Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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Pese a este obstáculo, la niña mala siguió haciendo averiguaciones, contestando a los avisos de ofertas de empleos en Les Échos de oficinas de turismo, relaciones públicas, galerías de arte y compañías que trabajaban con España y América Latina y necesitaban personal con conocimientos de español. No me parecía nada fácil que, dada su precaria condición legal, encontrara un trabajo regular, pero no quería desilusionarla y la animaba a continuar sus búsquedas.

Unos días antes del viaje de los Gravoski a los Estados Unidos, en una cena de despedida que les ofrecimos en La Closerie des Lilas, de pronto, después de escuchar a la niña mala contar lo difícil que le estaba resultando conseguir un trabajo donde la aceptaran sin papeles, a Elena se le ocurrió una idea:

– ¿Y por qué no se casan? -se dirigió a mí-: ¿Tienes la nacionalidad francesa, no es cierto? Pues, te casas con ella y le das la nacionalidad a tu mujer. Se acabaron los problemas legales, chico. Será una francesita con todas las de la ley.

Lo dijo sin pensarlo, bromeando, y Simón le siguió la cuerda: ese matrimonio debía esperar, él quería estar presente y ser testigo del novio, y, como no volverían a Francia antes de dos años, teníamos que encarpetar el proyecto hasta entonces. A menos que decidiéramos ir a casarnos a Princeton, New Jersey, en cuyo caso él no sólo sería el testigo sino el padrino, etcétera. De vuelta a la casa, medio en serio medio en juego, le dije a la niña mala, que se estaba desvistiendo:

– ¿Y si seguimos el consejo de Elena? Ella tiene razón: si nos casamos, tu situación queda resuelta en el acto.

Terminó de ponerse el camisón y se volvió a mirarme, con las manos en la cintura, una sonrisita burlona y una actitud de gallito peleador. Me habló con toda la ironía de que era capaz:

– ¿Me estás pidiendo en serio que me case contigo?

– Bueno, creo que sí -intenté bromear-. Si tú quieres. Para resolverte los problemas legales, pues. No vaya a ser que cualquier día te expulsen de Francia por ilegal.

– Yo sólo me caso por amor -dijo ella, asaeteándome con sus ojos y taconeando con el pie derecho adelantado-. No me casaría nunca con un patán que me hiciera una propuesta de matrimonio tan grosera como la que me acabas de hacer tú.

– Si quieres, me pongo de rodillas y, con una mano sobre el corazón, te ruego que seas mi mujercita adorada hasta el fin de los tiempos -dije, confundido, sin saber si ella siempre jugaba o se había puesto a hablar en serio.

El pequeño camisón de organdí transparentaba sus pechos, su ombligo, y la matita oscura de vellos de su pubis. Le llegaba sólo hasta las rodillas y dejaba descubiertos sus hombros y sus brazos. Estaba con los cabellos sueltos y la cara encendida por la representación que había iniciado. El resplandor de la lámpara del velador le caía a la espalda y formaba un nimbo dorado en torno a su silueta. Se la veía muy atractiva, audaz, y yo la deseaba.

– Hazlo -me ordenó-. De rodillas, con las manos en el pecho. Dime las mejores huachaferías de tu repertorio, a ver si me convences.

Me dejé caer dé rodillas y le rogué que se casara conmigo, mientras besaba sus pies, sus tobillos, sus rodillas, acariciaba sus nalgas, y la comparaba a la Virgen Ma na, a las diosas del Olimpo, a Semíramis y a Cleopatra, a la Nausícaa de Ulises, a la Dulcinea del Quijote y le decía que era más bella y deseable que Claudia Cardinale, Erigirte Bardot y Catherine Deneuve juntas. Por fin la cogí de la cintura y la obligué a tumbarse en la cama. Mientras la acariciaba y amaba, la sentí reírse, a la vez que me decía al oído: «Lo siento, pero he recibido mejores peticiones de mano que la suya, señor pichiruchi». Siempre que hacíamos el amor, yo debía tomar grandes precauciones para no dañarla. Y, aunque simulaba creerle que estaba cada vez mejor, el paso del tiempo me había convencido de que no era así y que aquellas heridas de su vagina nunca desaparecerían del todo y limitarían para siempre nuestra vida sexual. Muchas veces evitaba penetrarla y, cuando no, lo hacía con gran cuidado, retirándome apenas sentía que su cuerpo se crispaba y su cara se deformaba en una mueca de dolor. Pero, aun así, esos amores difíciles y a veces incompletos me hacían gozar inmensamente. Darle placer con mi boca y mis manos, y recibirlo de las suyas, me justificaban la vida, me hacían sentir el más privilegiado de los mortales. Ella, aunque a menudo mantenía esa actitud distante que había sido siempre la suya en la cama, a veces parecía animarse y participaba con entusiasmo y ardor, y yo se lo decía: «Aunque no te guste reconocerlo, creo que has empezado a quererme». Aquella noche, cuando ya, exhaustos, estábamos hundiéndonos en el sueño, la amonesté:

– No me has dado una respuesta, guerrillera. Ésta debe ser la decimoquinta declaración de amor que te hago. ¿Te vas a casar conmigo, sí o no?

– No lo sé -me respondió, muy en serio, abrazada a mí-. Tengo que pensarlo todavía.

Los Gravoski partieron a Estados Unidos un día soleado, primaveral y con los primeros brotes verdes en los castaños, las hayas y los chopos de París. Fuimos a despedirlos al aeropuerto de Charles de Gaulle. Cuando abrazó a Yilal a la niña mala los ojos se le llenaron de lágrimas. Los Gravoski nos habían dejado la llave de su piso para que le echáramos un vistazo de cuando en cuando y evitáramos que lo invadiera el polvo. Eran muy buenos amigos, los únicos con los que teníamos esa amistad visceral a la sudamericana, y esos dos años de ausencia los íbamos a echar mucho de menos. Como vi a la niña mala tan abatida por la partida de Yilal, le propuse que, en vez de volver a la casa, diéramos un paseo o fuéramos a un cine. Luego la llevaría a cenar a un pequeño bistrot de la Ile Saint Louis que le gustaba mucho. Se había encariñado tanto con Yilal que, mientras dábamos un paseo por los alrededores de Notre Dame, rumbo al restaurante, le dije bromeando que, si quería, una vez que nos casáramos podíamos adoptar un niño.

– Te he descubierto una vocación de mamá. Siempre creí que no querías tener hijos.

– Cuando estaba en Cuba, con ese comandante Chacón, me hice anudar las trompas porque él quería un hijo y a mí me horrorizaba la idea -me contestó, con sequedad-. Ahora me arrepiento.

– Adoptemos uno -la animé-. ¿No es lo mismo, acaso? ¿No has visto la relación que tiene Yilal con sus padres?

– No sé si es lo mismo -murmuró y sentí que su voz se había vuelto hostil-. Además, ni siquiera sé si me voy a casar contigo. Cambiemos de tema, por favor.

Se había puesto de muy mal humor y yo comprendí que, sin quererlo, había tocado algún rincón lastimado de su intimidad. Traté de distraerla, y la llevé a ver la catedral, un espectáculo que, con todos los años que llevaba en París, nunca dejaba de deslumbrarme. Y, esa noche, más que otras veces. Una luz débil, con un aura levemente rosada, bañaba las piedras de Notre Dame. La mole parecía ligera por la simetría perfecta de sus partes, que se equilibraban y sostenían con delicadeza, para que nada se desajustara ni soltara. La historia y la luz tamizada cargaban esa fachada de alusiones y resonancias, de imágenes y referencias. Había muchos turistas, tomándose fotos. ¿Era la misma catedral escenario de tantos siglos de la historia de Francia, la misma que inspiró la novela de Víctor Hugo que me había exaltado tanto cuando la leí, de niño, en Miraflores, en casa de mi tía Alberta? Era la misma y otra, añadida de mitologías y sucesos más recientes. Bellísima, transmitía una impresión de estabilidad y permanencia, de haber escapado a la usura del tiempo. La niña mala me oía alabar a Notre Dame como si oyera llover, sumida en sus pensamientos. En la comida estuvo cabizbaja, enfurruñada, y apenas probó bocado. Y esa noche se durmió sin darme las buenas noches, como si yo tuviera la culpa de la partida de Yilal. Dos días después, viajé a Londres, con un contrato de una semana de trabajo. Al despedirme de ella, muy de mañana, le dije:

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