Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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En esas charlas, generalmente en las tardes, después del almuerzo, que se prolongaban a veces horas, hablábamos mucho del Perú. Él había sido un belaundista entusiasta toda su vida, pero ahora, apenado, me confesó que el segundo gobierno de Belaunde Terry lo había decepcionado. Salvo devolver los periódicos y los canales expropiados por la dictadura militar de Velasco Alvarado, no se había atrevido a corregir ninguna de las seudoreformas de aquélla, que habían empobrecido y enconado aún más al Perú, y, además, habían provocado una inflación que daría el triunfo al Apra en las próximas elecciones. Y, a diferencia de su sobrino Alberto Lamiel mi tío no se hacía ilusiones con Alan García. Yo me decía que, sin dupla, había en el país donde yo había nacido y del que me había apartado de una manera cada día más irreversible, muchos hombres y mujeres como él, básicamente decentes, que, a lo largo de toda una vida, habían soñado con un progreso económico, social, cultural y político, que hiciera del Perú una sociedad moderna, próspera, democrática, con oportunidades abiertas a todos, sólo para verse frustrados una y otra vez, y que, como el tío Ataúlfo, llegaban a la vejez -a orillas de la muerte- aturdidos, preguntándose por qué en vez de avanzar retrocedíamos y estábamos ahora peor -con más contrastes, desigualdades, violencias e inseguridad- que cuando empezaron a vivir.

– Qué bien hiciste en irte a Europa, sobrino -era su estribillo, que repetía atusándose la barbita entrecana que se había dejado crecer-. Imagínate lo que sería de ti si te hubieras quedado a trabajar aquí, con todos estos apagones, bombas y secuestros. Y la falta de trabajo para los jóvenes.

– No estoy tan seguro, tío. Sí, es verdad, tengo una profesión que me permite vivir en una ciudad maravillosa. Pero, allá, he terminado por convertirme en un ser sin raíces, en un fantasma. Nunca seré un francés, aunque tenga un pasaporte que diga que lo soy. Allá seré siempre un méteque. Y he dejado de ser un peruano, porque aquí me siento todavía más extranjero que en París.

– Pues, supongo que sabes que, según una encuesta de la Universidad de Lima, el sesenta por ciento de los jóvenes tienen, como primera aspiración en la vida, irse al extranjero; la inmensa mayoría a Estados Unidos y el resto a Europa, a Japón, a Australia, a donde sea. Cómo podríamos reprochárselo, ¿no es cierto? Si su país no puede darles ni trabajo, ni oportunidades, ni seguridad, es lícito que quieran marcharse. Por eso le tengo tanta admiración a Alberto. Hubiera podido quedarse en Estados Unidos con un magnífico puesto y prefirió venir a romperse el alma por el Perú. Ojalá no lo lamente. Él te ha tomado mucho aprecio, ¿te has dado cuenta, no, Ricardo?

– Sí, tío, y yo también a él. La verdad, es muy amable. Gracias a mi sobrino he conocido otras caras de Lima. La de los millonarios y la de las barriadas.

Precisamente en ese momento sonó el teléfono y era Alberto Lamiel, que me llamaba.

– ¿Te gustaría conocer al viejo Arquímedes, el constructor de rompeolas del que te hablé?

– Claro que sí, hombre -le dije, entusiasmado.

– Están construyendo un nuevo espigón en La Punta y el ingeniero de la municipalidad es mi amigo Chicho Cánepa. Mañana en la mañana, si te parece. Pasaré a buscarte a las ocho. ¿No es muy temprano para ti, no?

– Me debo haber vuelto muy viejo, tío Ataúlfo, a pesar de tener sólo cincuenta años -le dije a éste, cuando colgué el teléfono-. Porque, Alberto, siendo tu sobrino, es en realidad mi primo. Pero él se empeña en llamarme tío. Debo parecerle prehistórico.

– No es eso -se rió el tío Ataúlfo-. Como vives en París, le inspiras respeto. Vivir en esa ciudad es toda una credencial para él, equivale a haber triunfado en la vida.

A la mañana siguiente, puntual como un reloj, Alberto pasó unos minutos antes de las ocho, acompañado del ingeniero Cánepa, encargado de los trabajos en la playa de Cantolao y el muelle de La Punta, un hombre ya mayor,.de anteojos oscuros y con una gran barriga cervecera. Éste se bajó de la camioneta Cherokee de Alberto y me cedió el asiento de adelante. Los dos ingenieros llevaban pantalones vaqueros, camisas abiertas y casacas de cuero. Me sentí ridículo con mi ternito, mi camisa de cuello y mi corbata junto a esos caballeros de atuendo deportivo.

– Le va a impresionar mucho el viejo Arquímedes -me aseguró el ingeniero amigo de Alberto, al que éste le decía Chicho-. Es un loco lindo. Lo conozco hace veinte años y todavía me deja boquiabierto con las historias que cuenta. Es un mago, ya lo verá. Y un contador de anécdotas amenísimo.

– Habría que ponerle una grabadora, te juro, tío Ricardo -empalmó Alberto-. Sus historias de los rompeolas son macanudas, yo ando siempre jalándole la lengua.

– Todavía no me cabe en la cabeza lo que me contaste, Alberto -dije yo-. Sigo pensando que me has estado tomando el pelo. Me parece imposible que para construir un espigón en el mar se necesite más un brujo que un ingeniero.

– Pues, mejor créaselo -lanzó una carcajada Chicho Cánepa-. Porque, si alguien lo sabe soy yo, por experiencia amarga.

Le dije que dejara de ustearme, que no era tan viejo, y que a partir de ahora nos tuteáramos.

Ibamos siguiendo la carretera de la playa, rumbo a Magdalena y San Miguel, al pie de los acantilados desnudos y, a nuestra izquierda, un mar agitado y medio oculto por la neblina en el que, a pesar de ser todavía invierno, había algunos tablistas corriendo olas enfundados en sus trajes de goma. Silentes, borrosos, cabalgaban sobre el mar, algunos con los brazos en alto y balanceando el cuerpo para guardar el equilibrio. Chicho Cánepa contó lo que le había ocurrido con uno de los espigones de la Costa Verde que acabábamos de dejar atrás, ese a medio hacer que lucía un mástil en la punta. La Municipalidad de Miraflores le había encargado ensanchar la pista y construir dos rompeolas para ganarle una playa al mar. No tuvo ninguna dificultad con el primero, que se erigió en el lugar que Arquímedes aconsejó. Chicho quería que el segundo estuviera a distancia simétrica del otro, entre los restaurantes Costa Verde y La Rosa Náutica. Arquímedes se obstinó: no iba a resistir, el mar se lo tragaría.

– No había ninguna razón para que no resistiera -dijo el ingeniero Cánepa, enfático-. Yo sé de esas cosas, para eso he estudiado. Las olas y las corrientes eran las mismas que golpeaban al primero. La línea de ruga, idéntica, así como la profundidad del zócalo marino. Los peones me insistieron que le hiciera caso a Arquímedes, pero me pareció un capricho de un viejo borracho para justificar su sueldo. Y lo construí donde me pareció. ¡En mala hora, amigo Ricardo! Le metí el doble de piedras y de mezcla que al primero, y el maldito se me arenaba una y otra vez. Provocaba remolinos que alteraban todo el entorno y creaban corrientes y mareas que volvieron la playa un peligro para los bañistas. En menos de seis meses, el mar me hizo trizas el endemoniado espigón y lo dejó hecho la ruina que has visto. Cada vez que paso por ahí me arde la cara. ¡Un monumento a mi vergüenza! La Municipalidad me multó y resulté perdiendo plata.

– ¿Qué explicación te dio Arquímedes? ¿Por qué no podía construirse ahí el rompeolas?

– Las explicaciones que te da no son explicaciones -dijo Chicho-. Son cojudeces. Como «El mar no lo acepta ahí», «Ahí no encaja», «Ahí se va a mover y, si se mueve, el agua lo tumba». Huevadas así, sin pies ni cabeza. Brujerías, como tú dices, o lo que sea. Pero, después de lo que me pasó en la Costa Verde, yo, calladito, lo que el viejo diga. En materia de rompeolas, no hay ingeniería que valga: él sabe más.

La verdad, me sentía impaciente por conocer a esa maravilla de carne y hueso. Alberto dijo que ojalá lo encontráramos en plena observación del mar. Entonces, Arquímedes se volvía un espectáculo: sentado en la playa con las piernas cruzadas como un Buda, inmóvil, petrificado, podía pasarse horas escudriñando las aguas, en estado de metafísica comunicación con las fuerzas ocultas de las mareas y los dioses de las honduras marinas, interrogándolos, escuchándolos o rezándoles en silencio. Hasta que, por fin, parecía resucitar. Mascullando algo se ponía de pie y, haciendo un enérgico ademán, sentenciaba: «Sí se puede», o «No se puede», en cuyo caso había que irse a buscar otro lugar propicio para el rompeolas.

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