Julio Cortazar - Los premios

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Los Premios anticipa la fiesta de ingenio y trangresión que Rayuela supondría para la literatura en español. Los pasajeros que se embarcan en el Malcolm para un crucero de placer se ven envueltos en un misterio que tiene tanto de alegórico como de disparate colosal. La ilusión de un corte con la vida anterior, propia de los viajes, incita a este grupo de hombres y mujeres a lanzarse a la exploración del enigma y al conocimiento mutuo. Y lo hacen con el aplicado entusiasmo de un juego, con la libertad y el riesgo que sólo Cortázar sabe concederle a sus personajes.

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– Ah.

– Y al mismo tiempo sé que no puedo tolerarlo, que me repele el mero sonido de su voz cada vez que viene a ver a Jorge y juega con él. ¿Se comprende una cosa así, se puede querer a un hombre cuya sola presencia basta para convertir cada minuto en media hora?

– Qué sé yo -dijo bruscamente Medrano-. Personalmente, mis complicaciones son mucho más sencillas. Qué sé yo si se puede querer así a alguien.

Claudia lo miró y desvió los ojos. El tono hosco con que él había hablado le era familiar, era el tono de los hombres irritados por las sutilezas que no podían comprender y, sobre todo, aceptar. «Se limitará a clasificarme como una histérica -pensó sin lástima-. Probablemente tiene razón, sin contar que es ridículo decirle estas cosas.» Le pidió un cigarrillo, esperó a que él le hubiera ofrecido fuego.

– Toda esta charla es bastante inútil -dijo-. Cuando empecé a leer novelas, y conste que me ocurrió en plena infancia, tuve desde un comienzo la sensación de que los diálogos entre las gentes eran casi siempre ridículos. Por una razón muy especial, y es que la menor circunstancia los hubiera impedido o frustrado. Por ejemplo, si yo hubiera estado en mi cabina o usted hubiera decidido irse a la cubierta en vez de venir a beber cerveza. ¿Por qué darle importancia a un cambio de palabras que ocurre por la más absurda de las casualidades?

– Lo malo de esto -dijo Medrano- es que puede hacerse fácilmente extensible a todos los actos de la vida, e incluso el amor, que hasta ahora me sigue pareciendo el más grave y el más fatal. Aceptar su punto de vista significa trivializar la existencia, lanzarla al puro juego del absurdo.

– Por qué no -dijo Claudia-. Persio diría que lo que llamamos absurdo es nuestra ignorancia.

Se levantó al ver entrar a López y a Raúl, que acababan de encontrarse en la escalera. Mientras Claudia se ponía a hojear una revista, los tres sortearon con algún trabajo las ganas de hablar del señor Trejo y el doctor Restelli, y convocaron al barman en un ángulo del mostrador. López se encargó de capitanear las operaciones, y el barman resultó más accesible de lo que suponían. ¿La popa? En fin, el teléfono estaba incomunicado por el momento y el maître establecía personalmente el enlace con los oficiales. Sí, el maître había sido vacunado, y probablemente lo sometían a una desinfección especial antes de que regresara de allá, a menos que realmente no llegara hasta la zona peligrosa y la comunicación se hiciera oralmente pero a cierta distancia. Todo eso él se lo imaginaba solamente.

– Además -agregó inesperadamente el barman- desde mañana habrá servicio de peluquería de nueve a doce.

– De acuerdo, pero ahora lo que queremos es telegrafiar a Buenos Aires.

– Pero el oficial dijo… El oficial dijo, señores. ¿Cómo quieren que yo? Hace poco que estoy a bordo de este buque -añadió plañideramente el barman-. Me embarqué en Santos hace dos semanas.

– Dejemos la autobiografía -dijo Raúl-. Simplemente usted nos indica el camino por donde se puede ir hasta la popa, o por lo menos nos lleva hasta algún oficial.

– Yo lo siento mucho, señores, pero mis órdenes… Soy nuevo aquí -vio la cara de Medrano y López, tragó rápidamente saliva-. Lo más que puedo hacer es mostrarles un camino que lleva allá, pero las puertas están cerradas, y…

– Conozco un camino que no lleva a ninguna parte -dijo Raúl-. Vamos a ver si es ése.

Frotándose las manos (pero las tenía perfectamente secas) en un repasador con la insignia de la Magenta Star, el barman abandonó sin ganas el mostrador y los precedió en la escalerilla. Se detuvo frente a una puerta opuesta a la de la cabina del doctor Restelli, y la abrió con una yale. Vieron un camarote muy sencillo y pulcro, en el que se destacaban una enorme fotografía de Víctor Manuel III y un gorro de carnaval colgado de una percha. El barman los invitó a entrar, poniendo una cara de perro terranova, y cerró inmediatamente la puerta. Al lado de la litera había una puertecita que pasaba casi inadvertida entre los paneles de cedro.

– Mi cabina -dijo el barman, describiendo un semicírculo con una mano fofa-. El maltre tiene otra del lado de babor. ¿Realmente ustedes…? Sí, esta es la llave, pero yo insisto en que no se debería… El oficial dijo…

– Abra nomás, amigo -mandó López- y vuélvase a darles cerveza a los sedientos ancianos. No me parece necesario que les hable de esto.

– Oh, no, yo no digo nada.

La llave giró dos veces y la puertecita se abrió sobre una escalera. «De muchas maneras se baja aquí a la gehenna -pensó Raúl-. Mientras esto no acabe también en un gigante tatuado, Carente con serpientes en los brazos…».Siguió a los otros por un pasillo tenebroso. «Pobre Felipe, debe estar mordiéndose los puños. Pero es demasiado chico para esto…» Sabía que estaba mintiendo, que sólo una sabrosa perversidad lo llevaba a quitarle a Felipe el placer de la aventura. «Le confiaremos alguní misión para resarcirlo», pensó, un poco arrepentido.

Se detuvieron al llegar a un codo del pasillo. Había tres puertas, una de ellas entornada. Medrano la abrió de par en par y vieron un depósito de cajones vacíos, maderas y rollos de alambre. El pañol no llevaba a ninguna parte. Raúl se dio cuenta de golpe que Lucio no se les había agregado en el bar.

De las otras dos puertas, una estaba cerrada y la segunda daba a un nuevo pasillo, mejor iluminado. Tres hachas con los mangos pintados de rojo colgaban de las paredes, y el pasadizo terminaba en una puerta donde se leía: GED OTTAMA, y con letra más chica: P. PICKFORD. Entraron en una cámara bastante grande, llena de armarios metálicos y bancos de tres patas. Un hombre se levantó sorprendido al verlos aparecer, y retrocedió un paso. López le habló en español sin resultado. Probó en francés. Raúl, suspirando, le soltó una pregunta en inglés.

– Ah, pasajeros -dijo el hombre, que vestía un pantalón azul claro y una camisa roja de mangas cortas-. Pero por aquí no se puede seguir.

– Disculpe la intrusión -dijo Raúl-. Buscamos la cabina del radiotelegrafista. Es un asunto urgente.

– No se pasa por aquí. Tienen que… -miró rápidamente la puerta que tenía a la izquierda. Medrano llegó un segundo antes que él. Con las dos manos en los bolsillos, le sonrió amistosamente.

Sorry -dijo- Ya ve que tenemos que pasar. Haga de cuenta que no nos ha visto.

Respirando agitadamente, el hombre retrocedió hasta chocar casi con López. Atravesaron la puerta y la cerraron rápidamente. Ahora la cosa empezaba a ponerse interesante.

El Malcolm parecía componerse principalmente de pasillos, cosa que a López le daba un poco de claustrofobia Llegaban a un primer codo, sin encontrar ninguna puerta, cuando oyeron un timbre que tal vez fuera de alarma. Sonó durante cinco segundos, dejándolos medio sordos.

– Se va a armar una gorda -dijo López, cada vez más excitado-. A ver si ahora inundan los pasillos estos finlandeses del carajo.

Pasado el codo encontraron una puerta entornada, y Raúl no pudo dejar de pensar que la disciplina debía ser más que arbitraria a bordo. Cuando López abría a empujones oyeron un maullido colérico. Un gato blanco se replegó, ofendido, y empezó a lamerse una pata. La cámara estaba vacía, pero el lujo de sus puertas se elevaba a tres, dos cerradas y otra que se abrió con dificultad. Raúl, que se había quedado atrás para acariciar al gato, que era una gata, percibió un olor a encierro, a sentina. «Pero esto no es muy profundo -pensó-. Debe estar a la altura de la cubierta de proa, o apenas más abajo.» Los ojos azules de la gata blanca lo seguían con una vacua intensidad, y Raúl se agachó para acariciarla otra vez antes de seguir a los otros. A la distancia oyó sonar el timbre. Medrano y López lo esperaban en un pañol donde se acumulaban cajas de bizcochos con nombres ingleses y alemanes.

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