Julio Cortazar - Los premios

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Los Premios anticipa la fiesta de ingenio y trangresión que Rayuela supondría para la literatura en español. Los pasajeros que se embarcan en el Malcolm para un crucero de placer se ven envueltos en un misterio que tiene tanto de alegórico como de disparate colosal. La ilusión de un corte con la vida anterior, propia de los viajes, incita a este grupo de hombres y mujeres a lanzarse a la exploración del enigma y al conocimiento mutuo. Y lo hacen con el aplicado entusiasmo de un juego, con la libertad y el riesgo que sólo Cortázar sabe concederle a sus personajes.

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– Lástima, sí. Mírelo a Restelli, qué cafisho se ha venido.

Bajo el cuello abierto de su camisa de sport, el pañuelo rojo con pintas blancas le quedaba muy bien al doctor Restelli. La rápida y decidida amistad entre él y don Galo se cimentaba con frecuentes consultas a una lista que perfeccionaban con ayuda de un lápiz prestado por el barman.

López empezó a contar su expedición de la noche, con la advertencia de que no había mucho que contar.

– El resultado es que uno se queda con un humor de perros y con ganas de agarrar a patadas a todos los lípidos o como se llamen esos tipos.

– Me pregunto si no estaremos perdiendo el tiempo -dijo Medrano-. Lo pienso como una escalera a dos puntas, es decir que me fastidia perder el tiempo en averiguaciones inútiles, y también me parece que quedarnos así es malgastar los días. Hasta ahora hay que admitir que los partidarios del statu qua se lucen más que nosotros.

– Pero usted no cree que tengan razón.

– No, analizo la situación, nada más. Personalmente me gustaría seguir buscando un paso, pero no veo otra salida que la violencia y no me gustaría malograrles el viaje a los demás, máxime cuando parecen pasarlo bastante bien.

– Mientras sigamos reduciéndolo todo a problemas… -dijo López con aire despechado-. En realidad yo me levanté de mal humor y la bronca busca destaparse por donde puede. Ahora ¿por qué me levanté de mal humor? Misterio, cosas del hígado.

Pero no era el hígado, a menos que el hígado tuviera el pelo rojo. Y sin embargo se había acostado contento, seguro de que algo iba a definirse y que no le sería desfavorable. «Pero uno está triste lo mismo», se dijo, mirando lúgubremente su taza vacía.

– Ese muchacho Lucio, ¿se ha casado hace mucho? -preguntó antes de tener tiempo de pensar la pregunta.

Medrano se quedó mirándolo. A López le pareció que vacilaba.

– Bueno, a usted no me gustaría mentirle, pero tampoco quisiera que esto se sepa. Supongo que oficialmente se presentan como recién casados, pero todavía les falta la pequeña ceremonia que se oficia en un despacho fragante de tinta y cuero viejo. Lucio no tuvo inconveniente en decírmelo en Buenos Aires, a veces nos tropezamos en el club universitario. Coincidencias de la calistenia.

– La verdad que la cosa no me interesa demasiado -dijo López-. Por supuesto guardaré el secreto para inconsciente martirio de las señoras de a bordo, pero nada me. sorprendería que su fino olfato… Mire, ya hay una que empieza a marearse.

Con un gesto en el que la torpeza se aliaba a una fuerza considerable, el Pelusa tomó del brazo a su madre y empezó a remolcarla hacia la escalerilla de salida.

– Un poco de aire fresco y se te pasa en seguida, mama. Che Nelly, vos prepara la reposera en un sitio que no haga viento. ¿Por qué comiste tanto pan con dulce? Yo te dije, acordate.

Con un aire levemente conspirador, don Galo y el doctor Restelli hicieron señas a Medrano y a López. La lista que tenían en la mano ocupaba ya varios renglones.

– Vamos a hablar un poco de nuestra velada -propuso don Galo, encendiendo un puro de calidad sospechosa-. Ya es tiempo de divertirse un poco, coño.

– Bueno -dijo López-. Y después nos vamos a la peluquería. Es un programa formidable.

XXXIII

Las cosas se arreglan por donde uno menos piensa, pensó Raúl al despertarse. La bofetada de Paula había servido para que se fuera a la cama mucho más dispuesto a dormir que antes. Pero una vez despierto, después de un descanso perfecto, volvió a imaginarse a Felipe bajando a esa Niebeland de pacotilla y luces violeta, cortándose sola para sentirse independiente y más seguro de sí mismo. Mocoso del diablo, con razón tenía una borrachera complicada con insolación. Lo imaginó (mientras miraba reflexivamente a Paula que empezaba a agitarse en la cama) entrando en la cámara de Orf y del gorila con el tatuaje en el brazo, haciéndose simpático, ganándose unas copas, convertido en el gallito del barco y probablemente hablando mal de los restantes pasajeros. «Una paliza, una buena paliza bien pegada», pensó, pero sonreía porque pegarle a Felipe hubiera sido como…

Paula abrió un ojo y lo miró.

– Hola.

– Hola -dijo Raúl-. Look, love, what envious streaks, Do lace the severing clouds in yonder east

– ¿Hay sol, de verdad?

Night's candles are burnt out, and jocund day

– Vení a darme un beso -dijo Paula.

– Ni pienso.

– Vení, no me guardes rencor.

– Rencor es mucha palabra, querida. El rencor hay que merecerlo. Anoche me pareciste sencillamente loca, pero es una vieja impresión.

Paula saltó de la cama, y para sorpresa de Raúl apareció con un piyama. Se le acercó, le revolvió el pelo, le acarició la cara, lo besó en la oreja, le hizo cosquillas. Se reían como chicos, y él acabó abrazándola y devolviéndole las cosquillas hasta que cayeron sobre la alfombra y se revolcaron hasta el centro de la cabina. Paula se levantó de un brinco y giró sobre un pie.

– No estás enojado, no estás enojado -dijo. Se echó a reír, siempre bailando-. Pero es que fuiste tan perro, mira que dejarme levantar así…

– ¿Dejarte levantar? Especie de vagabunda, te levantaste desnuda sencillamente porque sos una exhibicionista y porque sabés que soy incapaz de ir a contárselo a tu Jamaica John.

Paula se sentó en el suelo, y le puso las dos manos sobre las rodillas.

– ¿Por qué a Jamaica John, Raúl? ¿Por qué a él y no a otro?

– Porque te gusta -dijo Raúl, sobrio-. Y porque él está enloquecido con vos. Est-ce que je t'apprend des nouvelles ?

– No, la verdad que no. Tenemos que hablar de eso, Raúl.

– En absoluto. Te vas a otro confesonario. Pero te absuelvo, eso sí.

– Oh, me tenes que escuchar. Si vos no me escuchas, ¿qué hago yo?

– López -dijo Raúl- ocupa la cabina número uno, en el pasillo del otro lado. Ya vas a ver como él te va a escuchar.

Paula lo miró pensativa, suspiró, y los dos saltaron al mismo tiempo para llegar antes al cuarto de baño. Ganó Paula y Raúl volvió a tirarse en la cama y se puso a fumar. Una buena paliza… Había varios que merecían una buena paliza. Una paliza con flores, con toallas mojadas, con un lento arañar perfumado. Una paliza que durara horas, entrecortada por reconciliaciones y caricias, vocabulario perfecto de las manos, capaz de abolir y justificar las torpezas nada más que para recomenzarlas después entre lamentos y el olvido final, como un diálogo de estatuas o una piel de leopardo.

A las diez y media la cubierta empezó a poblarse. Un horizonte perfectamente idiota circundaba el Malcolm , y el Pelusa se hartó de acechar por todas partes las señales de los prodigios profetizados por Persio y Jorge.

¿Pero quién estaba mirando y sabiendo todo eso? No Persio, esta vez, atento a afeitarse en su cabina, aunque naturalmente cualquiera podía apreciar el conjunto a poco que tuviera interés en salir y adelantarse blandamente al encuentro de la proa como una imagen cada vez más fija (gentes en las reposeras, gentes quietas en la borda, gentes tiradas en el suelo o sentadas al borde de la piscina). Y así partiendo del primer tablón a la altura de los pies, el contemplador (quien fuera, porque Persio se pulverizaba con alcohol en su cabina) podía progresar lenta o rápidamente, demorarse en una estría de alquitrán parda o negra, subir por un ventilador o encaramarse a una cofa espesamente forrada en pintura blanca, a menos que prefiriera abarcar el conjunto, fijar de golpe las posiciones parciales y los gestos instantáneos antes de dar la espalda a la escena y llevar la mano al bolsillo donde se entibiaban los Chesterfield o los Particulares Livianos (que ya escaseaban, cada vez más particulares y livianos, privados de las fuentes porteñas de suministro).

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