– Debe ser el yodo -dijo Paula, cerrando la puerta.
Sacrificando sin lástima las esperanzas del señor Trejc y del doctor Restelli, que confiaban en él para reanimar una conversación venida a menos, Medrano se acercó a Claudia que prefería el bar y el café a los juegos de la cubierta. Pidió cerveza e hizo un resumen de lo que acababan de decidir, sin mencionar la caja de hojalata. Le costaba hablar en serio porque constantemente tenía la impresión de que relataba una invención, algo que rozaba la realidad sin comprometer al narrador o al oyente. Mientras apuntaba las razones que los movían a querer abrirse paso, se sentía casi solidario con los del otro lado, como si, trepado a lo más alto de un mástil, pudiera apreciar el juego en su totalidad.
– Es tan ridículo, si se piensa un poco. Deberíamos dejar que Jorge nos capitaneara, para que las cosas se cumplieran de acuerdo con sus ideas, probablemente mucho más ajustadas a la realidad que las nuestras.
– Quién sabe -dijo Claudia-. Jorge también se da cuenta de que pasa algo raro. Me lo dijo hace un momento: «Estamos en el zoológico, pero los visitantes no somos nosotros», algo así. Lo entendí muy bien porque todo el tiempo tengo la misma impresión. Y sin embargo, ¿hacemos bien en rebelarnos? No hablo por temor, más bien es miedo de echar abajo algún tabique del que dependía quizá el decorado de la pieza.
– Una pieza… Sí, puede ser. Yo lo veo más bien como un juego muy especial con los del otro lado. A mediodía ellos han hecho un movimiento y ahora esperan, con el reloj en marcha, que contestemos. Juegan las blancas y…
– Volvemos a la noción de juego. Supongo que forma parte de la concepción actual de la vida, sin ilusiones y sin, trascendencia. Uno se conforma con ser un buen alfil o una buena torre, correr en diagonal o enrocar para que se salve el rey. Después de todo el Malcolm no me parece demasiado diferente de Buenos Aires, por lo menos de mi vida en Buenos Aires. Cada vez más funcionalizada y plastificada. Cada vez más aparatos eléctricos en la cocina y más libros en la biblioteca.
– Para ser como el Malcolm debería haber en su casa una pizca de misterio.
– Lo hay, se llama Jorge. Qué más misterio que un presente sin nada de presente, futuro absoluto. Algo perdido de antemano y que yo conduzco, ayudo y aliento como si fuera a ser mío para siempre. Pensar que una chiquilla cualquiera me lo quitará dentro de unos años, una chiquilla que a esta hora lee una aventura de Inosito o aprende a hacer punto cruz.
– No lo dice con pena, me parece.
– No, la pena es demasiado tangible, demasiado presente y real para aplicarse a esto. Miro a Jorge desde un doble plano, el de hoy en que me hace feliz, y el otro, situado ya en lo más remoto, donde hay una vieja sentada en un sofá, rodeada dé una casa sola.
Medrano asintió en silencio. De día se notaban las finas arrugas que empezaban a bordear los ojos de Claudia, pero el cansancio de su rostro no era un cansancio artificial como el de la chica de Raúl Costa. Hacía pensar en un resumen, un precio bien pagado, una ceniza leve. Le gustaba la voz grave de Claudia, su manera de decir «yo» sin énfasis y a la vez con una resonancia que le hacía desear la repetición de la palabra, esperarla con un placer anticipado.
– Demasiado lúcida -le dijo-. Eso cuesta muy caro. Cuántas mujeres viven el presente sin pensar que un día perderán a sus hijos. A sus hijos y a tantas otras cosas, como yo y como todos. Los bordes del tablero se van llenando de peones y caballos comidos, pero vivir es tener los ojos clavados en las piezas que siguen en juego.
– Sí, y armarse una tranquilidad precaria con materiales casi siempre prefabricados. El arte, por ejemplo, o los viajes… Lo bueno es que aun con eso puede alcanzarse una felicidad extraordinaria, una especie de falsa instalación definitiva en la existencia, que satisface y contenta a muchas gentes fuera de lo común. Pero yo… No sé, es cosa de estos últimos años. Me siento menos contenta cuando estoy contenta, empieza a dolerme un poco la alegría, y Dios sabe si soy capaz de alegría.
– La verdad, a mí no me ha ocurrido eso -dijo Medrano, pensativo-, pero me parece que soy capaz de entenderlo. Es un poco lo de la gota de acíbar en la miel. Por el momento, si alguna vez he sospechado el sabor del acíbar, ha servido para multiplicarme la dulzura.
– Persio sería capaz de insinuar que en algún otro plano la miel puede ser una de las formas más amargas del acíbar. Pero sin saltar al hiperespacio, como dice él con tanta fruición, yo creo que mi inquietud de estos tiempos… Oh, no es una inquietud interesante, ni metafísica; pero sí como una señal muy débil… Me he sentido injustificadamente ansiosa, un poco extraña a mí misma, sin razones aparentes. Precisamente la falta de razones me preocupa en vez de tranquilizarme, porque, sabe usted, tehgo una especie de fe en mi instinto.
– ¿Y este viaje es una defensa contra esa inquietud?
– Bueno, defensa es una palabra muy solemne. No estoy tan amenazada como eso, y por suerte me creo muy lejos del destino habitual de las argentinas una vez que tienen hijos. No me he resignado a organizar lo que llaman un hogar, y probablemente tengo buena parte de culpa en la destrucción del mío. Mi marido no quiso comprender jamás que no mostrara entusiasmo por un nuevo modelo de heladera o unas vacaciones en Mar de Plata. No debí casarme, eso es todo, pero había otras razones para hacerlo, entre otras mis padres, su candida esperanza en mí… Ya han muerto, estoy libre para mostrar la cara que tengo realmente.
– Pero usted no me da la impresión de ser lo que llaman una emancipada -dijo Medrano-. Ni siquiera una rebelde, en el sentido burgués del término. Tampoco, gracias a Dios, una patricia mendocina o una socia del Club de Madres. Curioso, no consigo ubicarla y hasta creo que no lo lamento. La esposa y la madre clásicas…
– Ya sé, los hombres retroceden aterrados ante las mujeres demasiado clásicas -dijo Claudia-. Pero eso es siempre antes de casarse con ellas.
– Si por clásicas se entiende el almuerzo a las doce y cuarto, la ceniza en el cenicero y los sábados por la noche al Gran Rex, creo que mi retroceso sería igualmente violento antes y después del connubio, lo cual y de paso hace imposible este último. No crea que cultivo el tipo bohemio ni cosa parecida. Yo también tengo un clavito especial para colgar las corbatas. Es otra cosa más profunda, la sospecha de que una mujer… clásica, está también perdida como mujer. La madre de los Gracos es famosa por sus hijos, no por ella misma; la histotia sería todavía más triste de lo que es si todas sus heroínas se reclutaran entre esa especie. No, usted me desconcierta porque tiene una serenidad y un equilibrio que no van de acuerdo con lo que me ha dicho. Por suerte, créame, porque esos equilibrios suelen traducirse en la más perfecta monotonía, máxime en un crucero al Japón.
– Oh, el Japón. Con qué aire de escepticismo lo dice.
– Tampoco creo que usted esté muy segura de llegar allá. Dígame la verdad, si es de buen tono a esta hora: ¿Por qué se embarcó en el Malcolm ?
Claudia se miró las manos y pensó un momento.
– No hace mucho, alguien me estuvo hablando -dijo-. Alguien muy desesperado, y que no ve en su vida más que un precario aplazamiento, cancelable en cualquier momento. A esa persona le doy yo una impresión de fuerza y de salud mental, al punto que se confía y me confiesa toda su debilidad. No quisiera que esa persona se enterara de lo que le voy a decir, porque la suma de dos debilidades puede ser una fuerza atroz y desencadenar catástrofes. Sabe usted, me parezco mucho a esa persona; creo que he llegado a un límite donde las cosas más tangibles empiezan a perder sentido, a desdibujarse, a ceder. Creo… creo que todavía estoy enamorada de León.
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