Di un largo paseo, remontando los malecones Figueredo, Pardo y Wiese. Las grandes casonas de cuarenta o cincuenta años atrás lucían descoloridas, mordidas y ensuciadas por la humedad y el tiempo, y sus jardines marchitos. Aunque en franca decadencia, el barrio guardaba rastros de su antiguo esplendor, como una vieja señora que arrastrara consigo una sombra de la belleza que fue. Estuve curioseando las instalaciones de la Escuela Naval, a través de las rejas. Vi a un grupo de cadetes, con uniformes blancos de diario, desfilando, y a otro que, a la orilla del embarcadero, ataba los cabos de una lancha al muelle. Y, mientras, todo el tiempo, me repetía: «Es imposible. Es absurdo. Un disparate sin pies ni cabeza. Olvídate de esa fantasía, Ricardo Somocurcio». Era una demencia suponer semejante asociación. Pero, al mismo tiempo, recapacitaba: ya me habían pasado bastantes cosas en la vida para saber que nada era imposible, que las más estrafalarias e inverosímiles coincidencias y ocurrencias podían suceder cuando estaba de por medio esa mujercita que era ahora mi mujer. A pesar de las decenas de años que no volvía por aquí, La Punta no había cambiado tanto como Miraflores, tenía siempre un aire señorial, pasado de moda, una pobreza elegante. Ahora entre las casas, también habían surgido algunos edificios impersonales y opresivos, como en mi antiguo barrio, pero eran escasos y no llegaban a destruir del todo la armonía del conjunto. Las calles estaban casi desiertas, salvo por alguna que otra sirvienta que venía de hacer las compras, y alguna que otra ama de casa que empujaba un cochecito con un niño o había sacado a su perro a orinar a la orilla del mar.
A las doce llegué de nuevo a la playa de Cantolao, ahora casi enteramente cubierta por la neblina. Sorprendí a Arquímedes en la postura en que me lo había descrito Alberto: sentado como un Buda, inmóvil, mirando fijamente el mar. Estaba tan quieto que una bandada de gaviotas blancas caminaba alrededor de él, indiferente a su presencia, picoteando entre las piedras en busca de algo de comer. El rumor de la resaca era más fuerte. A ratos, las gaviotas chillaban al mismo tiempo: un sonido entre ronco y agudo, a veces estridente.
– Sí se puede construir el rompeolas -dijo Arquímedes al verme, con una sonrisita de triunfo. Y chasqueó los dedos-: Al ingeniero Cánepa le voy a dar un alegrón.
– ¿Ahora sí está usted seguro?
– Segurísimo, claro que sí -dijo, moviendo varias veces la cabeza y con un tonito jactancioso. Sus ojitos brillaban de satisfacción.
Me señaló el mar con absoluta convicción, como indicándome que la evidencia estaba allí para cualquiera que se dignara verla. Pero yo lo único que veía era una lengua de agua gris verdosa, manchada de espuma, que embestía contra las piedras, provocando un ruido simétrico y por momentos estruendoso, y se retiraba dejando unas madejas de yuyos color marrón. La neblina avanzaba y pronto nos iba a envolver.
– Me deja usted maravillado, Arquímedes. ¡Qué facultades tiene! ¿Qué ha pasado desde esta mañana, cuando usted dudaba, y ahora, en que por fin está seguro? ¿Ha visto algo? ¿Ha oído algo? ¿Ha sido un pálpito, una adivinación?
Como vi que el viejo tenía dificultades para incorporarse, lo ayudé, tomándolo del brazo. Era delgadito, sin músculos, de huesos blandos, como la extremidad de un batracio.
– He sentido que sí se podía -me explicó Arquímedes, callándose de inmediato, como si ese verbo pudiera aclarar todo el misterio.
Remontamos en silencio la empinada playa pedregosa, hacia el malecón Figueredo. Al viejo se le hundían en las piedras, las zapatillas agujereadas y, corno me pareció que en cualquier momento se iba a caer, lo cogí otra vez del brazo para sostenerlo, pero él se zafó, con un gesto de fastidio.
– ¿Dónde quiere que vayamos a almorzar, Arquímedes?
Dudó un segundo y, después, señaló hacia el borroso y fantasmal horizonte del Callao.
– Allá, en Chucuito, conozco un sitio -dijo, dudando-. El Chim Pum Callao. Hacen buenos ceviches, con pescado fresquito. A veces, el ingeniero Chicho va allá a empujarse unas butifarras.
– Estupendo, Arquímedes. Vamos allá. Me gusta mucho el ceviche y hace siglos que no me como una butifarra.
Mientras caminábamos hacia Chucuito escoltados por una brisa fría, oyendo los chillidos de las gaviotas y el estrépito del mar, le dije a Arquímedes que el nombre de ese restaurante me recordaba a la hinchada del Sport Boys, el celebérrimo equipo de fútbol del Callao, que, en los partidos en el Estadio Nacional, en la calle José Díaz, cuando yo era niño, atronaba las tribunas con esa barra estentórea: «¡Chim Pum! ¡Callao! ¡Chim Pum! ¡Callao!». Y, también, que, pese a todos los años pasados, recordaba siempre a esa pareja milagrosa de delanteros del Sport Boys, Valeriano López y Jerónimo Barbadillo, el terror de todos los defensores que se enfrentaban al cuadro de las camisetas rosadas.
– A Barbadillo y a Valeriano López los conocí yo de muchachos -dijo el viejo; caminaba algo encogido, mirando al suelo, y el viento alborotaba sus pelos ralos y blancuzcos-. Hasta pateamos pelota juntos algunas veces en el estadio del Potao, donde el Boys entrenaba, o en los descampados del Callao. Antes de que se hicieran famosos, por supuesto. En esa época, los futbolistas jugaban sólo por la gloria. A lo más, les caían propinas, de cuando en cuando. A mí me gustaba mucho el fútbol. Pero nunca fui buen futbolista, no tenía resistencia. Me cansaba rápido y llegaba al segundo tiempo jadeando como un perro.
– Bueno, usted tiene otras habilidades, Arquímedes. Eso que usted domina, dónde construir los rompeolas, lo sabe muy poca gente en el mundo. Es una genialidad sólo suya, le aseguro.
El Chim Pum Callao era una fondita de mala muerte, en una de las esquinas del Parque José Calvez. Los alrededores estaban llenos de vagos y chiquillos que vendían dulces, loterías, maní, manzanas confitadas, en unos carritos de madera o en tablas tendidas sobre caballetes. Arquímedes debía andar por aquí con frecuencia, porque saludaba con la mano a los transeúntes y algunos perros callejeros vinieron a enredarse en sus pies. Al entrar al Chim Pum Callao, la patrona del local, una negra gorda con ruleros que atendía detrás del mostrador, un largo tablón apoyado en dos barriles, lo saludó con afecto: «Hola, viejito rompeolero». Había unas diez mesitas rústicas, con asientos que eran bancas, y sólo una parte del techo tenía calamina; en la otra, abierta, se divisaba el cielo nuboso y triste del invierno. Una radio tocaba a todo volumen una salsa de Rubén Blades: Pedro Navaja. Nos sentamos en una mesa cerca de la puerta, pedimos ceviches, butifarras y una cerveza Pilsen bien helada.
La negra con ruleros era la única mujer en todo el local. Casi todas las mesas estaban ocupadas, por dos, tres o cuatro comensales, hombres que debían de trabajar por las cercanías pues algunos tenían los guardapolvos que llevan los obreros de los frigoríficos y, en una mesa, al pie de las bancas, había unos cascos y maletines de electricistas.
– ¿Qué es lo que usted quería saber, caballero? -abrió el fuego Arquímedes. Me miraba lleno de curiosidad y, a intervalos sincrónicos, se llevaba la mano a la nariz, para sobársela y espantar al inexistente insecto-. A qué debo esta invitación, quiero decir.
– Cómo descubrió que tenía usted esa facultad para adivinar las intenciones del mar -le pregunté-. ¿De niño? ¿De joven? Cuénteme. Todo lo que me pueda decir al respecto me interesa mucho.
Se encogió de hombros, como si no recordara o como si la cosa no mereciera que se ocuparan de ella. Murmuró que alguna vez un periodista de La Crónica había venido a entrevistarlo sobre eso y pareció que enmudecía. Por fin, murmuró: «No son cosas que pasan por mi cabeza y por eso no puedo explicarlo. Sé dónde se puede y dónde no. Pero, hay veces que me quedo en ayunas. Quiero decir, no siento nada». Volvió a quedarse callado un buen rato. Sin embargo, apenas trajeron la cerveza y brindamos y nos tomamos un trago, se lanzó a hablar y a contarme su vida, con bastante desenvoltura. No había nacido en Lima, sino en la sierra, en Fallanca, pero su familia bajó a la costa cuando él estaba apenas empezando a caminar, de manera que no tenía ningún recuerdo de la sierra y era como si hubiera nacido en el Callao. Se sentía un chalaco cabal, de corazón. Había aprendido a leer y escribir en la Escuela Fiscal Número 5, de Bellavista, pero no terminó ni siquiera la primaria porque, para «parar la olla de la familia», su padre lo puso a trabajar de vendedor de helados, en un triciclo de una heladería famosísima, ya desaparecida, que estaba en la avenida Sáenz Peña: La Deliciosa. De niño y de joven había sido un poco de todo, ayudante de carpintero, albañil, mandadero de una agencia de aduanas, hasta que por fin entró a trabajar como ayudante de una lancha pesquera, que tenía su base en el Terminal Marítimo. Ahí empezó a descubrir, sin darse cuenta cómo ni por qué, que él y el mar «se entendían como dos yuntas». Sabía olfatear antes que nadie dónde había que tirar las redes porque allí vendrían a buscar comida los bancos de anchoveta y también dónde no, porque allí las malaguas espantarían a los peces y no picaría el anzuelo ni un mísero bagre. Se acordaba muy bien de la primera vez que ayudó a construir un espigón en el mar del Callao, a la altura de La Perla, más o menos donde termina la avenida de las Palmeras. Todos los esfuerzos de los maestros de obra para que la estructura resistiera el oleaje fueron inútiles. «¿Qué mierda pasa, por qué se arena todo el tiempo esta maldita cojudez?» El contratista, un chinocholo chiclayano cascarrabias, se jalaba los pelos y mandaba a la concha de su madre al mar y a todo el mundo. Pero, por más que puteara y carajeara, el mar decía nones. Y, cuando el mar dice nones, es nones, caballero. En esa época él no había cumplido aún veinte años y andaba saltón porque todavía podían levarlo para el servicio militar.
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