Carlos Fuentes - Cambio De Piel

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El Domingo de Ramos de 1965 cuatro personajes inician un viaje hacia Veracruz y se detienen en Cholula, ciudad de las pirámides aztecas. En el laberinto de sus galerías se internarán las dos parejas, como en un descenso a los infiernos, que concluirá con una tragedia ritual inesperada. `Ficción total` en palabras del propio autor, `Cambio de piel` indaga en el mito del México prehispánico y en el holocausto europeo a través de la memoria de sus protagonistas para decirnos que, en definitiva, todas las violencias son la misma violencia. Un retrato del hombre de nuestro siglo, atormentado por las dudas sobre el presente, la carga del pasado y el miedo del porvenir.

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Javier te fue dejando libre poco a poco y tú continuaste:

– O. K. Sólo se podía creer en lo que aún no se había visto o dicho. Join the Navy, Javier, join the…

– Era allí, era así, como te quería -murmuró Javier.

Entrelazaron los dedos y tú le dijiste que despertaron y una corona de flores venenosas era la única cortina del verano y los atraía para descubrir, detrás, al sol tendido aún en los lechos de piedra del Egeo transparente y hoy como entonces te hincaste y murmuraste el nombre de Javier buscando a Javier, para saber que al nombrarle crecía hasta ahogarte las palabras que lo levantaban, esta noche, en el hotel de Cholula: él de pie ante ti, tú arrodillada ante él, abrazaste sus piernas y pasaste tus manos por su cintura, por sus nalgas, y cuando lo soltaste y lo viste desde abajo sólo alcanzaron a unirse por las muñecas, tú cada vez más baja, buscando el suelo, él cada vez más alto, apuntando al techo como si fuera a disparar y por eso le levantaste, lo llevaste a la cama para que los dos vieran cómo nacía el día y la noche aplacaba el mar para ensombrecerlo por última vez y los claxons de la carretera México-Puebla se escuchaban muy lejanos y tú y él se unieron, arrojados cada uno hacia atrás, sin necesidad de besos, de caricias, de miradas, unidos y sostenidos hasta caer, él de espaldas, tú sobre él, sin poderse separar, tú encima de él, imitándolo, nombrándolo, haciendo lo que él hacía, atada por tu vello empapado y lacio al suyo rizado y seco, creyendo que tú lo poseías como él a ti, creyendo que tu placer, imitativo del suyo, penetraba sus muslos como él, recostado, entraba en los tuyos y el tiempo se contaba solo, las palabras se decían solas, para distraer y prolongar esa dulzura negra y estremecida de tu verga y su coño, él tu mujer y tú su hombre en la totalidad de los deseos arrancados y siempre pendientes del árbol único: tú y él sobre el piso de piedra caliente, sobre el piso de madera despintada, tú y él padre y madre, madre e hijo, hija y padre, tú y él hermanos, tú y él dos mujeres, tú y él dos hombres, tú y él amando con las bocas, al zafarse velozmente del primer placer, buscando otra manera de prolongarlo, con los anos, con las axilas, con sus manos sobre tu pelo, con sus pies sobre tus ojos, con tus labios en su oreja, con su ombligo en tu nariz, con tus muslos abiertos sobre su cabeza, con sus uñas clavadas en tu cuello, con tu rodilla doblada sobre su vientre. Y no podía terminar; se envolvieron en las sábanas para descubrirse otra vez el uno al otro, lentamente, caminando desde lejos él hacia ti y tú hacia él hasta alargar las manos y develarse como en un sueño, con esa pereza y expectación y al verse otra vez desnudos sentir el verdadero deseo por primera vez otra vez; ahora te toma de los pies, te para de cabeza hasta tenerte a la altura que desea y tú buscas su altura con tus labios y todo tu placer te corre hacia adentro dos veces, lo que te da y lo que te arranca fluyen al mismo tiempo hacia un centro que desconoces, que acabas de descubrir entre el vientre y los senos y allí se mezclan y se besan y se unen y estallan las dos leches y cuando caes vencida, boca abajo, él te vuelca y te rasga, descubriendo una estrechez nerviosa que se abre como el lodo quebrado de las estatuas de sal y él pide tus pedos y tú se los das, boca abajo, otra vez montada en su pecho, sobre su rostro, y pides los suyos, sus eructos, su orín, su mierda, y no saben terminar, no quieren terminar, tú pones tu sostén sobre los pechos morenos de Javier, usas su camisa y besas sus zapatos y se masturban uno frente al otro, él frotándose con tus medias, tú con su agua de colonia, mostrándose los dos el placer que faltaba, el solitario, el de los niños, sentados los dos en la cama, solos, y no quieren terminar nunca, quieren morir ahora, los dos han renunciado a seguir viviendo con tal de que esto no termine nunca y tiemblan mientras piensan, imaginan, inventan más cosas: quieres su brocha de rasurar sobre tus pezones, le ofreces tu cinturón y caen sobre las almohadas y él te azota ya sin fuerzas y tú pides que no deje nada sin hacer, que diga los nombres secretos, los nombres de las niñas a las que no pudo tocar, de los adolescentes que le gustaron, y tú dirás tus nombres y ahora los amarán a todos, y no sólo a los que desearon, sino a los que los desearon: dirás el nombre del rabino que te sentaba en sus rodillas cuando tu madre te llevaba a verlo, él dirá el nombre del cura que lo tomaba de la mano durante la confesión, dirá el nombre de la monja a la que sorprendió espiándolo mientras se bañaba, recordará cuando descubrió a su madre, nombrarán, dirán, tú y él son todos, se dormirán y no despertarán hasta que el calor del día alcance la temperatura de sus cuerpos y Elena toque a la puerta…

– ¿Puedo recoger la charola?

– ¿Eh? ¿Quién… qué?

Los nudillos tocaban suavemente sobre la puerta y al fin reconociste la voz del mozo del hotel.

– ¿Puedo recoger…?

– No. Después. Ahora no. Por favor, por favor.

Te cubriste con la sábana y a tu lado Javier, desnudo, apretaba los dientes y se tapaba los ojos con la mano.

– Me agotaste, Ligeia. Sé que en Falaraki quisiste cansarme con tu amor exigente. Yo te quería lejana y convocable a toda, hora. Sólo quería que fueras una representación…

– ¿Qué más he sido? -murmuraste-. ¿Crees que soy Elizabeth Jonas, la que conociste en Nueva York? ¿No ves que soy tú, tu representación, que ya no hablo ni pienso como Elizabeth Jonas, que soy y hablo y pienso en nombre tuyo, sin personalidad?

– Eres confusa, avasallante, agotadora. No entendiste.

Te sentaste, agotada, al filo de la cama.

– No es cierto. ¿No te pedí que jugáramos con Miriam en Buenos Aires? Tú querías tu juego a solas. Cuando lo descubrí, me miraste por primera vez con esa lejanía y ese desprecio sin palabras. No te movías. Es lo mismo. Amor y novedad. ¿No es cierto, no es cierto?

– No puedo hablar así.

Te cubriste los pechos y el sexo con la sábana y corriste al baño. Cerraste la puerta detrás de ti. Javier gritó desde la cama:

– Nunca entenderás cómo me destruiste.

Escondió la cara en la almohada y tú adivinaste sus palabras y repetiste que nunca entenderías cómo lo destruiste, cómo lo venciste y te sentiste víctima por su derrota. ¿Por qué lo destruiste allí mismo, al principio, aquella mañana en Delos? El ruido del agua corriente en la tina escapaba del baño y llenaba el cuarto vacío.

– No tenías derecho, Ligeia.

Y tú te miraste desnuda en el espejo del baño; él diría que esas ruinas tenían que ser ajenas para ser suyas, ¿no entiendes? Te acercaste a la tina y te quemaste los dedos con el agua hirviente del grifo.

– Vaya. De noche sí hay agua caliente.

– Ya sé que no es posible; hoy no me atrevo a culparte…

– Hey! There’s hot water!

Y luego vamos a creer que él aprovecha tu ausencia para decir que aquéllas no son ruinas porque tienen descendencia y tú lo supiste desde entonces y por eso regresaron hoy a Xochicalco…

– ¿No quieres rasurarte?

– ¿No sabes? ¿Crees que no te vi, escondida y abrazada al friso de la serpiente?

Mezclaste con la mano el agua fría y la caliente, tarareando. Lillie. Una comunicación desesperada. Un Mefistófeles negro. Ja.

¿Crees que no vi a Franz engañándonos para que tú pudieras cumplir tu condenado rito?

Te sentaste, suspirando, dentro de la tina.

– ¿No ves que ya no es posible? ¿Por qué crees que regresamos a Xochicalco, Ligeia?

Te mordiste un dedo y sonreíste.

– Esas ruinas -estaría diciendo- no son como las griegas.

Te levantaste en silencio de la tina. Creímos que él diría que las ruinas mexicanas sí son ajenas, aisladas, sin eco. Te acercaste al botiquín sin secarte. Y él insistiría en que éstas son las ruinas totales y abstractas que nunca decaen porque no tienen, ni han tenido nunca, un punto de referencia o comparación… Empezaste a reír y luego estaríamos seguros de que él dijo:

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