Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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Y, entonces, de pronto, a la altura de la placita de San Miguel empapada por la garúa, sin sospechar la con moción que iba a desencadenar en mi intimidad, al ingeniero Chicho Cánepa se le ocurrió decir:

– Es un viejo lindo y fantaseador. Siempre anda contando extravagancias, porque también le dan delirios de grandeza. En una época se inventó que tenía una hija en París y que se lo iba a llevar a vivir allá, con ella, ¡a la Ciudad Luz!

Fue como si la mañana se hubiera quedado de repente a oscuras. Sentí la acidez que me producía a veces una antigua úlcera al duodeno, un chisporroteo de luces de fogueo en la cabeza, no sé exactamente qué más sentí pero fueron muchas cosas y, en ese momento, supe por qué, desde que a Alberto Lamiel se le ocurrió contarme en el Regatas la historia de Arquímedes y los rompeolas de Lima, había sentido ansiedad, la extraña comezón que precede a lo inesperado, la premonición de un cataclismo o de un milagro, como si aquella historia contuviera algo que me concernía profundamente. A duras penas me aguanté las ganas de abrumar a preguntas a Chicho Cánepa por lo que acababa de decir.

Apenas bajamos de la camioneta en el malecón Figueredo de La Punta, frente a la playa de Cantolao, supe quién era Arquímedes sin necesidad de que me lo señalaran. No se estaba quieto. Caminaba con las manos en los bolsillos, a la orilla misma donde venían a morir los suaves tumbos en la playita de piedras y guijarros negros que yo no había vuelto a ver desde mi adolescencia. Era un cholo blancón y misérrimo, esmirriado, con los pelos ralos y revueltos, alguien que había traspasado seguramente hacía tiempo esa edad donde comienza la vejez, la anodina estación en la que desaparecen las distancias cronológicas y un hombre puede tener setenta, ochenta y acaso noventa años sin que se note mucho la diferencia. Vestía una camisa azul raída, en la que apenas quedaba un botón y a la que el viento de la fría y gris mañana inflaba, dejando ver el pecho lampiño y huesudo del viejo, que, algo curvado sobre sí mismo y tropezando en las piedras de la playa, iba de un lado al otro, dando unas zancadas de garza y amenazando con derrumbarse a cada paso.

– ¿Ése es, no es cierto? -les pregunté.

– Quién va a ser, sino él -dijo Chicho Cánepa, Y, haciendo bocina con las manos, gritó-: ¡Arquímedes! ¡Arquímedes! Ven, aquí hay alguien que quiere conocerte. Vino desde Europa para verte la cara, figúrate.

El viejo se detuvo y su cabeza dio un respingo. Nos miró, desconcertado. Luego, asintió y avanzó hacia nosotros, haciendo equilibrio sobre las piedras negras y plomizas de la. playa. Cuando estuvo más cerca, pude verlo mejor. Tenía las mejillas hundidas, como si hubiera perdido toda la dentadura, y le partía el mentón una hendidura que bien podía ser una cicatriz. Lo más vivo y potente de su persona eran sus ojos, pequeños y acuosos pero intensos y beligerantes, que miraban sin pestañear, con fijeza insolente. Debía de ser muy viejo, sí, por las arrugas de su frente y las que rodeaban sus ojos y daban a su cuello la apariencia de una cresta de gallo, y por las manos nudosas de uñas negras que tendió para saludarnos.

– Eres tan famoso, Arquímedes, que, aunque no te lo creas, mi tío Ricardo ha venido desde Francia a conocer al gran constructor de rompeolas de Lima -le dijo Alberto, dándole una palmada en la espalda-. Quiere que le expliques cómo, por qué, sabes dónde se puede levantar un rompeolas y dónde no.

– Eso no se explica -me estiró la mano el viejo, despidiendo una lluviecita de saliva al hablar-. Eso se siente en las tripas. Mucho gusto, caballero. ¿Es usted un franchute, entonces?

– No, soy peruano. Pero vivo allá hace muchos años.

Tenía una vocecita cascada y aguda y apenas terminaba las palabras, como si le faltara el resuello para pronunciar todas las letras. Casi sin hacer una pausa, apenas me hubo saludado se dirigió a Chicho Cánepa:

– Lo siento, pero creo que aquí no se va a poder, ingeniero.

– Cómo que crees -se enfureció éste, alzando!a voz-. ¿Estás o no estás seguro?

– No estoy seguro -reconoció el viejo, incómodo, frunciendo todavía más la cara. Hizo una pausa y, echando una ojeada veloz al océano, añadió-: Mejor dicho, ni siquiera sé si estoy seguro. No se enoje usted conmigo, pero hay algo como que me dice que no.

– No jodas, pues, Arquímedes -protestó el ingeniero Cánepa, manoteando-. Tienes que darme una conclusión categórica. O, carajo, no te pago.

– Es que a veces el mar es una hembra mañosa, de esas que dicen «sí, pero no», «no, pero sí» -se rió el viejo, abriendo de par en par una bocaza en la que se veían apenas dos o tres dientes. Y entonces me di cuenta de que su aliento estaba impregnado de un olor fuerte y picante, a algún cañazo o pisco muy recio.

– Estás perdiendo tus poderes, Arquímedes -le dio otra palmada afectuosa mi sobrino Alberto-. Antes nunca dudabas en estas cosas.

– No creo que sea así, ingeniero -dijo Arquímedes, poniéndose muy serio. Señaló con un ademán las aguas verde grisáceas-. Son cosas del mar, que tiene sus secretos, como todo el mundo. Casi siempre me doy cuenta a la primera luqueada si se puede o no se puede. Pero esta playa de Cantolao es bien jodida, tiene sus truquitos y me despista.

La resaca y el ruido de los tumbos al golpear contra las piedras de la playa eran muy fuertes y, por momentos, la voz del viejo se me perdía. Le descubrí un tic: de tanto en tanto se llevaba una mano a la nariz y la sobaba, muy rápido, como espantando un insecto.

Se habían acercado un par de hombres con botas y casacas de lona con unas letras amarillas estampadas que decían «Municipalidad del Callao». Chicho Cánepa y Alberto hicieron un aparte con ellos. Oí que aquél les decía, sin importarle que lo oyera Arquímedes: «Ahora resulta que el pendejo no está seguro si se puede o no se puede. Así que la decisión tendremos que tomarla nosotros, nomás».

El viejo estaba a mi lado, pero no me miraba. Ahora tenía de nuevo la vista clavada en el mar y, al mismo tiempo, movía despacito los labios, como rezando o hablando solo.

– Arquímedes, me gustaría invitarlo a almorzar -le dije, en voz baja-. Para que me hable un poco de los rompeolas. Es un tema que me interesa muchísimo. Usted y yo solos. ¿Aceptaría?

Volvió la cabeza y me clavó su mirada quieta, ahora grave. Lo había desconcertado mucho mi invitación. Una expresión de recelo asomó entre sus arrugas y frunció el ceño:

– ¿A almorzar? -repitió, confuso-. ¿Adonde?

– A donde usted quiera. A donde le guste. Usted elige el lugar y yo lo invito. ¿Aceptaría?

– ¿Y, cuándo? -ganó tiempo el viejo, escrutándome con desconfianza creciente.

– Ahora. Hoy, por ejemplo. Digamos que lo recojo aquí mismo, a eso de las doce, y nos vamos a almorzar juntos donde usted escoja. ¿Aceptaría?

Después de un rato, asintió, sin dejar de mirarme, como si yo, de pronto, me hubiera vuelto una amenaza para él. «¿Qué demonios puede querer este sujeto conmigo?», decían sus ojos quietos y líquidos, de un color pardo amarillento.

Cuando, media hora después, Arquímedes, Alberto, Chicho Cánepa y los tipos de la Municipalidad del Callao acabaron de discutir, y mi sobrino y su amigo subieron a la camioneta que habían dejado cuadrada en el malecón Figueredo, les anuncié que yo me quedaría por aquí. Quería caminar un poco por La Punta, recordando mi juventud, cuando a veces veníamos con mis amigos del Barrio Alegre a los bailes del Regatas Unión y a enamorar a unas mellizas rubiecitas, las Lecca, que vivían cerca de aquí y que participaban en los campeonatos de veleros del verano. Luego me regresaría a Miraflores en un taxi. Se quedaron un poco sorprendidos, pero, al final, partieron, no sin recomendarme que tuviera mucho cuidado dónde me metía, el Callao estaba lleno de pericotes y los atracos y los secuestros estaban a la orden del día últimamente.

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