gusto a frutillas y a cansancio y a palabras.
– Qué resaca tengo, la puta madre -murmuró Felipe, enderezándose en la cama.
Suspiró aliviado al ver que su padre ya había salido a cubierta. Girando cautelosamente la cabeza comprobó que la cosa no era para tanto. En cuanto se pegara una ducha (y después de un buen remojón en la piscina) se sentiría perfectamente. Sacándose el piyama se miró los hombros enrojecidos, pero ya casi no le picaban, de cuando en cua/ido un alfilerazo le corría por la piel y lo obligaba a rascarse con cuidado. Un sol espléndido entraba por el ojo de buey. «Hoy me paso el día en la pileta», pensó Felipe, desperezándose. La lengua le molestaba como un pedazo de trapo. «Qué bruto este Bob, qué ron que tiene», con una satisfacción masculina de haber hecho algo gordo, transgredido un principio cualquiera. Bruscamente se acordó de Raúl, buscó la pipa y la lata de tabaco. ¿Quiénes lo habían traído a la cabina, lo habían acostado? Se acordó de la cabina de Raúl, de la descompostura en el baño y Raúl ahí afuera, escuchando todo. Cerró los ojos, avergonzado. A lo mejor Raúl lo había traído a la cabina, pero qué habrían dicho los viejos y la Beba al verlo tan mal. Ahora se acordaba de una mano untándole algo calmante en los brazos, y unas palabras lejanas, el viejo que le tiraba la bronca. La pomada de Raúl, Raúl había hablado de una pomada o se la había dado, pero qué importaba, de golpe sentía hambre, seguro que todos habían tomado ya café con leche, debía ser muy tarde. No, las nueve y media. ¿Pero dónde estaba la pipa?
Dio unos patvos, probándose. Se sentía perfectamente. Encontró la pipa en un cajón de la cómoda, entre los pañuelos, y la caja de tabaco perdida entre los pares de medias. Linda pipa, qué forma tan inglesa. Se la puso en la boca y se fue a mirar al espejo, pero quedaba raro con el torso desnudo y esa pipa tan bacana. No tenía ganas de fumar, todavía le duraba el gusto del ron y del tabaco de Bob. Qué formidable había estado esa charla con Bob, qué tipo increíble.
Se metió en la ducha, pasando del agua casi hirviendo a la fría. El Malcolm bailaba un poco y era muy agradable mantenerse en equilibrio sin usar los soportes cromados. Se jabonó despacio, mirándose en el gran espejo que ocupaba casi completamente uno de los tabiques del baño. La tipa del clandestino le había dicho: «Tenes lindo cuerpo, pibe», y eso le había dado coraje aquella vez. Claro que ienía un cuerpo formidable, espalda en triángulo como los puntos del cine y del boxeo, piernas finas pero que marcaban un gol de media cancha. Cerró la ducha y se miró de nuevo, reluciente de agua, el pelo colgándole sobre la frente; se le echó atrás, puso una cara indiferente, se miró de tres cuartos, de perfil. Tenía bien marcadas las placas musculares del estómago; Ordóñez decía que esa era una de las cosas que muestran al atleta. Contrajo los músculos tratando de llenarse lo más posible de nudosidades y saliencias, alzó los brazos como Charles Atlas y pensó que sería lindo tener una foto así. Pero quién le iba a sacar una foto así, aunque él había visto fotos que parecía increíble que alguien hubiera podido estar allí sacándolas, por ejemplo esas fotos que un tipo se había sacado él mismo mientras estaba con una mina en distintas posturas, en las fotos se veía la perilla de goma que el tipo sujetaba entre los dedos del pie para poder sacar la foto cuando fuera el mejor momento, y se veía todo, completamente todo. En realidad una mujer con las piernas abiertas era bastante asqueroso más que un hombre, sobre todo en una foto porque la vez del clandestino, como ella se movía todo el tiempo y además uno estaba interesado de otra manera, pero así, mirando las fotos en frío… Se puso las manos sobre el vientre, qué cosa bárbara, no podía ni pensar en eso. Se envolvió en la toalla de baño y empezó a peinarse, silbando. Como se había jabonado la cabeza tenía el pelo muy mojado y blando, no conseguía armar el jopo. Se quedó un rato hasta conseguir resultados satisfactorios. Después se desnudó de nuevo y empezó a hacer flexiones, mirándose de cuando en cuando en el espejo para ver si no se le caía el jopo. Estaba de espaldas a la puerta, que había dejado abierta, cuando oyó el chillido de la Beba. Vio su cara en el espejo.
– Indecente -dijo la Beba, alejándose del campo visual-. ¿Te parece bien andar desnudo con la puerta abierta?
– Bah, no te vas a caer muerta por verme un poco el culo -dijo Felipe-. Para eso somos hermanos.
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