Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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Los días siguientes me dediqué a limpiar, ordenar y embellecer el piso de Joseph Granier para recibir a la paciente. Hice lavar y planchar las cortinas y las sábanas, contraté a una señora portuguesa para que me ayudara a barrer y encerar los pisos, sacudir las paredes, lavar la ropa, y compré flores para los cuatro jarrones de la casa. Puse el paquete con el vestido de baile egipcio en la cama del dormitorio, con una tarjetita risueña. La víspera del día en que ella iba a dejar la clínica estaba yo tan ilusionado como un chiquillo que sale con una chica por primera vez.

Fuimos a recogerla en el auto de Elena, acompañados por Yilal, que no tenía clases ese día. Pese a la lluvia y a la grisura del aire yo tenía la sensación de que el cielo enviaba chorros de luz dorada sobre Francia. Ella estaba ya lista, esperándonos a la entrada de la clínica, con su maleta a los pies. Se había peinado con cuidado, pintado un poco los labios, echado algo de colorete en las mejillas, arreglado las manos y alargado las pestañas con rímel. Tenía puesto un abrigo que yo no le había visto hasta entonces, color azul marino, con un cinturón de gran hebilla. Cuando la vio, a Yilal se le iluminaron los ojos y corrió a abrazarla. Mientras el portero instalaba el equipaje en el auto de Elena, pasé por la administración y la mujer del moño me alcanzó la factura. El total ascendía más o menos a lo que había previsto el doctor Zilacxy: 127.315 francos. Yo tenía depositados 150.000 en mi cuenta, para ese fin. Había vendido todos los bonos del Tesoro en que guardaba mis ahorros y obtenido dos préstamos, uno de la mutual gremial de la que era miembro, cuyos intereses eran mínimos, y, otro, de mi propio banco, la Société Ge nérale, con -intereses más elevados. Todo indicaba que era una excelente inversión, la paciente lucía muchísimo mejor. La administradora me dijo que llamara a la secretaria del director a pedirle a éste una cita, pues el doctor Zilacxy quería verme. Añadió: «A solas».

Aquélla fue una noche muy hermosa. Cenamos donde los Gravosky muy ligero, aunque con una botella de champagne, y, apenas regresamos a la casa, nos abrazamos y nos besamos mucho rato. Al principio con ternura, luego con avidez, con pasión, con desesperación. Mis manos auscultaban todo su cuerpo y la ayudaron a desnudarse. Era maravilloso: su silueta, siempre delgada, tenía otra vez curvas, formas sinuosas, y era delicioso sentir en mis manos y en mis labios, cálidos, suaves, bien formados, sus pechitos de pezones erectos y pequeñas corolas granuladas. No me cansaba de aspirar el perfume de sus axilas depiladas. Cuando estuvo desnuda la levanté en brazos y la llevé al dormitorio. Me miró desnudarme con una de esas sonrisitas burlonas de antaño:

– ¿Me vas a hacer el amor? -me provocó, hablando como si cantara-. Pero si todavía no se han cumplido los dos meses que ordenó el médico.

– Esta noche no me importa -le respondí-. Estás demasiado linda, y si no te hiciera el amor me moriría. Porque yo te quiero con toda mi alma.

Ya me parecía raro que no me hubieras dicho todavía ninguna huachafería -se rió ella.

Mientras le besaba todo el cuerpo, despacio, empezando por los cabellos y terminando en la planta de los pies, con infinita delicadeza e inmenso amor, la sentí ronronear, encogerse y estirarse, excitada. Cuando besé su sexo lo sentí muy húmedo, latiendo, hinchado. Sus piernas se apretaron en torno a mí, con fuerza. Pero, apenas la penetré, dio un aullido y rompió en llanto, haciendo muecas de dolor.

– Me duele, me duele -lloriqueó, retirándome con las dos manos-. Quería darte gusto esta noche, pero no puedo, me desgarra, me duele.

Lloraba besándome en la boca con angustia y sus cabellos y sus lágrimas se me metían por los ojos y por la nariz. Se había echado a temblar como cuando le sobrevenían los ataques de terror. Yo le pedí perdón a mi vez, por haber sido un bruto, un irresponsable, un egoísta. La amaba, nunca la haría sufrir, ella era para mí lo más precioso, lo más dulce y tierno de la vida. Como el dolor no cedía, me levanté, desnudo, y traje del baño una toallita empapada en agua tibia y con ella le repasé el sexo con suavidad, hasta que, poco a poco, el dolor fue cediendo. Nos abrigamos con la frazada y ella quiso que terminara en su boca pero me resistí. Estaba arrepentido de haberla hecho sufrir. Hasta que estuviera completamente bien no se volvería a repetir lo de esta noche: haríamos una vida casta, su salud era más importante que mi placer. Me escuchaba sin decir nada, pegada a mí y totalmente inmóvil. Pero, mucho rato después, antes de quedarse dormida, con sus brazos alrededor de mi cuello y sus labios pegados a los míos, me susurró: «Tu car-tita de Alejandría la leí diez veces, por lo menos. Dormía con ella todas las noches, apretadita entre mis piernas».

A la mañana siguiente llamé desde la calle a la clínica de Petit Clamart y la secretaria del doctor Zilacxy me dio una cita para dos días después. También ella me precisó que el director quería verme a solas. En la tarde fui a la Unesco a explorar qué posibilidades había de un contrato, pero el jefe de intérpretes me dijo que por el resto del mes no había nada y me propuso más bien recomendarme para una conferencia de tres días, en Burdeos. No acepté. Tampoco la agencia del señor Charnés tenía nada para mí de inmediato en París o alrededores, pero, como mi antiguo patrón vio que andaba necesitado de trabajo, me confió un alto de documentos para traducir, del ruso y del inglés, bastante bien pagados. Así que me instalé a trabajar en la salita comedor de mi casa, con mi máquina de escribir y mis diccionarios. Me impuse un horario de oficina. La niña mala me preparaba tacitas de café y se ocupaba de las comidas. De tanto en tanto, como lo haría una recién casada llena de atenciones por su marido, se venía a colgar de mis hombros y a darme un beso por la espalda, en el cuello o la oreja. Pero cuando llegaba Yilal se olvidaba por completo de mí y se dedicaba a jugar con el niño como si fueran de la misma edad. En las noches, después de la cena, oíamos discos antes de dormir, y a veces ella se quedaba dormida en mis brazos.

No le dije que tenía cita en la clínica de Petit Clamart y salí de casa con el pretexto de una entrevista para un posible trabajo en una empresa de las afueras de París. Llegué a la clínica media hora antes de lo convenido, muerto de frío, y esperé en la sala de visitas, viendo caer una nieve floja sobre el césped. El mal tiempo había desaparecido a la fuente de piedra y a los árboles.

El doctor Zilacxy, vestido de idéntica manera a como lo vi por primera vez, un mes antes, estaba acompañado por la doctora Roullin. Me cayó simpática de entrada. Era una mujer gruesa, todavía joven, con unos ojos inteligentes y una sonrisa amable que casi no se apartaba de sus labios. Tenía en el brazo un cartapacio, que pasaba de una manó a otra, rítmicamente. Me habían recibido de pie y, aunque había en el despacho unos asientos, no me invitaron a sentarme.

– ¿Cómo la ha encontrado? -me preguntó el director a manera de saludo, dándome la misma impresión que la primera vez: alguien que no estaba para perder tiempo en circunloquios.

– Magníficamente bien, doctor -le respondí-. Es otra persona. Se ha repuesto, le han vuelto las formas y los colores. La noto muy tranquila. Y han desaparecido esos ataques de terror que la atormentaban tanto. Ella les está muy agradecida. Y yo también, por supuesto.

– Bien, bien -dijo el doctor Zilacxy, barajando las manos como un ilusionista y moviéndose en el sitio-. Sin embargo, le prevengo que, en estas cosas, uno no puede fiarse nunca de las apariencias.

– ¿En qué cosas, doctor? -lo interrumpí intrigado.

– En las cosas de la mente, mi amigo -sonrió él-. Si usted prefiere llamarlo el espíritu, no tengo objeción. La señora está físicamente bien. Su organismo se ha recuperado, en efecto, gracias a la vida disciplinada, el buen régimen alimenticio y los ejercicios. Ahora, hay que procurar que siga las instrucciones que le hemos dado sobre comidas. No debe abandonar la gimnasia y la natación, que le han hecho mucho bien. Pero, en el aspecto psíquico, tendrá usted que mostrar mucha paciencia. Está bien orientada, me parece, aunque el camino que le queda por recorrer será largo.

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