Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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Miró su reloj, se puso de pie y nos indicó que, si nos decidíamos, pasáramos por la administración a rellenar los formularios.

Tres cuartos de hora después apareció la niña mala. Estaba contenta de su conversación con la doctora Roullin, que le había parecido muy juiciosa y amable, y con la visita a la clínica. El cuartito que ocuparía era pequeño, cómodo, muy bonito, con vistas sobre el parque, y todas las instalaciones, el comedor, el salón de gimnasia, la piscina temperada, el pequeño auditorio donde se impartían las charlas y se pasaban documentales y películas, eran modernísimos. Sin discutirlo más, fuimos a la administración. Firmé un documento por el cual me comprometía a asumir todos los gastos y entregué un cheque de diez mil francos como depósito. La niña mala alcanzó un pasaporte francés a la administradora y ésta, una mujer muy delgadita, con moño y una mirada inquisidora, le pidió más bien su carné de identidad. Elena y yo nos mirábamos inquietos, esperando una catástrofe.

– No lo tengo todavía -dijo la niña mala, con absoluta naturalidad-. He vivido muchos años en el extranjero y acabo de volver a Francia. Ya sé que debo sacarlo. Lo haré cuanto antes.

La administradora apuntó los datos del pasaporte en una libreta y se lo devolvió.

– Se interna mañana -nos despidió-. Llegue antes del mediodía, por favor.

Aprovechando el precioso día, algo frío pero dorado y con un cielo limpísimo, dimos una larga caminata por la floresta del Petit Clamart, sintiendo crujir bajo nuestros pies las hojas muertas del otoño. Almorzamos en un pequeño bistrot a la orilla del bosque, donde una chimenea chisporroteante calentaba el local y enrojecía las caras de los parroquianos. Elena tenía que ir a trabajar, de manera que nos dejó en las puertas de París, en la primera estación de metro que encontramos. En todo el viaje hasta la École Militaire, ella estuvo callada, con su mano en la mía. A ratos la sentía estremecerse. En la casita de Joseph Granier, apenas entramos, la niña mala me hizo sentar en el sillón de la sala y se dejó caer en mis rodillas. Tenía la nariz y las orejas heladas y temblaba de tal manera que no podía articular palabra. Le entrechocaban los dientes.

– La clínica te va a hacer bien -le dije yo, acariciándole el cuello, los hombros, calentándole con mi aliento las orejitas heladas-. Te van a cuidar, te van a engordar, te van a quitar estos ataques de miedo. Te van a poner bonita y podrás convertirte otra vez en el diablito que has sido siempre. Y, si la clínica no te gusta, te vienes aquí, al instante. En el momento que tú digas. No es una cárcel, sino un lugar de reposo.

Apretada a mí no respondía nada, pero tembló mucho rato antes de calmarse. Entonces, preparé una taza de té con limón para los dos. Conversamos, mientras ella iba alistando su maleta para la clínica. Le alcancé un sobre donde había puesto mil francos en billetes para que se llevara consigo.

– No es un regalo, sino un préstamo -le bromeé-. Me lo pagarás cuando seas rica. Te cobraré intereses altos.

– ¿Cuánto te va a costar todo esto? -me preguntó, sin mirarme.

– Menos de lo que yo pensaba. Unos cien mil francos. ¿Qué me importan cien mil francos si puedo verte bonita de nuevo? Lo hago por puro interés, chilenita.

No dijo nada un buen rato y siguió haciendo su maleta, enfurruñada.

– ¿Tan fea me he puesto? -dijo, de pronto.

– Horrible -le dije yo-. Perdóname, pero te has convertido en un verdadero espanto de mujer.

– Mentira -me dijo, lanzándome de media vuelta una sandalia que se estrelló contra mi pecho-. No debo estar tan fea cuando ayer, en la cama, tuviste el pajarito parado toda la noche. Estuviste aguantándote las ganas de hacerme el amor, santurrón.

Se echó a reír y a partir de ese momento estuvo de mejor ánimo. Apenas terminó de hacer su maleta vino otra vez a sentarse en mis rodillas, a que la abrazara y le hiciera unos masajes suavecitos en la espalda y en los brazos. Allí estaba todavía, profundamente dormida, cuando, a eso de las seis, entró Yilal a ver su programa de televisión. Desde la noche de la sorpresa a sus padres, se soltaba a hablar con ellos y con nosotros, pero sólo por momentos, porque el esfuerzo lo dejaba muy cansado. Y, entonces, volvía a la pizarra, que seguía llevando colgada del cuello, junto a un par de tizas en una bolsita. Esa noche no le oímos la voz hasta que se despidió, en español, con un: «Buenas noches, amigos».

Después de cenar, fuimos a tomar café donde los Gravoski y ellos le prometieron que irían a visitarla a la clínica y le pidieron que los llamara si necesitaba cualquier cosa mientras yo estuviera en Finlandia. Cuando regresamos a la casa, no me dejó estirar el sofá cama:

– ¿Por qué no quieres dormir conmigo?

La abracé y la apreté contra mi cuerpo.

– Sabes muy bien por qué. Es un martirio tenerte desnuda a mi lado, deseándote como te deseo, y no poder tocarte.

– Tú no tienes remedio -dijo ella, indignada, como si la hubiera insultado-. Si tú fueras Fukuda, me harías el amor toda la noche, sin importarte un pito que me desangrara o me muriera.

– Yo no soy Fukuda. ¿Tampoco te has dado cuenta, todavía?

– Claro que me doy -repitió ella, echándome los brazos al cuello-. Y, por eso, esta noche vas a dormir conmigo. Porque nada me gusta tanto como martirizarte. ¿No te habías dado cuenta?

– Hélas, sí -le dije yo, besándola en los cabellos-. Me he dado cuenta de sobra, hace una punta de años, y lo peor es que no escarmiento. Hasta parecería que me gusta. Somos la pareja perfecta: la sádica y el masoquista.

Dormimos juntos y cuando ella intentó acariciarme yo le cogí las manos y se las aparté.

– Hasta que estés completamente restablecida, castos como dos angelitos.

– Es verdad, eres un vrai con. Abrázame fuerte para que se me quite el miedo, por lo menos.

A la mañana siguiente fuimos a tomar el tren a la estación Saint Lazare y todo el viaje hasta Petit Clamart ella estuvo muda y cabizbaja. Nos despedimos en la puerta de la clínica. Se me prendió como si no nos fuéramos a ver nunca más y me mojó la cara con sus lágrimas.

– A este paso, en cualquier momento terminarás enamorándote de mí.

– Te apuesto lo que quieras a que nunca, Ricardito.

Partí a Helsinki esa misma tarde y las dos semanas que estuve allí, trabajando, hablé ruso sin parar todos los días, mañana y tarde. Se trataba de una conferencia tripartita, con delegados de Europa, Estados Unidos y Rusia, para trazar una política de ayuda y cooperación de los países occidentales a lo que iba quedando de las ruinas de la Unión Soviética. Había comisiones que trataban de economía, de instituciones, de política social, de cultura y deportes, y, en todas ellas, los delegados rusos se expresaban con una libertad y espontaneidad inconcebibles hacía muy poco tiempo en esos monótonos robots que eran los apparatchik que mandaban a las conferencias internacionales los gobiernos de Brezhnev e, incluso, el de Gorbachov. Las cosas estaban cambiando allá, era evidente. Tuve ganas de volver a Moscú y a la rebautizada San Petersburgo, donde no había estado desde hacía algunos años.

Los intérpretes teníamos mucho trabajo y no nos quedaba casi tiempo para pasear. Era mi segundo viaje a Helsinki. El primero había sido en primavera, cuando era posible andar por las calles y salir al campo a ver los bosques de abetos salpicados de lagos y las lindas aldeas de casas de madera de ese país donde todo era bello: la arquitectura, la naturaleza, la gente y, en especial, los viejos. Ahora, en cambio, con la nieve y la temperatura de veinte grados bajo cero, prefería, en las horas libres, quedarme en el hotel leyendo o practicando los misteriosos rituales de la sauna, que me producían un delicioso efecto anestésico.

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