– ¿Por qué no me dices la verdad? Por una vez en tu vida. Anda, dime la verdad.
– La verdad es que, por primera vez, me siento insegura, sin saber qué hacer. Muy sola. No me había pasado hasta ahora, pese a que he tenido momentos muy difíciles. Para que lo sepas, vivo enferma de miedo -hablaba con una sequedad orgullosa, en un tono y una actitud que parecían desmentir lo que decía. Me miraba a los ojos, sin pestañear.
– El miedo es una enfermedad, también. Me paraliza, me anula. Yo no lo sabía y ahora lo sé. Conozco algunas personas aquí en París, pero no me fío de nadie. De ti, sí. Ésa es la verdad, me creas o no. ¿Puedo llamarte, de tiempo en tiempo? ¿Podremos vernos de cuando en cuando, en un bistrot, así como hoy?
– No hay ningún problema. Claro que sí.
Conversamos cerca de una hora todavía, hasta que oscureció del todo y se encendieron las vitrinas de las tiendas, las ventanas de los edificios de Saint Germain y los faroles rojos y amarillos de los autos formaron un río de luces que fluía despacio por el boulevard, frente a la terraza de La Rhumerie. Entonces, me acordé. ¿Quién le había contestado el teléfono de mi casa la vez anterior que me llamó? ¿Lo recordaba?
Me miró intrigada, sin entender. Pero, luego, asintió:
– Sí, una mujercita. Pensé que tenías una amante, pero después me di cuenta que era más bien una sirvienta. ¿Una filipina?
– Un niño. ¿Habló contigo? ¿Estás segura?
– Me dijo que estabas de viaje, creo. Nada, dos palabras. Le dejé un mensaje, ya veo que te lo dio. ¿A qué viene eso, ahora?
– ¿Habló contigo? ¿Estás segura?
– Dos palabras -repitió ella, asintiendo-. ¿De dónde salió ese niño? ¿Lo has adoptado?
– Se llama Yilal. Tiene nueve o diez años. Es vietnamita, hijo de dos vecinos, amigos míos. ¿Estás segura de que habló contigo? Porque, ese niño es mudo. Ni sus padres ni yo le hemos oído nunca la voz.
Se desconcertó y por un buen momento, entrecerrando los ojos, consultó su memoria. Hizo varios gestos afirmativos con la cabeza. Sí, sí, lo recordaba clarísimo. Habían hablado en francés. Su voz era tan delgadita que a ella le pareció femenina. -Medio chillona, medio exótica. Cambiaron muy pocas palabras. Que yo no estaba, que estaba de viaje. Y cuando ella le pidió que me dijera que había llamado «la niña mala» -se lo dijo en español-, la vocecita la interrumpió: «¿Qué, qué?». Tuvo que deletrearle «niña mala». Se acordaba muy bien. El niño le había hablado, no tenía la menor duda.
– Entonces, hiciste un milagro. Gracias a ti, Yilal se ha puesto a hablar.
– Si tengo esos poderes, los voy a usar. Las brujas deben ganar un montón de plata en Francia, me figuro.
Cuando, un rato después, nos despedimos en la boca del metro Saint Germain y le pedí su teléfono y su dirección, no quiso dármelos. Ella me llamaría.
– No cambiarás nunca. Siempre misterios, siempre cuentos, siempre secretos.
– Me ha hecho bien verte y hablar contigo, por fin -me calló-. Ya no me volverás a colgar el teléfono, espero.
– Dependerá de cómo te portes.
Se alzó en puntas de pie y sentí que su boca se fruncía en Un rápido beso en mi mejilla.
La vi desaparecer en la boca del metro. De espaldas, tan delgadita, sin tacos, no parecía haber envejecido tanto como de frente.
Aunque seguía lloviznando y hacía algo de frío, en vez de tomar el metro o un ómnibus, preferí caminar. Era mi único deporte ahora; mis idas al gimnasio duraron pocos meses. Los ejercicios me aburrían y más todavía el tipo de gente con la que me codeaba haciendo la cinta, las barras o los aerobics. En cambio, andar por esa ciudad llena de secretos y maravillas me entretenía, y en días de emociones fuertes como éste, una larga caminata,.aunque fuera bajo el paraguas, la lluvia y el viento, me haría bien.
De las cosas que la niña mala me había contado, lo único absolutamente cierto, sin duda, era que Yilal había cambiado algunas frases con ella. El niño de los Gra-voski, pues, podía hablar; acaso ya lo había hecho antes, con gente que no lo conocía, en el colegio, en la calle. Era un pequeño misterio que tarde o temprano revelaría a sus padres. Imaginé la alegría de Simón y Elena cuando escucharan esa vocecita delgada, un poco chillona, que me había descrito la niña mala. Remontaba el boulevard Saint Germain rumbo al Sena, cuando, poco antes de la librería Julliard, descubrí una pequeña tienda de soldaditos de plomo que me recordó a Salomón Toledano y sus desgraciados amores japoneses. Entré y le compré a Yilal una cajita con seis jinetes de la guardia imperial rusa.
¿Qué más habría de cierto en la historia de la niña mala? Probablemente, que Fukuda la había largado de mala manera y que estuvo -acaso lo estaba todavía- enferma. Saltaba a la vista, bastaba ver esos huesos salientes, su palidez, sus ojeras. ¿Y la historia de Lagos? Tal vez fuera verdad que tuvo problemas con la policía. Era un riesgo que corría en los negocios sucios en que la había enredado su amante japonés. ¿No me lo dijo ella misma en Tokio, entusiasmada? La ingenua creía que esas aventuras de contrabandista y traficante, jugarse la libertad en los viajes africanos, condimentaban la vida, la hacían más suculenta y divertida. Me acordaba de sus palabras: «Haciendo estas cosas, vivo más». Bueno, quien juega con fuego tarde o temprano termina por chamuscarse. Si de veras había estado presa, era posible que la policía la violara. Nigeria tenía fama de ser el paraíso de la corrupción, una satrapía militar, su policía debía de ser putrefacta. Violada por sabe Dios cuántos, brutalizada horas de horas en un cubil inmundo, contagiada de una enfermedad venérea y de ladillas y, luego, curada por matasanos que usaban sondas sin desinfectar. Me asaltó una sensación de vergüenza y de cólera. Si le había pasado todo aquello, incluso sólo algo de aquello, y estuvo al borde de la muerte, mi reacción tan fría, de incrédulo, había sido mezquina, la de un resentido que sólo quería desfogar su orgullo herido por aquel mal rato de Tokio. Hubiera debido decirle algo cariñoso, simular que la creía. Porque, aun cuando lo de la violación y la cárcel fueran mentiras, era cierto que andaba hecha una ruina física. Y, sin duda, medio muerta de hambre. Te habías portado mal, Ricardito. Muy mal-si era verdad que recurría a mí porque se sentía sola e insegura y yo era la única persona en el mundo en quien confiaba. Esto último debía ser exacto. Ella nunca me había amado, pero me tenía confianza, el cariño que despierta un criado leal. Entre-sus amantes y compinches de ocasión, yo era el más desinteresado, el más devoto. El abnegado, el dócil, el huevón. Por eso te eligió para que cremaras su cadáver. ¿Y echaras sus cenizas al Sena o las guardaras en una pequeña urna de porcelana de Sévres, en tu velador?
Llegué a la rué Joseph Granier mojado de pies a cabeza y muerto de frío. Me di una ducha caliente, me puse ropa seca y me preparé un sandwich de queso y jamón que acompañé con un yogur de frutas. Con mi cajita de soldaditos de plomo bajo el brazo, fui a tocar la puerta a los Gravoski. Yilal estaba ya acostado y ellos terminaban de cenar unos espaguetis con albahaca. Me ofrecieron un plato pero sólo les acepté una taza de café. Mientras Simón examinaba los soldaditos de plomo y bromeaba que con esos regalos yo quería hacer de Yilal un militarista, Elena advirtió en mi cautela algo raro.
– A ti te ha pasado algo, Ricardo -me dijo, escrutándome los ojos-. ¿La niña mala te llamó?
Simón alzó la cabeza de los soldaditos y me clavó la vista.
– Acabo de pasar con ella una hora, en un bistrot. Está viviendo en París. Es una ruina humana y pasa apuros, anda vestida como pordiosera. Dice que el japonés la largó, después de que la policía de Lagos la detuvo, en uno de esos viajes que hacía por África, ayudándolo en sus tráficos. Y que la violaron. Que le contagiaron ladillas y un chancro. Y que, después, en un hospital de mala muerte, casi la rematan. Puede ser cierto. Puede ser falso. No lo sé. Dice que Fukuda la largó temiendo que la Interpol la tuviera fichada y que los negros le hubieran contagiado el sida. ¿Verdad o invención? No tendré nunca maneras de saberlo.
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