– Claro -dijo Felipe, cada vez más seguro 3e que algo no andaba bien-. Con la vida moderna uno no tiene tiempo de leer novelas largas.
– Pero a usted en realidad no le interesan demasiado los libros -dijo Paula, renunciando a la broma y mirándolo con simpatía. Había algo de conmovedor en Felipe, era demasiado adolescente, demasiado todo: hermoso, tonto, absurdo. Sólo callado alcanzaba un cierto equilibrio, su cara aceptaba su edad, sus manos de uñas comidas colgaban por cualquier lado con perfecta indiferencia. Pero si hablaba, si quería mentir (y hablar a los dieciséis años era mentir) la gracia se venía al suelo y no quedaba más que una torpe pretensión de suficiencia, igualmente conmovedora pero irritante, un espejo turbio donde Paula se retroveía en sus tiempos de liceo, las primeras tentativas de liberación, el humillado final de tantas cosas que hubieran debido ser bellas. Le daba lástima Felipe, hubiera querido acariciarle la cabeza y decirle cualquier cosa que le devolviera el aplomo. El explicaba ahora que sí le gustaba leer, pero que los estudios… ¿Cómo? ¿No se lee cuando se estudia? Sí, claro que se lee, pero solamente los libros de texto o los apuntes. No lo que se llama un libro, como una novela de Somerset Maughan o de Erico Verissimo. Eso sí, él no era como algunos compañeros del nacional que ya andaban con anteojos por todo lo que leían. Primero de todo, la vida. ¿La vida? ¿Qué vida? Bueno, la vida, salir, ver las cosas, viajar como ahora, conocer a la gente… El profesor Peralta siempre les decía que lo único importante era la experiencia.
– Ah, la experiencia -dijo Paula-. Claro que tiene su importancia. ¿Y su profesor López también les habla de la experiencia?
– No, qué va a hablar. Y eso que si quisiera… Se ve que es punto bravo, pero no es de los que se andan dando corte. Con López nos divertimos mucho. Hay que estudiarle, eso sí, pero cuando está contento con los muchachos es capaz de pasarse media hora charlando de los partidos del domingo.
– No me diga -dijo Paula.
– Pero claro, López es macanudo. No se la piya en serio como Peralta.
– Quién lo hubiera dicho -dijo Paula.
– Créame que es la verdad. ¿Usted se pensaba que era como Gato Negro?
– ¿Gato Negro?
– Cuello Duro, bah.
– Ah, el otro profesor.
– Sí, Sumelli.
– No, no me lo pensaba -dijo Paula.
– Ah, bueno -dijo Felipe-. Qué va a comparar. López ea okey, todos los muchachos están de acuerdo. Hasta yo le estudio a veces, palabra. Me gustaría poder ser amigo de él, pero claro…
– Aquí tendrá oportunidad -dijo Paula-. Hay varias personas que vale la pena tratar. Medrano, por ejemplo.
– Seguro, pero es diferente de López. Y también su… Raúl, digo -bajó la cabeza, y una gota de agua le resbaló por la nariz-. Todos son simpáticos -dijo confusamente- aunque, claro, son mucho mayores. Hasta Raúl, y eso que es muy joven.
– No lo crea lan joven -dijo Paula-. Por momentos se vuelve terriblemente viejo, porque sabe demasiadas cosas y está cansado de eso que su profesor Peralta llama la experiencia. Otras veces es casi demasiado joven, y hace las tonterías más perfectas. -Vio el desconcierto en los ojos de Felipe, y calló. «Un poco más y caigo en el proxenetismo», pensó, divertida. «Dejarlos que dancen solos su danza. Pobre Nelly, parece una actriz del cine mudo, y al novio le sobra el traje de baño por todas partes… ¿Por qué no se afeitarán las axilas esos dos?»
Como si fuera la cosa más natural del mundo, Medrano se inclinó sobre la caja, eligió un revólver y se lo puso en el bolsillo trasero del pantalón después de comprobar que estaba cargado y que el tambor giraba con facilidad. López iba a hacer lo mismo, pero pensó en Lucio y se detuvo a medio camino. Lucio estiró la mano y la retiró, sacudiendo la cabeza.
– Cada vez entiendo menos -dijo-. ¿Para qué queremos esto?
– No hay por qué aceptarlo -dijo López, liquidados sus escrúpulos. Tomó el segundo revólver, y ofreció la pistola a Raúl que lo miraba con una sonrisa divertida.
– Soy chapado a la antigua -dijo López-. "Nunca me gustaron las automáticas, tienen algo de canalla. Probablemente las películas de cow-boys explican mi cariño por el revólver. Yo soy anterior a las de gangsters, che. ¿Se acuerdan de William S. Hart?… Es raro, hoy es día de rememoraciones. Primero los piratas y ahora los vaqueros. Me quedo con esta caja de balas, si me permite.
Paula golpeó dos veces y entró, conminándolos amablemente a que se marcharan porque quería ponerse el traje de baño. Miró con alguna sorpresa la caja de hojalata que Raúl acababa de cerrar, pero no dijo nada. Salieron al pasillo y Medrano y López se fueron a sus cabinas para guardar las armas; los dos se sentían vagamente ridículos con esos bultos en los bolsillos del pantalón, sin contar las cajas de balas. Raúl les propuso encontrarse un cuarto de hora más tarde en el bar, y volvió a meterse en la cabina. Paula, que cantaba en el baño, lo oyó abrir un cajón del armario.
– ¿Qué significa ese arsenal? -Ah, te diste cuenta que no eran marrons glacés -dijo Raúl.
– Esa lata no la trajiste vos a bordo, que yo sepa.
– No, es botín de guerra. De una guerra más bien fría por el momento.
– ¿Y ustedes tienen intenciones de jugar a los hombres malos?
– No sin antes agotar los recursos diplomáticos, carísima. Aunque no hace falta que te lo diga, te agradeceré que no menciones estos aprestos bélicos ante las damas y los chicos. Probablemente todo terminará de una manera irrisoria, y guardaremos las armas como recuerdo del Malcolm . Por el momento estamos bastante dispuestos a conocer la popa, por las buenas o como sea.
– Mon triste coeur bave à la poupe, mon coeur convert de caporal -salmodió Paula, mirándose en el espejo del armario-. ¿No te cambiás, vos?
– Más tarde, ahora tenemos que iniciar las hostilidades contra los glúcidos. Qué piernas tan esbeltas te has traído en este viaje.
– Me lo han dicho, sí. Si te puedo servir de modelo, estás autorizado a dibujarme todo lo que quieras. Pero supongo que habrás elegido otros.
– Por favor deja de lado los áspides -dijo Raúl-. ¿Todavía no te hace ningún efecto el yodo del mar? A mí por lo menos déjame en paz, Paula.
– Está bien, sweet prince . Hasta luego -abrió la puerta y se volvió-. No hagan tonterías -agregó-. Maldito io que me importa, pero ustedes tres son lo único soportable a bordo. Si me los estropean…, ¿Me dejas ser tu madrina de guerra?
– Por supuesto, siempre que me mandes paquetes con chocolate y revistas. ¿Te dije que estás preciosa con ese traje de baño? Sí, te lo dije. Le vas a hacer subir la presión a los dos finlandeses, y por lo menos a uno de mis amigos.
– Hablando de áspides… -dijo Paula. Volvió a entrar en la cabina-. Decime un poco, ¿vos te has creído el asunto del tifus? No me imagino. Pero si no creemos en eso es todavía peor, porque entonces no se entiende nada.
– Se parece a lo que pensaba yo de chico cuando me daba por sentirme ateo -dijo Raúl-. Las dificultades empezaban a partir de ese momento. Supongo que lo del tifus encubre algún sórdido negocio, a lo mejor llevan chanchos a Punta Arenas o bandoneones a Tokio, cosas muy desagradables de ver como se sabe. Tengo una serie de hipótesis parecidas, a cuál más siniestra.
– ¿Y si no hubiera nada en la popa? ¿Si fuera solamente una arbitrariedad del capitán Smith?
– Todos hemos pensado en eso, querida. Yo, por ejemplo, cuando me robé esa caja. Te repito, la cosa es mucho peor si en la popa no pasa nada. Pongo toda mi esperanza en encontrar una compañía de liliputienses, un cargamento de queso Limburger o simplemente una cubierta invadida por las ratas.
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