Carlos Fuentes - Cambio De Piel

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El Domingo de Ramos de 1965 cuatro personajes inician un viaje hacia Veracruz y se detienen en Cholula, ciudad de las pirámides aztecas. En el laberinto de sus galerías se internarán las dos parejas, como en un descenso a los infiernos, que concluirá con una tragedia ritual inesperada. `Ficción total` en palabras del propio autor, `Cambio de piel` indaga en el mito del México prehispánico y en el holocausto europeo a través de la memoria de sus protagonistas para decirnos que, en definitiva, todas las violencias son la misma violencia. Un retrato del hombre de nuestro siglo, atormentado por las dudas sobre el presente, la carga del pasado y el miedo del porvenir.

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– Déjame. Ya ves.

– Exigimos y dudamos y por eso soy como soy, Javier, te vencí, te vencí exigiéndote que fueras más de lo que podías ser…

¡Déjame, te digo! ¡Quítate!

– …que escribieras más de lo que podías escribir, que amaras más de lo que…

– ¡Te digo que es una porquería! ¡Quita la mano!

– …y aunque hubieras triunfado, yo habría dudado de mí, de ti, de todo. ¡No puedo creer a ciegas! Tengo que hacer cosas, tengo que ver qué le pasa a mi fe cuando la pruebo. Y tengo que tener fe sin creer en ella.

– Y yo, ¿sólo fe sin dudas?

Te alejaste de Javier.

– ¡En qué cree la gente! Lo sabes mejor que yo.

– No importa en qué se cree. Importa lo que se sabe. Es más peligroso.

Te pusiste de pie.

– Estoy cansada, Javier, déjame. No me repitas eso. Te repites tanto.

Él permaneció en el suelo; tú fuiste a recoger la bandeja abollada.

– No, no es la fe el demonio que nos destruye; es el conocimiento. Ligeia, escúchame. ¿Recuerdas la novela que empecé… entonces?

– Cómo la voy a olvidar-. Te sentiste ligera, justificada, mientras recogías con deliberación y calma los pedazos de vidrio del espejo y la botella. -Fue y vino y volvió a ir, shit, siempre como proyecto, en aquel maletín negro… donde tus cuartillas se iban a amontonar y organizar algún día, en cuanto tuvieras el tiempo, la inspiración, el modo, qué sé yo…

– Repite. Ligeia. Dime de qué se trataba.

– Un hombre y una mujer se aman.

– Sí, en apariencia eso era todo, pero era más. Di. Repite.

– Y a través del amor llegan a un nuevo conocimiento.

– Más, más, di más, por favor…

– Hay un milagro de la carne, que es necesario aprisionar. Todos lo han sentido. Todos lo han dejado escapar. Pero esta pareja no. Ellos son la pareja que supo mantener o encerrar o como gustes ese milagro. You dirty mother fucker.

– ¿Y entonces?

– Entonces se dan cuenta de que no pueden comunicar su secreto. Pero tratan de hacerlo. La tentación es grande; se disfraza de generosidad. Dan a conocer su secreto a los demás. El secreto se esfuma, deja de serlo, es incomprendido. Ellos quedan desnudos, entristecidos para siempre. Abrieron la caja de Pandora.

– ¿Qué era…?

– No recuerdo, Javier. Cómo puedo recordar lo que había en la caja de Pandora. Al abrirla, sus tesoros se convirtieron en cenizas. Hay que ser avaro. El amor sólo puede ser entre dos. Aunque sea pobre, pretencioso, torpe. El amor que puede ser conocido desde fuera ya no lo es. Sólo existe para los amantes. Ésos eran los apuntes de tu novela.

– Sí, no había respuesta. No podía saberse qué cosa descubrieron esos amantes.

Habías colocado los trozos de vidrio y espejo sobre la charola y ahora te levantaste con trabajo, fatigada.

– ¿Por qué no lo escribiste, Javier? Era un tema hermoso.

Javier había apoyado la cabeza contra los brazos unidos a la auca y miraba al cielo raso de la habitación en el hotel de Cholula.

– No sé. No sé… Sí, mejor dicho, sí. Tenía la emoción de ese tema, la intuición de su belleza, sí. Nunca lo escribí por miedo a que nadie me entendiera.

– ¿Lo dices en serio? Pero qué niño…

– No, esa excusa no vale. No. El mismo tema me prohibía escribirlo. Hubiera sido revelarlo a los demás. Iba contra la lógica misma de la obra.

– Javier, mi amor…

Te detuviste a su lado. Había algo en el aire, un descanso, una pobre verdad.

– Hemos vivido tantas cosas juntos… ¿No es suficiente el pasado para…?

– No, no lo es-. Él te miró; siguió en su postura de reposo y ensoñación. -Porque nos conocemos. Qué mentira, amar más mientras más se conoce. Qué orgullosa mentira. Sólo se ama lo desconocido, lo que aún no se posee. Y quizás dejar de amar cuando se conoce mucho es… bueno, es un requisito de la sanidad. Porque si amáramos y conociéramos y siguiéramos amando conociendo, seríamos todos locos.

Lo abrazaste.

– Sólo sabes hablar. Me has contagiado de tu cabrona retórica. Eres como todos los mexicanos. Necesitas toda esta retórica para justificarte. El clima, los nopales, Moctezuma, la chingada, todo les sirve para justificarse. Javier, ¿por qué perdimos el sueño?

Él te acarició la cabeza.

– Decimos que porque Rusia y Alemania firmaron un pacto de amistad. Ribbentrop y Molotov. ¿Te das cuenta qué absurdo? ¿Quiénes serán Ribbentrop y Molotov?

Tú acariciaste su cuello.

– Creímos tanto en eso, de jóvenes. Quizás eso nos hubiera salvado. Tener una fe. Ésa era una fe, Javier. Tú y yo en la lear, cantando la Internacional. Tú y yo juntos, leyendo a Dos Passos y a Miguel Hernández, oyendo las canciones de la guerra de España, tú y yo con el puño levantado…

Cuando separó tu rostro, encontró tus hermosos ojos grises, Elizabeth, llenos de lágrimas y te abrazó muy fuerte y dejó que se le saliera un temblor rasgado entre los labios.

– Quién sabe. Aprendimos que todos somos culpables. Quizás ésa fue la lección de ese tiempo.

Te dejaste abrazar y agradeciste la debilidad de tu cuerpo entre sus brazos, la penumbra de la recámara.

– Y sólo ahora, tan tarde, entendemos que los más culpables son los que saben que no son inocentes y por eso dejan de luchar contra la culpa. Javier… Javier…

Tu rostro iluminado se separó del hombro de Javier, tu cuerpo débil del abrazo de Javier; lo separaste con tus propios brazos y detuviste su cuerpo con tus manos sobre sus hombros, sabiendo esto, encontrando las palabras, por fin, antes de que las olvidaras para siempre, dragona:

– Ahora entiendo, mi amor; déjame decirte esto pronto. Mira: es esto, la lucha es entre culpables, ¿ves?, y por eso es trágica; los justos y los injustos son culpables, no son inocentes, y por eso todo es tan terrible, porque la justicia tampoco es inocente… ¿me entiendes, mi amor?

Quizás esto es lo que no perdonaste, dragona. Haber entendido eso y que él te contestara, riendo:

– La locura puede ser la máscara del conocimiento excesivo. Estoy cansado. Vete a la tina y termina lo que estabas haciendo. Apúrate. Quiero usar la regadera.

Te secaste las lágrimas con el puño.

– ¿Te espera Isabel?

– Ligeia, por favor, te suplico…

– Debes sentirte satisfecho.

Fuiste al baño. Javier había dejado la luz prendida.

– ¿Por qué?

– Ahora puedes ir hacia una mujer real. Con un nombre. Isabel. Antes buscabas a un fantasma. Son más cómodos pero menos satisfactorios.

Abriste de nuevo la petaquilla de Javier.

– ¿Un fantasma?

La cerraste. Estaba vacía. Los demás frascos estaban sobre la repisa.

– Yo. Tu fantasma. Aquella noche que me hiciste ir a la fiesta como si fuera otra mujer, obligada a ser otra mujer, obligada a ser otra mujer para que tú vivieras tus sueños. Fedra. Medea. No recuerdo. ¿Tú no recuerdas? Después un antro. Oh boy. Unos mariachis que tocaban. Expedición privada a Catay.

– Tú seguiste mi juego.

Empezaste a destapar los frascos de las medicinas.

– Yo te amaba. Pero tú nunca has amado a las mujeres. Has amado a La Mujer. Con mayúsculas. Fantasma. Sólo así te sentías libre. Sin cadenas. Una mujer de carne y hueso es una condena, ¿verdad? Llámese Ligeia. O Isabel. Javier, óyeme.

En silencio, arrojaste una tras otra las medicinas al excusado, ahora sin temor, sin excitación, casi profesionalmente.

– Ella también es de carne y hueso, como yo, ¿escuchas?

– Sí.

– Ella también te quitará tiempo y amor, como yo, y ahora tú no eres el joven de hace veinte años… Javier, óyeme, ella tiene veintitrés años y tú cuarenta y ocho…

Hallaste la cadena del excusado viejo, ruidoso, agrio. Javier gritó desde la recámara y tú viste el remolino del agua y las medicinas.

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