Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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– La saga se pone cada día más interesante -exclamó Simón, estupefacto-. Sea o no cierto, es una historia formidable.

Él y Elena se miraron y me miraron y yo sabía muy bien en qué pensaban. Asentí:

– Se acuerda muy bien de la llamada que hizo a mi casa. Le contestó, en francés, una vocecita delgada, chillona, que le pareció la de una asiática. Le hizo repetir varias veces «niña mala», en español. Eso no se lo puede haber inventado.

Vi que Elena se demudaba. Pestañeaba, muy rápido.

– Yo siempre creí que era cierto -murmuró Simón. Tenía la voz alterada y había enrojecido, como si se ahogara de calor. Se rascaba la barba pelirroja con insistencia-. Le di todas las vueltas del mundo y llegué a la conclusión de que tenía que ser cierto. Cómo se iba a inventar Yilal lo de «niña mala». Qué felicidad nos das con esta noticia, mon vieux.

Elena asentía, cogida de mi brazo. Sonreía y hacía pucheros, a la vez.

– Yo también supe siempre que Yilal había hablado con ella -dijo, deletreando cada palabra-. Pero, por favor, no hay que hacer nada. Ni decirle nada al niño. Todo vendrá solo. Si tratamos de forzarlo, puede haber un retroceso. Debe hacerlo él, romper esa barrera por su propio esfuerzo. Lo hará, en el momento debido, lo hará muy pronto, verán.

– Este es el momento de sacar el cognac -me guiñó un ojo Simón-. Ya ves, mon vieux, tomé mis precauciones. Ahora estamos preparados para las sorpresas que nos das, de tanto en tanto. ¡Un excelente Napoleón, verás!

Tomamos esa copa de cognac, sin hablar casi, sumidos en nuestras propias reflexiones. El licor me hizo bien, pues la caminata bajo la lluvia me había enfriado. Al despedirme, Elena salió conmigo hasta el rellano:

– No sé, se me acaba de ocurrir -dijo-. Tal vez tu amiga necesite un examen médico. Pregúntale. Si ella quiere, yo lo puedo arreglar en el Hospital Cochin, con los copains. Sin que le cueste nada, quiero decir. Me imagino que no tiene seguro, ni nada que se le parezca.

Se lo agradecí. Se lo consultaría, la próxima vez que habláramos.

– Si es verdad, debió ser terrible para la pobre -murmuró-. Una cosa así deja cicatrices atroces en la memoria.

Al día siguiente, regresé rápido de la Unesco, para alcanzar a Yilal. Veía en la televisión un programa de dibujos animados y tenía a su lado los seis jinetes de la guardia imperial rusa, formados en línea. Me mostró su pizarra: «Gracias por el lindo regalo, tío Ricardo». Me estiró la mano, sonriendo. Me puse a leer Le Monde mientras él, con la atención hipnótica de costumbre, se enfrascaba en su programa. Después, en vez de leerle algo, le hablé de Salomón Toledano. Le conté de su colección de soldaditos de plomo, que yo había visto invadiendo todos los vericuetos de su casa, y de su increíble facilidad para aprender idiomas. Era el mejor intérprete que había habido en el mundo. Cuando, en su pizarra, me preguntó si podía llevarlo a casa de Salomón a ver sus batallas napoleónicas y le expliqué que había fallecido muy lejos de París, en Japón, Yilal se entristeció. Le mostré el húsar que guardaba en mi velador y que me había regalado el día que partió a Tokio. Al poco rato, Elena vino a llevárselo.

Para no pensar mucho en la niña mala me fui a un cine, en el Barrio Latino. En la sala oscura y cálida, llena de estudiantes, de un cinema de la rué Champollion, mientras seguía distraído las aventuras de un western clásico de John Ford, La diligencia, en mi cabeza aparecía y reaparecía la imagen deteriorada, desastrada, de la chile-nita. Ese día y todo el resto de la semana, su figura estuvo siempre en mi memoria, igual que la pregunta para la que no hallaba nunca respuesta: ¿Me había dicho la verdad? ¿Era cierto lo de Lagos, lo de Fukuda? Me atormentaba el convencimiento de que nunca lo sabría con certeza total.

Me llamó a los ocho días, a mi casa, también muy de mañana. Después de preguntarle cómo estaba -«Bien, ahora ya bien, como te dije»- le propuse que comiéramos juntos, esa misma noche. Aceptó y quedamos en encontrarnos en el viejo Le Procope, de la rué de l'Ancienne Comedie, a las ocho. Llegué antes que ella y la esperé en una mesita junto a la ventana que daba al pasaje de Rohan. Llegó casi enseguida. Mejor vestida que la última vez, pero también pobremente: bajo el feo sacón asexuado llevaba un vestido azul oscuro, sin escote ni mangas, y calzaba unos zapatos de medio taco, llenos de resquebrajaduras, recién lustrados. Me resultaba extrañísimo verla sin anillos, ni reloj, ni pulseras, ni pendientes, ni maquillaje. Al menos, se había limado las uñas. ¿Cerno había podido enflaquecer tanto? Parecía que podía trizarse, con un simple resbalón.

Pidió un consomé y un pescado a la plancha y apenas probó un sorbo de vino durante la comida. Masti-.caba muy despacio, con desgana, y le costaba tragar. ¿Era cierto que se sentía bien?

– Se me ha reducido el estómago y casi no tolero la comida -me explicó-. Con dos o tres bocados, me siento llena. Pero este pescado está muy rico.

Acabé tomándome yo solo toda la jarra de Cotes du Rhóne. Cuando el mozo trajo el café para mí y la infusión de verbena para ella, le dije, cogiéndole la mano:

– Por lo que más quieras, te suplico, júrame que es verdad todo lo que me contaste el otro día en La Rhu-merie.

– Nunca más me vas a creer nada de lo que te diga, ya lo sé -tenía un aire fatigado, de hastío, y no parecía importarle lo más mínimo que la creyera o no-. No hablemos más de eso. Te lo conté para que me permitieras verte, de cuando en cuando. Porque, aunque tampoco me lo creas, hablar contigo me hace bien.

Tuve ganas de besarle la mano, pero me contuve. Le transmití la propuesta de Elena. Se me quedó mirando, desconcertada.

– Pero ¿ella sabe de mí, de nosotros?

Asentí. Elena y Simón sabían todo. En un arranque, les había contado toda «nuestra» historia. Eran muy buenos amigos, no tenía nada que temer de ellos. No la denunciarían a la policía como traficante de afrodisíacos.

– No sé por qué les hice esas confidencias. Tal vez porque, como todo el mundo, necesito de vez en cuando compartir con alguien las cosas que me angustian o me hacen feliz. ¿Aceptas la propuesta de Elena?

No parecía muy animada. Me miraba inquieta, como temiendo que fuera una celada. Aquella luz, color miel oscura, había desaparecido de sus ojos. También la picardía, la burla.

– Déjame pensarlo -me dijo, al fin-. Veremos cómo me siento. Ahora, ya estoy bien. Lo único que necesito es tranquilidad, descanso.

– No es verdad que estés bien -insistí-. Eres un fantasma. En la flacura en que estás, una simple gripe te puede llevar a la tumba. Y no tengo ganas de cargar con ese trabajito siniestro de incinerarte, etcétera. ¿No quieres ponerte bonita otra vez?

Se echó a reír.

– Ah, o sea que ahora te parezco fea. Gracias por la franqueza -me apretó la mano que yo le tenía siempre cogida y, un segundo, se animaron sus ojos-. Pero sigues enamorado de mí, ¿no es cierto, Ricardito?

– No, ya no. Tampoco volveré a enamorarme nunca de ti. Pero no quiero que te mueras.

– Debe ser cierto que ya no me quieres, cuando no me has dicho ni una sola huachafería esta vez -reconoció, haciendo una mueca medio cómica-. ¿Qué tengo que hacer para reconquistarte?

Se rió con la coquetería de los viejos tiempos y sus ojos se llenaron de brillos traviesos pero, de pronto, sin transición, sentí que la presión de su mano en la mía se aflojaba. Se le blanquearon los ojos, se puso lívida y abrió la boca, como si le faltara el aire. Si no hubiera estado yo a su lado, sosteniéndola, hubiera rodado al suelo. Le froté las sienes con la servilleta mojada, le hice beber un poquito de agua. Se recuperó algo, pero siguió muy pálida, blanca casi. Y, ahora, en sus ojos había un pánico animal.

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