– ¡Pero no tengo las ilusiones de hace veinte años! ¡Entiendes! ¡Con ella no salgo como contigo a un viaje para conquistar el vellocino de oro! ¡El vellocino de oro!
Rió más fuerte que el regurgitar del excusado.
– ¡Se perdió, Ligeia, se perdió, no lo encontramos, hemos pasado nuestras vidas buscándolo, y no pudimos pasar las puertas de los monstruos, de los dragones, de los toros, de las serpientes! Hay demasiados guardianes. Es todo. No valió la pena. Ni tu padre, ni tu hermano, ni tu madre loca, nada, nada, nada.
Apagaste la luz del baño.
– Por eso puedo irme con Isabel si quiero, porque ya no tengo ilusiones, y porque Isabel es joven, ¿me oyes, Ligeia?, Isabel no tiene patas de gallo…
La encendiste y buscaste tus cosas de maquillaje y te arreglaste con prisa.
– …no tiene papada, no tiene el mentón abierto por dos surcos, no tiene el estómago blando…
Buscaste tus medias, la pantaleta, el brassière, entre las toallas húmedas, arrojadas sobre el piso de azulejos.
– …Ligeia, ¿me oyes?… Isabel es joven, Isabel es joven, Isabel tiene veintitrés años… Ligeia… contéstame.
No sabes cómo apareciste, porque no miraste al espejo. Javier vio tu rostro pintado cuando saliste fajándote, buscando los ganchos del brassière, con las cejas negras y la boca roja. Y tu rostro deformado también era ajeno a la calma de tus palabras mientras seguías vistiéndote torpe, nerviosa.
– Recuerdas, Javier. Para mí es un momento. Un momento al despertar, creo que en Nueva York, o en Falaraki, sí, no, en la costa de Long Island después de una noche de lluvia. La primera vez…
– Isabel es joven -silbó Javier.
– Un momento al despertar. Sentí que te levantabas, arrojaste al lado las sábanas que me cubrían los pies. Y me miraste con ternura, Javier. Con ternura. Temiendo despertarme.
– Siempre recuerdas el mar. Mentirosa. Las mujeres detestan el mar.
– Querías acercarte a mis labios, pero temías interrumpir mi sueño. Y al fin no resististe. Me tomaste entre tus brazos, me levantaste mientras yo abría los ojos, me los volviste a cerrar con tu mano y yo estaba pequeña y tierna en tus brazos. De ese momento he podido vivir hasta ahora. Esperando que regresara un día. Ya no.
Te pusiste la blusa y la abotonaste.
– Yo me acosté con Vasco.
Te acariciaste y revolviste con una mano el cabello corto y despintado, entrecano, y no miraste a Javier.
– Sí, me acosté con él, le saqué la historia aquella, la historia de la juventud que vuelve, la historia que tú escribiste, que era de Vasco Montero, imaginada por él, robada por mí, escrita por ti.
Buscaste la bolsa entre los objetos dispersos y rotos de la habitación.
– Hasta a eso llegué, y tú fracasaste. Mira. Yo quise conquistarte un mundo y tú lo dejaste escapar de sus manos. No eras digno de él.
Esperaste. Javier no habló. No quisiste mirarlo. Repetiste:
– Yo me acosté con Vasco y le saqué la idea.
Y él sólo dijo:
– ¿Tú hiciste eso? ¿Tú me hiciste creer que esa historia la habíamos inventado tú y yo?
– Quieres escaparte-. Por fin empezaste a verlo. -No podrás, Javier. Todo es anécdota. Todo menos una cosa: tú no pudiste hacer nada con el tema. Fue una limosna de Vasco Montero para ti. La limosna de una mesa rica, de un poeta que podía arrojarte ese mendrugo a la cara sin empobrecerse.
Me ibas a decir, dragona, que esa noche tú y él ya no hablaron más. Aunque no sea cierto. Tú, vestida y maquillada con tu bolsa en la mano, te sentaste a esperar al borde de la cama y pensaste entonces lo que algún día tenías que decirme a mí. Pensaste que ése era el final del viaje, del recuerdo y de la mentira. Y que a esto les había conducido una búsqueda de tantos años, un viaje tan largo buscando lo que ya era de ustedes. Todo lo que supieron, lo que quisieron, lo que perdieron y lo que encontraron -te preguntaste esa noche-¿no lo sabían, querían, perdieron o encontraron igual que hoy, al principio? Pero antes una parte de nosotros vencía a las demás, ésa era toda la diferencia, y qué impotente eras para servirte de tu nueva sabiduría, tan impotente como hubieras sido hace veinticinco años para servirte de lo que entonces sabías. Ah dragona, todo es saber consagrar lo que se toca, lo que se ama, lo que se sueña y hasta lo que se teme y rechaza.
Cuando desenrolló los planos sobre la rodilla, tuvo que levantar la mirada y ver los emparrados, las estacas de lúpulo, la alameda de árboles tupidos, los manzanares, los campos de remolacha que ascienden al costillar de bosque en las lomas. Algunos trabajadores, sentados o en cuclillas, cosechaban el lúpulo que se trenzaba en las estacas negras. Dejó de mirar eso y se concentró en el punto escogido. Empezó a explicar y a dictar órdenes para que ese mismo día se iniciara la construcción, en cuanto llegara el transporte con ladrillos de la fábrica de Lovosice. Los obreros ya estaban allí, parados en filas de cinco en fondo, rapados, grises, junto a los tablones amontonados y la arcilla y los clavos y él enrolló lentamente los planos. Habló con los capataces y sólo regresó de noche, en el viejo Mercedes convertible. Al pasar por la estación de ferrocarril pidió que se detuviera el auto y él se puso de pie para tratar de entender ese espectáculo que tenía lugar en los andenes. Un contrabajo tocaba y unas figuras negras se movían y se alzaban voces de canto incomprensibles. El humo de las locomotoras ocultaba el movimiento de las figuras. Descendió del auto y al caminar hacia ellos apenas pudo distinguir la danza de hombres negros con sombreros de copa y al fin el rostro negro de un prisionero que tocaba el contrabajo y los rostros de los reclusos que trabajaban descargando el carbón y cantaban con los sombreros de copa puestos, cantaban en desorden e inventaban un ritmo del que sólo sobresalían las palabras “ la Marión se va” y entonces distinguió a los guardias que dirigían este coro fantasma y a los guardias que jugaban fútbol con los cartones en los que venían los sombreros de copa, docenas de cartones que rodaban por el andén entre el humo y el canto y las cuerdas del contrabajo. El chofer recogió tres contrabajos en la estación. Serían depositados en la bodega donde todos estos objetos inservibles, con los que nadie sabía qué hacer cuando eran confiscados, se concentraban: sombreros de copa y maniquíes de costura, carrozas fúnebres y libros de oración, daguerrotipos familiares y redecillas para el bigote, caleidoscopios y tarjetas postales, caballos de paja y serrín. Pisapapeles de cristal con paisajes sobre los cuales, al ser agitados, caía la nieve. Agitó el pisapapel de cristal antes de arrojarlo al montón de objetos inútiles de ese museo de los viejos imperios-¿qué hacían allí, entre los objetos confiscados, los cromos en marco de oro de Guillermo y Francisco José? -y sonrió cuando la tormenta de falsa nieve envolvió el paisaje y de lejos se escuchaba el vals de La viuda alegre. Se detuvo y vio entrar esa fila de hombres teñidos de negro con los sombreros de copa donde, después se supo, iba escondido el carbón robado y el salchichón robado.
– La construcción estará lista antes de un mes.
– Debe estar. Es una orden.
Franz se escondió en tus brazos, novillera, y tú no hablabas, sólo estabas escuchando sus palabras porque sabías que a eso había venido. Pero él estaba riendo en voz baja, escondido en tus brazos y recordando que caminaron y la tierra crujió bajo sus pies y uno de los hombres dijo que le gustaría patinar como cuando era niño. La noche era fría y el río estaba congelado. No había nevado, pero la tierra era una costra sin calor, que se quebraba bajo sus pies. No era fácil distinguir. Los reflectores opacos. La niebla baja, pegada a la tierra, que rasgaba la continuidad de la luz hasta convertirla en un velo más de la propia bruma. Se dio cuenta del silencio porque no escuchó los ladridos de los perros, que eran el único ruido constante de un lugar de silencio. Las cosas aquí iban siendo tragadas por esa ausencia de voces que convierten en silencio todos los demás ruidos. Porque cuando los hombres no hablan, al principio se descubren muchos ruidos a los que en la vida normal no se presta atención. Se aprende a recordar de nuevo los ruidos de las botas sobre pisos de concreto, de los pies descalzos sobre la tierra; de los goznes mal aceitados de las puertas; del tecleo de una máquina de escribir; de los fusiles al ser cargados; de los hocicos de los perros y los labios de los niños al comer.
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