Nuestro matrimonio fue toda una aventura burocrática. Aunque a ella la tranquilizaba saber que ahora tenía por fin su situación en regla, yo sospechaba que si algún día, por alguna razón, las autoridades de Francia se ponían a escarbar sus papeles, descubrirían que nuestro matrimonio tenía tantos vicios de fondo y de forma que era inválido. Pero no se lo decía, y menos ahora que, luego de cumplirse los dos años de casados, el gobierno francés acababa de concederle la nacionalidad, sin sospechar que la flamante madame Ricardo Somocurcio ya había sido antes naturalizada francesa por matrimonio con el nombre de madame Robert Arnoux.
Para poder casarnos hubo que fabricarle papeles falsos, con un nombre distinto al que tenía cuando se casó con Robert Arnoux. No lo hubiéramos conseguido sin la ayuda del tío Ataúlfo. Cuando le describí, a grandes rasgos, el problema, sin darle más explicaciones que las indispensables y evitando los detalles escabrosos de la vida de la niña mala, me respondió en el acto que no necesitaba saber más. El subdesarrollo tenía soluciones prontas, aunque algo onerosas, para casos como éste. Y, dicho y hecho, en pocas semanas me envió una partida de nacimiento y otra de bautizo, impartidas por la municipalidad y la parroquia de Huaura, a nombre de Lucy Solórzano Cajahuaringa, con las que, siguiendo sus instrucciones, nos presentamos ante el cónsul del Perú en Bruselas, amigo suyo. El tío Ataúlfo le había explicado previamente por carta que Lucy Solórzano, novia de su sobrino Ricardo Somocurcio, había perdido todos sus papeles, incluido el pasaporte, y necesitaba uno nuevo. El cónsul, una reliquia humana de chaleco, leontina y monóculo, nos recibió con una prudente pero educada frialdad. No nos hizo una sola pregunta, por lo que entendí que había sido informado por el tío Ataúlfo de más cosas de las que aparentaba saber. Fue amable, impersonal y guardó todas las formas. Ofició al Ministerio de Relaciones Exteriores y por intermedio de éste al de Gobierno y Policía, y envió copias de las partidas de nacimiento y de bautizo de mi novia, pidiendo autorización para extender un nuevo documento. Al cabo de dos meses la niña mala tenía un pasaporte flamante y una identidad nueva, con la que pudimos gestionarle, siempre en Bélgica, una visa de turista para Francia, avalada por mí, francés nacionalizado y residente en París. De inmediato iniciamos los trámites en la alcaldía del Cin-quiéme, en la plaza del Panteón. Allí nos casamos Finalmente, en octubre de 1982, un mediodía otoñal, con la sola
compañía de los Gravoski, que oficiaron de testigos. No hubo banquete de bodas ni celebración alguna porque esa misma tarde partí yo a Roma con un contrato de dos semanas en la FAO.
La niña mala estaba mucho mejor. Me costaba trabajo a veces verla haciendo una vida tan normal, entretenida con su trabajo y, me parecía, contenta, o por lo menos resignada a esa vida pequeñoburguesa que hacíamos, trabajando mucho toda la semana, preparando la comida en las noches y yendo al cine, al teatro, a una exposición o a un concierto y a cenar en la calle los fines de semana, casi siempre solos, o con los Gravoski cuando estaban aquí, pues ellos seguían pasando varios meses al año en Princeton. A Yilal lo veíamos sólo en los veranos, pues el resto del año permanecía en un colegio de New Jersey. Sus padres habían decidido que se educara en los Estados Unidos. No había huella en él del antiguo problema. Hablaba y crecía con normalidad y parecía muy bien integrado al mundo estadounidense. Nos enviaba postales o una cartita cada tanto y la niña mala le escribía todos los meses y siempre le estaba despachando algún regalo.
Aunque dicen que sólo los imbéciles son felices, confieso que me sentía feliz. Compartir mis días y mis noches con la niña mala me llenaba la vida. A pesar de lo cariñosa que era conmigo, en comparación con lo glacial que había sido en el pasado, ella había conseguido, en efecto, hacerme vivir siempre intranquilo, con la aprensión de que, un buen día, de la manera más inesperada, volvería a las andadas y se esfumaría sin decirme adiós. Siempre se las arreglaba para hacerme saber, o mejor dicho adivinar, que había uno o varios secretos en su vida diaria, una dimensión de su existencia a la que yo no tenía acceso y de la que podía provenir en cualquier momento un terremoto que echaría abajo nuestra convivencia. No me acababa de entrar a la cabeza que Lily la chilenita aceptara que el resto de su vida fuera lo que era ahora: la de una parisina de clase media, sin sorpresas ni misterio, sumida en una estrictísima rutina y desprovista de aventuras.
Nunca estuvimos tan unidos como en los meses que siguieron a nuestra reconciliación, llamémosla así, aquella noche en la que el desconocido clochard surgió en medio de la lluvia y la oscuridad, en el Pont Mirabeau, para salvarme la vida. «¿No sería el mismo Dios en persona el que te cogió de las piernas, niño bueno?», se burlaba ella. Nunca se creyó del todo que estuve a punto de matarme. «Cuando uno quiere suicidarse, lo hace, y no hay clochard que te lo impida, Ricardito», me dijo más de una vez. En esa época todavía los ataques de terror le sobrevenían de cuando en cuando. Entonces, exangüe, con los labios cárdenos, muy pálida y con grandes ojeras, no se apartaba de mí un solo segundo. Me seguía por toda la casa como un perrito faldero, tomada de mi mano, prendida de mi correa o mi camisa, porque ese contacto físico le daba la mínima seguridad sin la cual, me decía balbuceando, «me desintegraría». Verla sufrir de esa manera me hacía sufrir a mí también. Y, algunas veces, la inseguridad que la poseía en medio de la crisis era tal que ni siquiera al baño podía ir sola; muerta de vergüenza, con los dientes chocándole, me pedía que entrara con ella al excusado y la tuviera de la mano mientras hacía sus necesidades.
Nunca pude hacerme una idea precisa de la naturaleza del miedo que de pronto la invadía, sin duda porque ello no tenía una explicación racional. ¿Eran imágenes difusas, sensaciones, presentimientos, la adivinación de que algo terrible estaba por abatirse sobre ella y destrozarla? «Eso y mucho más.» Cuando padecía uno de esos ataques de miedo, que por lo general le duraban unas horas, esa mujercita tan audaz y de tanto carácter se volvía tan indefensa y vulnerable como una niñita de pocos años. Yo la sentaba en mis rodillas y la hacía acurrucarse contra mí. La sentía temblar, suspirar, aferrada a mí con una desesperación que nada atenuaba. Al cabo de un rato, caía dormida en un sueño profundo. Luego de una o dos horas, despertaba y estaba bien, como si nada le hubiera ocurrido. Todos mis ruegos para que aceptara volver a la clínica de Petit Clamart fueron inútiles. Al final, dejé de insistir porque la sola mención del tema la enfurecía. En esos meses, pese a estar tan unidos físicamente, apenas hacíamos el amor, porque ni siquiera en la intimidad de la cama alcanzaba la mínima tranquilidad, el momentáneo abandono, para entregarse al placer.
El trabajo la ayudó a salir de ese período difícil. Las crisis no desaparecieron de golpe, pero fueron haciéndose menos frecuentes y también menos intensas. Ahora, parecía mucho mejor, convertida casi en una mujer normal. Bueno, en el fondo yo sabía que ella no sería nunca una mujer normal. Y tampoco quería que lo fuese, porque lo que yo amaba en ella era también lo indómito e imprevisible de su personalidad.
En las charlas que reñíamos durante su convalecencia, el tío Ataúlfo nunca me hizo preguntas sobre el pasado de mi mujer. Le enviaba saludos, estaba encantado de tenerla en la familia, esperaba que alguna vez se animara a venir a Lima para conocerla, pues, en caso contrario, a él, a pesar de sus achaques, no le quedaría otro remedio que ir a visitarnos a París. Tenía enmarcada en una mesita de la sala la foto que le enviamos, tomada el día de nuestro matrimonio, al salir de la alcaldía, con el telón de fondo del Panteón.
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