Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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– Estoy bien -me dijo, con fuerza, antes de que le preguntara cómo se sentía-. El doctor que me operó era muy simpático. Y buen mozo.

La besé en los cabellos, en sus lindas orejitas.

– Espero que no te pusieras a coquetear con él. Tú eres muy capaz.

Me hizo presión con su mano y, casi al instante, se quedó dormida. Durmió toda la mañana y sólo al comienzo de la tarde se despertó, quejándose de dolor. Por instrucciones del médico, una enfermera vino a ponerle una inyección. Poco después apareció Elena, de guardapolvo blanco, trayéndole una chompita. Se la puso sobre el camisón. La niña mala le preguntó por Yilal y sonrió cuando supo que el hijo de los Gravoski preguntaba todo el tiempo por ella. Estuve a su lado buena parte de la tarde y la acompañé mientras comía, en una pequeña bandeja de plástico: una sopita de verduras y una presa de pollo hervida con papas cocidas. Se llevaba las cucharadas a la boca sin ganas, sólo debido a mi insistencia.

– ¿Sabes por qué se porta todo el mundo tan bien conmigo? -me dijo-. Por Elena. Enfermeras y médicos la adoran. Es de lo más popular en el hospital.

Poco después nos echaron a las visitas. Esa noche, donde los Gravoski, Elena me tenía noticias. Había hecho averiguaciones y consultado con el profesor Bourrichon. Éste le había sugerido una pequeña clínica privada, en Petit Clamart, no muy lejos de París, donde había enviado ya a algunos pacientes, víctimas de depresión y desequilibrios nerviosos debidos a maltratos, con buenos resultados. El director era un compañero de estudios suyo. Si queríamos, podía recomendarle el caso de la niña mala.

– No sabes cuánto te agradezco, Elena. Parece el lugar indicado. Procedamos, cuanto antes.

Elena y Simón se miraron. Estábamos tomando la consabida taza de café, después de cenar una tortilla, un poco de jamón y una ensalada, con un vaso de vino.

– Hay dos problemas -dijo Elena, incómoda-. El primero, ya lo sabes, es una clínica privada y será bastante cara.

– Tengo algunos ahorros y, si no alcanzan, pediré un préstamo. Y, si es necesario, venderé este piso. El dinero no es un problema, lo importante es que se cure. ¿Cuál es el otro?

– El pasaporte que presentó en el Hospital Cochin es falso -me explicó Elena, con una expresión y un tono de voz como si me pidiera disculpas-. He tenido que hacer malabares para que la administración no la denuncie a la policía. Pero ella tiene que dejar mañana el hospital y no volver a poner los pies allí, por desgracia. Y no descarto que, apenas salga, den el soplo a las autoridades.

– Esa dama no dejará nunca de asombrarme -exclamó Simón-. ¿Ustedes se dan cuenta lo mediocres que son nuestras vidas comparadas con la de ella?

– ¿Eso de los papeles se podría arreglar? -me preguntó Elena-. Me imagino que será difícil, claro. No sé, podría ser un gran obstáculo en la clínica del doctor Zilacxy, de Petit Clamart. No la aceptarán si descubren que su situación en Francia es ilegal. Y hasta podrían denunciarla a la policía.

– No creo que nunca en su vida la niña mala haya tenido sus papeles en regla -dije yo-. Estoy segurísimo que no tiene un pasaporte, sino varios. Puede que alguno parezca menos falso que los otros. Le preguntaré.

– Terminaremos todos presos -lanzó una carcajada Simón-. A Elena le impedirán ejercer la medicina y a mí me echarán del Instituto Pasteur. Bueno, así empezaremos por fin a vivir la verdadera vida.

Terminamos riéndonos los tres y esa risa compartida con mis dos amigos me hizo bien. Fue la primera noche en los últimos cuatro días que dormí de corrido hasta que sonó el despertador. Al día siguie-Ote, al volver de la Unesco, encontré a la niña mala instalada en mi cama, con el ramo de flores que yo le había enviado puesto en un jarrón con agua, en el velador. Se sentía mejor, sin dolores. Elena la había traído del Hospital Cochin y ayudado a subir, pero luego regresó a su trabajo. La acompañaba Yilal, muy contento con la recién llegada. Cuando el niño partió, la niña mala me habló, en voz baja, como si el hijo de los Gravoski todavía pudiera oírla:

– Diles a Simón y a Elena que vengan a tomar el café aquí, esta vez. Después que acuesten a Yilal. Te ayudaré a prepararlo. Quiero agradecerles todo lo que Elena ha hecho por mí.

No dejé que se levantara a ayudarme. Preparé e! café y poco después tocaron la puerta los Gravoski. Llevé a la niña mala, cargada -no pesaba nada, acaso tanto como Yilal-, a sentarse con nosotros en la salita y la cubrí con una manta. Entonces, sin siquiera saludarlos, ella, con los ojos radiantes, les soltó la noticia:

– No se caigan muertos de la impresión, por favor. Esta tarde, después que Elena nos dejó solos, Yilal me abrazó y me dijo en español, clarito: «Te quiere mucho, niña mala». Dijo «quiere», no quiero.

Y, para que no quedara la menor duda de que nos decía la verdad, hizo algo que yo no había visto hacer desde mis tiempos de alumno del Colegio Champagnat, en Miraflores: se llevó los dedos en cruz a la boca y los besó a la vez que decía: «Les juro, me lo dijo tal cual, con todas las letras».

Elena se echó a llorar y, mientras derramaba esos lagrimones, se reía, abrazada a la niña mala. ¿Había dicho Yilal algo más? No. Cuando trató de iniciar con él una conversación, el niño volvió a su mutismo y a responderle en francés valiéndose de su pequeña pizarra. Pero, esa frase, pronunciada con la misma vocecita de hilo que ella recordaba del teléfono, demostraba de una vez por todas que Yilil no era mudo. Durante un buen rato no hablamos de otra cosa. Tomamos el café, y Simón, Elena y yo bebimos un vaso de un whisky malteado que yo tenía en mi aparador desde tiempo inmemorial. Los Gravoski fijaron la estrategia a seguir. Ni ellos ni yo debíamos darnos por enterados. Como el niño había tomado la iniciativa de dirigirse a la niña mala, ésta, de la manera más natural, sin hacer presión alguna sobre él, trataría de entablar de nuevo un diálogo, haciéndole preguntas, dirigiéndose a él sin mirarlo, de manera distraída, evitando a toda costa que Yilal fuera a sentirse vigilado o sometido a una prueba.

Luego, Elena le habló a la niña mala de la clínica del doctor Zilacxy, en Petit Clamart. Era más bien pequeña, en un parque cuidado y lleno de árboles, y el director, amigo y compañero de estudios del profesor Bourrichon, psicólogo y psiquiatra prestigioso, especializado en tratar pacientes que sufrían depresiones y trastornos nerviosos resultantes de accidentes, maltratos o traumas diversos, así como anorexia, alcoholismo y drogadicción. Las conclusiones del examen eran terminantes. La niña mala necesitaba aislarse por un tiempo en un lugar apropiado., de descanso absoluto, donde, a la vez que seguía un tratamiento dietético y de ejercicios que le devolviera las fuerzas, recibiera apoyo psicológico que la ayudara a borrar las reverberaciones en su mente de aquella horrible experiencia.

– ¿Quiere decir que estoy loca? -preguntó.

– Siempre lo estuviste -asentí yo-. Pero, ahora, además, estás anémica y deprimida, y eso te lo pueden curar en esa clínica. Loca de remate vas a seguir hasta el fin de tus días, si eso es lo que te preocupa.

No me festejó, pero, aunque algo reticente, se rindió ante mi insistencia y aceptó que Elena pidiera una cita al director de la clínica de Petit Clamart. Nuestra vecina nos acompañaría. Cuando los Gravoski partieron, la niña mala me miró acongojada y llena de reproches:

– ¿Y quién me va a pagar esa clínica, a mí, si sabes muy bien que no tengo dónde caerme muerta?

– Quién va a ser sino el cacaseno de costumbre -le dije, acomodándole las almohadas-. Tú eres mi mantis religiosa, ¿no lo sabías? Un insecto hembra que devora al macho mientras él le hace el amor. Él muere feliz, por lo visto. Mi caso, exactamente. No te preocupes por la plata. ¿No sabes que soy rico?

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