Carlos Fuentes - Cambio De Piel

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El Domingo de Ramos de 1965 cuatro personajes inician un viaje hacia Veracruz y se detienen en Cholula, ciudad de las pirámides aztecas. En el laberinto de sus galerías se internarán las dos parejas, como en un descenso a los infiernos, que concluirá con una tragedia ritual inesperada. `Ficción total` en palabras del propio autor, `Cambio de piel` indaga en el mito del México prehispánico y en el holocausto europeo a través de la memoria de sus protagonistas para decirnos que, en definitiva, todas las violencias son la misma violencia. Un retrato del hombre de nuestro siglo, atormentado por las dudas sobre el presente, la carga del pasado y el miedo del porvenir.

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Desde la plaza, llegó la música de los danzones ofrecidos a las señoritas de la localidad. Franz dijo, como si no hubiese escuchado a Javier:

– Los antiguos padres germanos tenían el derecho de matar a sus hijos. Si los hijos estaban locos o deformes.

En lo que ni siquiera pensaron, dragona, es en que esos loqueros son como los sacerdotes de los reclusos. La verdad es que los sacerdotes siempre han tenido por misión vigilar a los locos, darles versiones de la vida y el mundo comprensibles para el enajenado, impulsar su odio o procurarle la paz, de acuerdo con la excitación o el reposo que el loco necesita para seguir dándole vuelo a la hilacha. El escritor, el artista, el sacerdote, el político, todos los que ofrecen otra imagen del mundo, la imagen artificial y falsaria, la interpretación, el salmo incantatorio, saben que manipulan a los locos. Pero los locos, como mi cuate Tristram Shandy, no oyen los argumentos de los intérpretes y dirigentes, o dicen estar de acuerdo con ellos: no hay diálogo posible porque, en resumidas cuentas, el loco se burla de su mentor y lo convierte, a la vez, en el loco del loco. Ni modo; los artífices siguen adelante, los muy güeyes; no se dan por vencidos; no saben que la razón se ha vuelto loca y la disfrazan de erotismo, de gloria militar, de necesidad de Estado, de salvación eterna. Y los locos colaboran con ganas; como que saben que ellos alimentan la locura de quienes los cuidan y así se salen con la suya. Ahí tienes: todo es el problema de mantener la ilusión racional para mantener la ilusión de la vida. El caifanazo de Baudelaire disfraza el cadáver con el mito de Eros y el trolebús de Nietzsche con el de la voluntad de poder. El ñaco viernes de Marx con la promesa de otro paraíso terrestre (ya párenle; con uno hubo de sobra) y nuestro papazote Fedor Mijáilovich con el advenimiento de esa Tercera Roma que no sé cómo se les escapó a Kurt Weil y Lotte Lenya. Tu paisa Whitman con el optimismo de Un Nuevo Mundo democrático e igualitario (We shall overcome and the walls come tumblin’ down) y el mero vampírico Rimbaud con la divinidad de la palabra. Mira a dónde fuimos a parar. Candy y Lolita, la tortura y el horno crematorio, los procesos de Moscú y el asesinato de Trotsky, Bahía de Cochinos y los perros policía contra los negros de Montgomery, use y consuma y luzca bella, mi Pepsicoatl. ¿Te das cuenta, dragona? Todo se nos ha ido en inventarle dobles a Dios. Ahí está el punto, si quieres cotorrearme. Porque ya ves, en tiempos de don Porfirio, ni Prometeo ni César ni Medea ni el Cid son dos; hasta don Quijote con su locura acaba siendo el pobre viejo derrotado y avergonzado de sus hazañas, Alonso Quijano, nunca el otro, el doble secreto. Nada más el Danés se aventó el volado de olerse lo podrido y luego hubo de esperar más años de los que deben en el cielo, en la tierra, en el infierno y en nuestra filosofía para poner caliente al viejo tarugo de Voltaire que andaba creyendo que con los instrumentos unitarios del mundo religioso se iba a sostener un mundo laico igualmente unitario y vámonos: la virtud sin testigo, y el mal sin testigo, son impensables y cuando Dios dejó de ser el espectador del hombre, hubo que inventar otro testigo: el alter ego, Mr. Hyde; el doble, William Wilson. A ver si Blake no era muy ponchado: Thou art a Man, God is no more; Thine own humanity learn to adore, y a ver si Kleist no agarró volando la onda: Ahora detente a mi lado, Dios, pues soy doble; soy un espíritu y recorro la noche. Y lo malo es que también esto se volvió vieux jeu, en cuanto cerraron el círculo esos cuates de variedad, Pirandello y Brecht. Cáete cadáver: cada personaje es otro, él y su máscara, él y su contrasentido, él y su propio testigo, contrincante y victimario dentro de él. ¿No has leído a Swinburne, el consagrador del vicio inglés? “¿La arana del día mata a la mosca del día, y lo llama un crimen? No; si pudiésemos frustrar a la naturaleza, entonces el crimen sería posible y el pecado cosa real. Si un hombre solo pudiese hacerlo; cambiar el curso de las estrellas y arrojar hacia atrás los tiempos del mar; cambiar las costumbres del mundo y localizar la casa de la vida para destruirla; ascender a los cielos para corromperlos y descender al infierno para redimirlo; atraer el sol para que consumiese la tierra y ordenar a la luna que arrojase veneno o fuego al aire; matar la fruta en la semilla y corroer los labios del niño con la leche materna: entonces habrá pecado y dañado la naturaleza. No, ni siquiera entonces; pues la naturaleza así lo querrá, a fin de crear un mundo de cosas nuevas; pues se siente fatigada de la antigua vida; sus ojos están cansados de mirar y sus oídos fatigados de oír; la lujuria de la creación la ha calcinado, y rasgado en dos el parto que el cambio exige; quisiera crear de nuevo, y no puede, como no sea destruyendo; todas sus energías están sedientas de alimento mortal y con todas sus fuerzas lucha deseando la muerte. ¿Cuál será, entonces, el peor de nuestros pecados nosotros, que vivimos por un día y morimos en una noche?”

– ¿No entramos? -dijo Isabel cuando llegaron frente a la estrecha entrada en la base de la pirámide, el túnel abierto por donde corrían los rieles que sirvieron para sacar la tierra excavada.

– Estoy cansado de manejar -dijo Franz.

– Yo quisiera tomar un baño; quisiera que ya estuviéramos en el mar -dijiste y caminaste hacia la tienda de abarrotes con una heladera plantada junto a la puerta y tomaste un refresco mientras Franz iba hacia el auto que dejaron estacionado al pie de la pirámide. Bebiste la gaseosa y Javier e Isabel te imitaron. Franz, en el auto, encendió la radio. Corrió la perilla a lo largo del cuadrante, saltó con rapidez los ruidos de anuncios, música afrocubana, mariachis, surf, escuchó la voz:

– …en la interpretación de la Orquesta Sinfónica de Viena, bajo la dirección de Wilhelm Fürtwangler…

Soltó la mano, se cubrió los ojos con un pañuelo y se frotó el caballete de la nariz:

– Si quieren que lleguemos esta noche a Veracruz… -les gritó y metió la llave e intentó arrancar. Javier pagó las gaseosas y todos caminaron hacia el auto. Franz empujaba las velocidades para atrás y para adelante. Les dijo:

– Quién sabe qué pasa. No entran las velocidades.

Javier sonrió. Franz descendió y abrió el cofre del motor. Metió las manos en el arca negra. Se encogió de hombros, limpiándose las manos con un pañuelo.

– Qué cosa más extraña. Está rota la caja de velocidades.

– Vamos a buscar un mecánico -dijo Isabel.

– ¿Cuánto tardará? -preguntaste.

Franz se encogió de hombros.

– Más vale que lo revisen bien. Podemos pasar la noche en Cholula y seguir mañana.

– Oh, no -gemiste-. ¿Dónde vamos a dormir aquí?

– Hay un hotel, no muy bueno, pero en fin… -dijo Javier.

Franz mostró dos cables rotos.

– Alguien arrancó los cables de contacto.

– Cuándo no-. Te cruzaste de brazos, recargada contra la portezuela del auto. -Ese gusto por la destrucción. Ha de ofenderles el coche.

– Un loco escapado -rió Isabel, terminó de beber la gaseosa y fue a devolver el casco a la tienda.

– Voy a la gasolinera -dijo Franz-. Quizás haya que remolcar el auto a Pueblo. Llamaré a la AMA. Ahora regreso a recoger las maletas.

– Javier -le dijiste, cruzada de brazos-. Lleva las maletas al hotel. ¡Haz algo, por Dios!

Despertaste y te removiste en la cama:

– ¿Ya estás de vuelta?

– ¿Qué quieres decir? No me he movido de aquí.

– ¿Qué hora es?

– Van a dar las diez. Salgamos a comer algo.

– ¿Para qué? Además, ya sabes que cenar te hace daño.

– No lo digas como si fuera mi culpa. No tengo la culpa de que vivamos a siete mil metros de altura, con el águila y la serpiente.

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