Desde la plaza, llegó la música de los danzones ofrecidos a las señoritas de la localidad. Franz dijo, como si no hubiese escuchado a Javier:
– Los antiguos padres germanos tenían el derecho de matar a sus hijos. Si los hijos estaban locos o deformes.
En lo que ni siquiera pensaron, dragona, es en que esos loqueros son como los sacerdotes de los reclusos. La verdad es que los sacerdotes siempre han tenido por misión vigilar a los locos, darles versiones de la vida y el mundo comprensibles para el enajenado, impulsar su odio o procurarle la paz, de acuerdo con la excitación o el reposo que el loco necesita para seguir dándole vuelo a la hilacha. El escritor, el artista, el sacerdote, el político, todos los que ofrecen otra imagen del mundo, la imagen artificial y falsaria, la interpretación, el salmo incantatorio, saben que manipulan a los locos. Pero los locos, como mi cuate Tristram Shandy, no oyen los argumentos de los intérpretes y dirigentes, o dicen estar de acuerdo con ellos: no hay diálogo posible porque, en resumidas cuentas, el loco se burla de su mentor y lo convierte, a la vez, en el loco del loco. Ni modo; los artífices siguen adelante, los muy güeyes; no se dan por vencidos; no saben que la razón se ha vuelto loca y la disfrazan de erotismo, de gloria militar, de necesidad de Estado, de salvación eterna. Y los locos colaboran con ganas; como que saben que ellos alimentan la locura de quienes los cuidan y así se salen con la suya. Ahí tienes: todo es el problema de mantener la ilusión racional para mantener la ilusión de la vida. El caifanazo de Baudelaire disfraza el cadáver con el mito de Eros y el trolebús de Nietzsche con el de la voluntad de poder. El ñaco viernes de Marx con la promesa de otro paraíso terrestre (ya párenle; con uno hubo de sobra) y nuestro papazote Fedor Mijáilovich con el advenimiento de esa Tercera Roma que no sé cómo se les escapó a Kurt Weil y Lotte Lenya. Tu paisa Whitman con el optimismo de Un Nuevo Mundo democrático e igualitario (We shall overcome and the walls come tumblin’ down) y el mero vampírico Rimbaud con la divinidad de la palabra. Mira a dónde fuimos a parar. Candy y Lolita, la tortura y el horno crematorio, los procesos de Moscú y el asesinato de Trotsky, Bahía de Cochinos y los perros policía contra los negros de Montgomery, use y consuma y luzca bella, mi Pepsicoatl. ¿Te das cuenta, dragona? Todo se nos ha ido en inventarle dobles a Dios. Ahí está el punto, si quieres cotorrearme. Porque ya ves, en tiempos de don Porfirio, ni Prometeo ni César ni Medea ni el Cid son dos; hasta don Quijote con su locura acaba siendo el pobre viejo derrotado y avergonzado de sus hazañas, Alonso Quijano, nunca el otro, el doble secreto. Nada más el Danés se aventó el volado de olerse lo podrido y luego hubo de esperar más años de los que deben en el cielo, en la tierra, en el infierno y en nuestra filosofía para poner caliente al viejo tarugo de Voltaire que andaba creyendo que con los instrumentos unitarios del mundo religioso se iba a sostener un mundo laico igualmente unitario y vámonos: la virtud sin testigo, y el mal sin testigo, son impensables y cuando Dios dejó de ser el espectador del hombre, hubo que inventar otro testigo: el alter ego, Mr. Hyde; el doble, William Wilson. A ver si Blake no era muy ponchado: Thou art a Man, God is no more; Thine own humanity learn to adore, y a ver si Kleist no agarró volando la onda: Ahora detente a mi lado, Dios, pues soy doble; soy un espíritu y recorro la noche. Y lo malo es que también esto se volvió vieux jeu, en cuanto cerraron el círculo esos cuates de variedad, Pirandello y Brecht. Cáete cadáver: cada personaje es otro, él y su máscara, él y su contrasentido, él y su propio testigo, contrincante y victimario dentro de él. ¿No has leído a Swinburne, el consagrador del vicio inglés? “¿La arana del día mata a la mosca del día, y lo llama un crimen? No; si pudiésemos frustrar a la naturaleza, entonces el crimen sería posible y el pecado cosa real. Si un hombre solo pudiese hacerlo; cambiar el curso de las estrellas y arrojar hacia atrás los tiempos del mar; cambiar las costumbres del mundo y localizar la casa de la vida para destruirla; ascender a los cielos para corromperlos y descender al infierno para redimirlo; atraer el sol para que consumiese la tierra y ordenar a la luna que arrojase veneno o fuego al aire; matar la fruta en la semilla y corroer los labios del niño con la leche materna: entonces habrá pecado y dañado la naturaleza. No, ni siquiera entonces; pues la naturaleza así lo querrá, a fin de crear un mundo de cosas nuevas; pues se siente fatigada de la antigua vida; sus ojos están cansados de mirar y sus oídos fatigados de oír; la lujuria de la creación la ha calcinado, y rasgado en dos el parto que el cambio exige; quisiera crear de nuevo, y no puede, como no sea destruyendo; todas sus energías están sedientas de alimento mortal y con todas sus fuerzas lucha deseando la muerte. ¿Cuál será, entonces, el peor de nuestros pecados nosotros, que vivimos por un día y morimos en una noche?”
– ¿No entramos? -dijo Isabel cuando llegaron frente a la estrecha entrada en la base de la pirámide, el túnel abierto por donde corrían los rieles que sirvieron para sacar la tierra excavada.
– Estoy cansado de manejar -dijo Franz.
– Yo quisiera tomar un baño; quisiera que ya estuviéramos en el mar -dijiste y caminaste hacia la tienda de abarrotes con una heladera plantada junto a la puerta y tomaste un refresco mientras Franz iba hacia el auto que dejaron estacionado al pie de la pirámide. Bebiste la gaseosa y Javier e Isabel te imitaron. Franz, en el auto, encendió la radio. Corrió la perilla a lo largo del cuadrante, saltó con rapidez los ruidos de anuncios, música afrocubana, mariachis, surf, escuchó la voz:
– …en la interpretación de la Orquesta Sinfónica de Viena, bajo la dirección de Wilhelm Fürtwangler…
Soltó la mano, se cubrió los ojos con un pañuelo y se frotó el caballete de la nariz:
– Si quieren que lleguemos esta noche a Veracruz… -les gritó y metió la llave e intentó arrancar. Javier pagó las gaseosas y todos caminaron hacia el auto. Franz empujaba las velocidades para atrás y para adelante. Les dijo:
– Quién sabe qué pasa. No entran las velocidades.
Javier sonrió. Franz descendió y abrió el cofre del motor. Metió las manos en el arca negra. Se encogió de hombros, limpiándose las manos con un pañuelo.
– Qué cosa más extraña. Está rota la caja de velocidades.
– Vamos a buscar un mecánico -dijo Isabel.
– ¿Cuánto tardará? -preguntaste.
Franz se encogió de hombros.
– Más vale que lo revisen bien. Podemos pasar la noche en Cholula y seguir mañana.
– Oh, no -gemiste-. ¿Dónde vamos a dormir aquí?
– Hay un hotel, no muy bueno, pero en fin… -dijo Javier.
Franz mostró dos cables rotos.
– Alguien arrancó los cables de contacto.
– Cuándo no-. Te cruzaste de brazos, recargada contra la portezuela del auto. -Ese gusto por la destrucción. Ha de ofenderles el coche.
– Un loco escapado -rió Isabel, terminó de beber la gaseosa y fue a devolver el casco a la tienda.
– Voy a la gasolinera -dijo Franz-. Quizás haya que remolcar el auto a Pueblo. Llamaré a la AMA. Ahora regreso a recoger las maletas.
– Javier -le dijiste, cruzada de brazos-. Lleva las maletas al hotel. ¡Haz algo, por Dios!
Despertaste y te removiste en la cama:
– ¿Ya estás de vuelta?
– ¿Qué quieres decir? No me he movido de aquí.
– ¿Qué hora es?
– Van a dar las diez. Salgamos a comer algo.
– ¿Para qué? Además, ya sabes que cenar te hace daño.
– No lo digas como si fuera mi culpa. No tengo la culpa de que vivamos a siete mil metros de altura, con el águila y la serpiente.
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