Estábamos tomando café en su casa, después de la cena, y hablando quedo para no distraer a Simón, que, en el cuarto contiguo, su estudio, revisaba un informe que debía presentar al día siguiente en un seminario. Hacía rato que Yilal se había ido a dormir.
– Una vieja historia -le respondí-. No se la he contado a nadie, nunca. Pero, mira, creo que a ti sí te la voy a contar, Elena. Para que te olvides de lo que ha ocurrido con Yilal.
Y se la conté. De principio a fin, desde los ya lejanos días de mi niñez, cuando la llegada de Lucy y Lily, las falsas chilenitas, alborotó las tranquilas calles de Miraflores, hasta aquella noche de amor apasionado, en Tokio -la más hermosa noche de amor de mi vida-, que bruscamente se cortó con la visión, en las sombras de aquella habitación, del señor Fukuda observándonos con sus anteojos oscuros y las manos trajinando su bragueta. No sé cuánto rato estuve hablando. No sé en qué momento apareció Simón y se sentó junto a Elena y, silencioso y atento como ella, se puso a escucharme. No sé en qué momento se me saltaron las lágrimas y, avergonzado por esa efusión sentimental, me callé. Tardé un buen rato en serenarme. Mientras balbuceaba unas disculpas vi a Simón ponerse de pie y volver con vasos y una botella de vino.
– Es lo único que tengo, vino, y, además, un Beaujolais muy barato -se excusó, dándome una palmada en el hombro-. Supongo que en casos como éste, corresponde un trago más noble.
– ¡Whisky, vodka, ron o cognac, por supuesto! -dijo Elena-. Esta casa es un desastre. Nunca tenemos lo que deberíamos tener. Somos unos anfitriones lamentables, Ricardo.
– Te he fregado tu informe de mañana con mi numerito, Simón.
– Algo mucho más interesante que mi informe -afirmó él-. Por lo demás, ese apodo te calza como un guante. No en el sentido peyorativo, sino en el literal. Eso eres tú, mon vieux, aunque no te guste: un niño bueno.
– ¿Sabes que es una maravillosa historia de amor?
– exclamó Elena, mirándome sorprendida-. Porque, eso es lo que es, en el fondo. Una maravillosa historia de amor. Este belga triste nunca me ha querido así. Quién como ella, chico.
– Me gustaría conocer a esa Mata Hari -dijo Simón.
– Pasarás antes sobre mi cadáver -lo amenazó Elena, tirándole de la barba-. ¿Tienes fotos de ella? Nos las muestras?
– No tengo ni una sola. Que recuerde, jamás nos tomamos una foto juntos.
– La próxima vez que llame, te ruego que contestes ese teléfono -dijo Elena-. Esta historia no puede terminar así, con un teléfono sonando y sonando, como en la peor película de Hitchcock.
– Y, además -bajó la voz Simón-, tienes que preguntarle si Yilal habló con ella.
– Estoy muerto de vergüenza -me disculpé, por segunda vez-. El llanto y todo eso, quiero decir.
– Tú no te diste cuenta, pero Elena también derramó unos lagrimones -dijo Simón-. Hasta yo los hubiera acompañado, si no fuera belga. Mis ancestros judíos me inclinaban al llanto. Pero, prevaleció el valón. Un belga no cae en emotividades de sudamericanos tropicales.
– ¡Por la niña mala, por esa fantástica mujer! -alzó su copa Elena-. Qué vida tan aburrida he tenido yo, santo Dios.
Nos bebimos la botella entera de vino y, con las risas y bromas, me sentí mejor. Ni una sola vez, en los días y semanas siguientes, mis amigos Gravoski, para evitar que me sintiera incómodo, hicieron la menor referencia a lo que les conté. Y, entretanto, yo decidí, en efecto, que si la peruanita volvía a llamar, le contestaría. Para que me dijera si, la vez anterior que llamó, había hablado con Yilal. ¿Sólo por eso? No sólo por eso. Desde que confesé a Elena Gravoski mis amores, como si compartir con alguien esa historia la limpiara de toda la carga de rencor, celos, humillación y susceptibilidad que arrastraba, empecé a esperar aquella llamada con ansia y a temer que, debido a mis desaires de dos años, no ocurriera. Aplacaba mis sentimientos de culpa diciéndome que en ningún caso significaría una recaída. Le hablaría como un amigo distante y mi frialdad sería la mejor prueba de que me había librado de ella de verdad.
La espera, por lo demás, tuvo un efecto bastante bueno sobre mi estado de ánimo. Entre contrato y contrato en la Unesco o fuera de París, retomé la traducción de los cuentos de Iván Bunín, les di la última revisión y escribí un pequeño prólogo antes de enviarle el manuscrito a mi amigo Mario Muchnik. «Ya era hora», me contestó. «Temía que la arterioesclerosis o la demencia senil me llegaran antes que tu Bunín.» Cuando estaba en casa a la hora en que Yílal veía su programa de televisión, le leía cuentos. Los traducidos por mí no le gustaron mucho y los escuchó más por educación que interés. En cambio, le encantaban las novelas dé Julio Verne. A un ritmo de un par de capítulos por día, le leí varias en el curso de aquel otoño. La que más le gustó -los episodios lo hacían dar saltos de alegría- fue La vuelta al mundo en ochenta días. Aunque también le fascinó Miguel Strogoff, el correo del zar. Tal como me lo había pedido Elena, nunca le pregunté por aquella llamada que sólo él podía haber recibido, aunque la curiosidad me devoraba. En ¡las semanas y meses que siguieron a aquel mensaje que me escribió en su pizarra, nunca advertí ej menor indicio de que Yilal fuera capaz de hablar.
La llamada sobrevino dos meses y medio después de la anterior. Yo estaba en la ducha, preparándome para ir a la Unesco, cuando sentí repiquetear el teléfono y tuve el palpito: «Es ella». Corrí al dormitorio y descolgué el auricular, dejándome caer sobre la cama, mojado como estaba:
– ¿Vas a colgarme también esta vez, niño bueno?
– ¿Cómo estás, niña mala?
Hubo un pequeño silencio y, por fin, una risita:
– Vaya, vaya, por fin te dignas contestarme. A qué se debe este milagro, ¿se puede saber? ¿Ya se te pasó el colerón o me odias todavía?
Tuve ganas de colgarle, al advertir el tonito ligeramente burlón y un relente de triunfo en sus palabras.
– Para qué me llamas -le pregunté-. Para qué me has llamado todas esas veces.
– Necesito hablar contigo -dijo ella, cambiando de tono.
– ¿Dónde estás?
– Estoy aquí, en París, hace algún tiempo. ¿Podemos vernos un momento?
Me quedé helado. Tenía la seguridad de que ella seguía en Tokio, o en algún país lejano, y que nunca volvería a poner los pies en Francia. Saber que estaba aquí y que podía verla en cualquier momento, me sumió en una confusión total.
– Sólo un ratito -insistió, pensando que mi silencio anticipaba una negativa-. Lo que tengo que decirte es muy personal, prefiero no hacerlo por teléfono. Media hora, nada más. No es mucho para una vieja amiga, ¿no?
La cité para dos días después, a la salida de la Unesco, a las seis de la tarde, en La Rhumerie, de Saint Germain-des-Prés (ese bar se había llamado siempre La Rhumerie Martiniquaise, pero en los últimos tiempos, por alguna misteriosa razón, había perdido el gentilicio). Cuando colgué, mi corazón tronaba en mi pecho. Antes de volver a la ducha debí quedarme sentado un rato, con la boca abierta, hasta que se normalizara mi respiración. ¿Qué hacía ella en París? ¿Trabajitos especiales por encargo de Fukuda? ¿Abrir el mercado europeo a los afrodisíacos exóticos de colmillos de elefante y cuernos de rinoceronte? ¿Me necesitaba para que le echara una mano en sus operaciones de contrabando, lavado de dinero y otros negocios mañosos? Había hecho una estupidez contestando el teléfono. La vieja historia iba a repetirse. Conversaríamos, yo volvería a rendirme a ese poder que ella había tenido siempre sobre mí, viviríamos un breve y falso idilio, yo me haría toda clase de ilusiones, y, en el momento menos pensado, se desaparecería y yo quedaría maltrecho y alelado, lamiendo mis heridas como en Tokio. ¡Hasta el próximo capítulo!
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