– Una cosa más, señor-dijo el director, poniéndose de pie e indicándome así que la entrevista se acababa-. A usted le parecerá raro. Pero, ella, y todos quienes viven buena parte de su vida encerrados en fantasías que se construyen para abolir la verdadera vida, saben y no saben lo que están haciendo. La frontera se les eclipsa por períodos y, luego, reaparece. Quiero decir: a veces saben y otras no saben lo que hacen. Éste es mi consejo: no trate usted de forzarla a aceptar la realidad. Ayúdela, pero no la obligue, no la apresure. Ese aprendizaje es largo y difícil.
– Podría ser contraproducente y provocar una recaída -dijo, con una sonrisa críptica, la doctora Rou llin-. Ella, poco a poco, por su propio esfuerzo, tiene que ir reacomodándose, aceptando de nuevo la vida verdadera.
No entendí muy bien lo que querían decirme, pero tampoco traté de averiguarlo. Quería irme, salir de allí y no volver a acordarme de lo que había oído. Sabiendo muy bien que sería imposible. En el tren de cercanías, de regreso a París, me vino una desmoralización profunda. La angustia me cerraba la garganta. No era sorprendente que hubiera inventado lo de Lagos. ¿No se había pasado la vida inventando cosas? Pero me dolía saber que las heridas en la vagina y en el recto se las había causado Fukuda, al que me puse a odiar con todas mis fuerzas. ¿Sometiéndola a qué prácticas? ¿La sodomizaba con fierros, con esos vibradores dentados que ponían a disposición de los clientes en Cháteau Meguru? Sabía que la imagen de la niña mala, desnuda, a cuatro patas, con el estómago hinchado por aquellos polvillos, soltando sartas de pedos, porque esa visión y esos ruidos y olores le producían erecciones al gángster japonés -¿a él sólo, o eran espectáculos que ofrecía también a sus compinches?-, me perseguiría meses, años, acaso el resto de la vida. ¿Eso era lo que la niña mala llamaba, y con qué excitación febril me lo había dicho en Tokio, vivir intensamente? Ella se había prestado a todo eso. Al mismo tiempo que víctima, había sido una cómplice de Fukuda. En ella anidaba pues algo tan sinuoso y avieso como en el horrendo japonés. ¡Cómo no iba a parecerle un santo un imbécil que se acababa de endeudar para que ella sanara y pudiera, pasado algún tiempo, mandarse mudar con alguien más rico o más interesante que el pobre pichiruchi! Y pese a todos esos rencores y furias sólo quería llegar pronto a la casa para verla, tocarla, y hacerle saber que la amaba más que nunca. Pobrecita. Cuánto había sufrido. Era un milagro que estuviera viva. Yo dedicaría todo el resto de mi vida a sacarla de ese pozo. ¡Imbécil!
En París, mi preocupación fue esforzarme por poner una cara natural y evitar que la niña mala recelara lo que me rondaba por la cabeza. Cuando entré a la casa, encontré a Yilal enseñándole a jugar ajedrez. Ella se quejaba de que era muy difícil y exigía pensar mucho, más sencillo y divertido era el juego de damas. «No, no, no», insistía la vocecita chillona del niño. «Yilal te va a aprender.» «Yilal te va a enseñar, no aprender», lo corregía ella.
Cuando el niño se fue, para disimular mi estado de ánimo, me puse a trabajar en las traducciones y estuve tecleando en la máquina hasta la hora de la cena. Co mo tenía la mesa del comedor ocupada con mis papeles, comíamos en la cocinita, en un pequeño tablero con dos taburetes. Ella había preparado una tortilla de queso y una ensalada.
– ¿Qué te pasa? -me preguntó de pronto, mientras comíamos-. Te noto raro. ¿Fuiste a la clínica, no? ¿Por qué no me has contado nada? ¿Te han dicho algo malo?
– No, al contrario -le aseguré-. Estás bien. Lo que me han dicho es que, ahora, necesitas olvidarte de la clínica, de la doctora Roullin y del pasado. Me lo dijeron ellos mismos: que los olvides, para que tu restablecimiento sea total.
En sus ojos vi que sabía que le ocultaba algo, pero no insistió". Fuimos a tomar el café donde los Gravoski. Nuestros amigos andaban muy excitados. Simón había recibido una oferta para pasar un par de años en la Universidad de Princeton, haciendo investigación, en un programa de intercambio con el Instituto Pasteur. A ambos les hacía ilusión ir a New Jersey: en dos años en Estados Unidos Yilal aprendería inglés y Elena podría hacer prácticas en el Hospital de Princeton. Estaban averiguando si el Hospital Cochin le daría una excedencia de un par de años, sin goce de sueldo. Como ellos hablaban todo el tiempo, yo casi no tuve necesidad de abrir la boca, sólo escuchar, o, más bien, simular que escuchaba, por lo que les quedé muy agradecido.
Las semanas y meses que siguieron fueron de mucho trabajo. Para ir pagando los préstamos y al mismo tiempo mantener los gastos corrientes que, ahora, viviendo la niña mala conmigo, habían aumentado, tuve que aceptar todos los contratos que se presentaban y, al mismo tiempo, en las noches, o muy temprano en las mañanas, dedicar dos o tres horas a traducir documento: que me encargaba la oficina del señor Chames, quien, fiel a su costumbre, siempre estaba esforzándose por echarme una mano. Iba y venía por Europa, trabajando en conferencias y congresos de toda índole, y acarreaba conmigo las traducciones, que continuaba en las noches, en hoteles y pensiones, en una maquinita portátil. No me importaba el exceso de trabajo. La verdad es que me sentía feliz viviendo con la mujer que amaba. Ella parecía restablecida del todo. Jamás hablábamos de Fukuda, ni de Lagos, ni de la clínica de Petit Clamart. íbamos al cine, alguna vez a oír música a una cave de jazz de Saint Germain y, los sábados, a cenar en algún restaurante no muy caro.
Mi único derroche era el gimnasio, porque estaba seguro que a la niña mala le hacía mucho bien. La inscribí en un gimnasio de l'avenue Montaigne, que tenía una piscina temperada, y ella iba allí, de buena gana, varias veces por semana, a hacer clases de aerobics con un monitor y a nadar. Ahora que había aprendido, la natación era su deporte favorito. Cuando yo no estaba, solía pasar buena parte del tiempo con los Gravoski, quienes, finalmente, obtenido el permiso de Elena, preparaban viaje a Estados Unidos para la primavera. Ellos la llevaban de tanto en tanto a ver una película, una exposición o a cenar en la calle. Yilal había conseguido enseñarle el ajedrez y le daba las mismas palizas que en las damas.
Un día, la niña mala me dijo que, como se sentía ya perfectamente bien, lo que parecía cierto dado su buen aspecto y el amor a la vida que parecía haber recobrado, quería buscar un trabajo, para no perder el tiempo y para ayudarme con los gastos de la casa. Le mortificaba que yo me matara trabajando y que ella no hiciera otra cosa que ir al gimnasio y jugar con Yilal.
Pero, cuando empezó a buscar trabajo, surgió el problema de los papeles. Tenía tres pasaportes, uno peruano caducado, otro francés y otro inglés, los dos últimos falsos. En ninguna parte le darían un trabajo en regla, siendo ilegal. Y menos en esos tiempos en que, en toda Europa occidental, y sobre todo en Francia, había aumentado la paranoia contra los inmigrantes de países del tercer mundo. Los gobiernos restringían las visas y comenzaban a perseguir a los extranjeros sin permiso de trabajo.
El pasaporte inglés, que lucía una foto suya con un maquillaje que le cambiaba casi totalmente el semblante, estaba extendido a nombre de Mrs. Patricia Steward. Me explicó que, desde que su ex esposo David Richardson demostró la bigamia que anulaba su matrimonio inglés, perdió de manera automática la ciudadanía británica que obtuvo al casarse. El pasaporte francés que consiguió gracias a su marido anterior no se atrevía a utilizarlo porque no sabía si monsieur Robert Arnoux se había decidido finalmente a denunciarla, le había abierto un juicio penal o acusado de bigamia o cualquier otra cosa para vengarse. Fukuda le había procurado para sus viajes africanos, al igual que el inglés, un pasaporte francés con el nombre de madame Florence Milhoun; en él, la fotografía la mostraba muy joven y con un peinado muy distinto del que llevaba normalmente. Con este pasaporte había entrado a Francia la última vez. Yo temía que si la descubrían la echaran del país o algo peor.
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