Subí por los muelles del Sena hasta el lejano Pont Mirabeau, tratando de recordar los primeros versos del poema de Apollinaire, repitiéndolos entre dientes:
Sous le Pont Mirabeau
Coule la Seine
Faut-il qu 'tí m 'en souvienne
de nos amours
Ou apres tajóte
Venait toujours la peine?
Había decidido, con frialdad, sin dramatismo, que ésa era después de todo una manera digna de morir: saltando desde ese puente dignificado por la buena poesía modernista y la voz intensa de Juliette Greco a las aguas sucias del Sena. Aguantando la respiración o tragando agua a borbotones, perdería rápidamente la conciencia -tal vez la perdería con el golpe, al estrella! se mi cuerpo en el agua- y la muerte seguiría al instante. Si no podías tener lo único que querías en la vida, que era ella, mejor acabar de una vez y de este modo, pichiruchi.
Llegué al Pont Mirabeau literalmente hecho una sopa. Ni siquiera había advertido que llovía. Ni transeúntes ni coches aparecían por las cercanías. Avancé hasta la mitad del puente y sin vacilar me encaramé al borde metálico, donde, al empinarme para saltar -juro que iba a hacerlo-, sentí un golpe de viento en la cara y , al mismo tiempo, dos manzanas que me rodeaban las piernas y de un jalón me hacían trastabillar y caer de espaldas, en el asfalto del puente:
– Faispos le con, imbécile!
Era un clochard que olía a vino y mugre, medio perdido dentro de un gran impermeable de plástico que le cubría la cabeza Tenía una enorme barba que parecía entre gris y blancuzca. Sin ayudarme a levantarme, me puso la botella de vino en la boca y me hizo beber un trago: algo caliente y fuerte, que me removió las entrañas. Un vino pasado, que se volvía ya vinagre. Tuve una arcada, pero no vomité.
– Fais fas le con, mon vieux-repitió. Y vi que, dando media vuelta, se alejaba, tambaleándose, con su botella de vino agrio bailoteando en la mano. Supe que recordaría siempre su facha amorfa, esos ojos saltones y congestionados y su voz ronca, humana.
Regresé caminando hasta la rué Joseph Granier, riéndome de mí mismo, lleno de gratitud y admiración por ese vagabundo borracho del Pont Mirabeau que me había salvado la vida. Iba a.saltar, lo hubiera hecho si él no me lo impedía. Me sentía estúpido, ridículo, avergonzado, y había comenzado a estornudar. Toda esta payasada barata terminaría en un resfrío. Me dolían los huesos de la espalda con el porrazo en el pavimento y quería dormir, dormir el resto de la noche y de la vida.
Cuando estaba abriendo la puerta de mi departamento descubrí una rayita de luz dentro. Crucé de dos saltos la salita comedor. Desde la puerta del dormitorio vi a la niña mala, de espaldas, probándose ante el espejo de la cómoda el vestido de bailarina árabe que le compré en El Cairo y que no creo que se hubiera puesto antes. Aunque tenía que haberme sentido, no se volvió a mirarme, como si hubiera entrado en el cuarto un fantasma.
– ¿Qué haces tú acá? -dije, grité o rugí, paralizado en el umbral, sintiendo mi voz rarísima, como la de un hombre al que estrangulan.
Con mucha calma, como si no pasara nada y toda esta escena fuera la más trivial del mundo, la figurita morena, semidesnuda, envuelta en velos, de cuya cintura colgaban unas cintas que podían ser de cuero o cadenas, se volvió de medio lado y me miró, sonriendo:
– Cambié de idea y aquí me tienes de regreso -hablaba como si me revelara un chisme de salón. Y, pasando a cosas más importantes, me señaló su vestido y explicó-: Me estaba un poco grande, pero creo que ahora va bien. ¿Cómo me queda?
No pudo decir más porque yo, no sé cómo, había cruzado la habitación de un salto y la había abofeteado con todas mis fuerzas. Vi un brillo de terror en sus ojos, la vi remecerse, apoyarse en la cómoda, caer al suelo y la oí decir, acaso gritar, sin perder del todo la serenidad, esa calma teatral:
– Estás aprendiendo a tratar a las mujeres, Ricardito.
Yo me había dejado caer al suelo junto a ella y la tenía cogida de los hombros y la sacudía, enloquecido, vomitando mi despecho, mi furia, mi estupidez, mis celos:
– Es un milagro que no esté en el fondo del Sena, por tu culpa, por ti -se atropellaban las palabras en mi boca, se me trababa la lengua-. Estas últimas veinticuatro /horas me has hecho morir mil veces. A qué juegas tú conmigo, dime a qué. ¿Para eso me llamaste, me buscaste, cuando ya me había librado de ti? ¿Hasta cuándo crees que voy a aguantar? Yo también tengo un límite. Te podría matar.
En ese momento me di cuenta de que, en efecto, hubiera podido matarla si seguía sacudiéndola así. Asustado, la solté. Ella estaba lívida y me miraba, boquiabierta, protegiéndose con los dos brazos levantados.
– No te reconozco, no eres tú -murmuró y se le cortó la voz. Se había comenzado a sobar la mejilla y la sien derecha, que, en la media luz, me parecieron hinchadas.
– Estuve a punto de matarme por ti -repetí, la voz impregnada de rencor y de odio-. Me subí a la baranda del puente para tirarme al río y me salvó un clochard. Un suicida, lo que faltaba en tu currículo. ¿Tú crees que vas a seguir jugando así conmigo? Está visto que sólo matándome o matándote me libraré para siempre de ti.
– Mentira, tú no quieres matarte ni matarme -dijo, arrastrándose hacia mí-. Sino cacharme. ¿No es verdad? Yo también quiero que me caches. O, si esa lisura te molesta, que me hagas el amor.
Era la primera vez que le oía esa palabrota, un verbo que no escuchaba hacía siglos. Ella se había incorporado a medias para echarse en mis brazos y me tocaba la ropa, escandalizada: «Estás empapadito, te vas a resfriar, quítate esta ropa mojada, zonzito». «Si quieres, después me matas, pero, ahorita, hazme el amor.» Había recuperado la serenidad y ahora era dueña de la situación. El corazón se me salía por la boca y apenas podía respirar. Pensé que sería estúpido que precisamente en este momento me diera un síncope. Me ayudó a quitarme el saco, el pantalón, los zapatos, la camisa -todo parecía recién salido del agua- y, a la vez que me ayudaba a desvestirme, me pasaba la mano por los cabellos en esa rara, única caricia que se dignaba hacerme algunas veces. «Cómo te late el corazón, tontito», me dijo, un momento después, pegando su oreja a mi pecho. «¿Yo lo he puesto así?» Yo había comenzado a acariciarla también, sin que por ello hubiera dominado la rabia. Pero, a esos sentimientos se mezclaba ahora un deseo creciente que ella atizaba -se había arrancado el vestido de bailarina y tendida sobre mí me secaba moviéndose sobre mi cuerpo-, metiéndome la lengua en la boca, haciéndome tragar su saliva, atrapando mi sexo, acariciándolo con las dos manos, y, por fin, encogiéndose como una anguila sobre sí misma, llevándoselo a la boca. La besé, la acaricié, la abracé, sin la delicadeza de otras veces, más bien con rudeza, todavía herido, dolido, y, por fin, la obligué a sacar mi sexo de su boca y a ponerse debajo de mí. Abrió las piernas, dócilmente, cuando sintió que mi sexo tieso forcejeaba para entrar en ella. La penetré con brutalidad y la sentí aullar de dolor. Pero no me rechazó y, con el cuerpo tenso, esperó, quejándose, gimiendo despacito, que eyaculara. Sus lágrimas mojaban mi cara y yo las lamía. Estaba demacrada, con los ojos desorbitados y la cara descompuesta por el dolor.
– Es mejor que te vayas, que me dejes de verdad -le imploré, temblando de pies a cabeza-. Hoy he estado a punto de matarme y casi te mato a ti. No quiero eso. Anda, búscate otro, uno que te haga vivir intensamente, como Fukuda. Uno que re azote, que te preste a sus compinches, te haga tragar polvos para que le sueltes pedos en su inmunda jeta. Tú no eres para vivir con un santurrón aburrido como yo.
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