Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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A mi regreso de uno de esos viajes de trabajo, a Bruselas, Yilal me mostró en su pizarrón este mensaje: «Cuando estabas de viaje, te llamó la niña mala». La frase estaba escrita en francés, pero niña mala en español.

Era la cuarta vez que me llamaba, en el par de años transcurridos desde aquel episodio de Japón. La primera fue a los tres o cuatro meses de mi desalada partida de Tokio, cuando todavía andaba luchando por recomponerme de aquella experiencia que había dejado en mi memoria una llaga que aún supuraba a veces. Hacía una consulta en la biblioteca de la Unesco y la bibliotecaria me transfirió una llamada de la sala de intérpretes. Antes de decir «¿aló?» reconocí su voz:

– ¿Todavía estás enojado conmigo, niño bueno? Corté, sintiendo que me temblaba la mano.

– ¿Malas noticias? -me preguntó la bibliotecaria, una georgiana con la que solíamos hablar en ruso-. Qué pálido te has puesto.

Tuve que encerrarme en un bañito de la Unesco a vomitar. El resto del día estuve aturdido por aquella llamada. Pero había tomado la decisión de no volver a ver a la niña mala, ni hablar con ella, e iba a cumplir. Sólo así me curaría de ese lastre que había condicionado mi vida desde aquel día en que, para echar una mano a mi amigo Paúl, fui a recoger a aquellas tres aspirantes a guerrilleras al aeropuerto de Orly. Conseguía olvidarla sólo a medias. Entregado a mi trabajo, a las obligaciones que me imponía -entre las que primaba siempre la de perfeccionar el ruso-, pasaba a veces semanas sin recordarla. Pero, de pronto, algo me la traía a la memoria y era como si una solitaria se aposentara en mis entrañas y comenzara a devorarme el entusiasmo, las energías. Caía en el abatimiento y no había manera de quitarme de la cabeza aquella imagen de Kuriko, abrumándome de caricias con un fuego que jamás me mostró antes, para complacer a su amante japonés, que nos contemplaba, masturbándose, desde las sombras.

Su segunda llamada me sorprendió en el Hotel Sacher, de Viena, en la única aventura que tuve en esos dos años, con una compañera de trabajo en una conferencia de la Junta de Energía Atómica. Mi inapetencia sexual había sido absoluta desde el episodio de Tokio, tanto que llegué a preguntarme si no me había quedado impotente. Estaba casi acostumbrado a vivir sin sexo, cuando, el mismo día que nos conocimos, Astrid, una intérprete danesa, me propuso con desarmante naturalidad: «Si quieres, esta noche podemos vernos». Era alta, pelirroja, atlética, sin complicaciones, de unos ojos tan claros que parecían líquidos. Fuimos a cenar unos tafelspitz con cerveza al Café Central, en el Palais Ferstel, Herrengasse, de columnas de mezquita turca, techo abovedado y mesas de mármol enrojecido, y luego, sin necesidad de concertación previa, a acostarnos al lujoso Hotel Sacher, donde estábamos alojados los dos pues el hotel hacía descuentos importantes a los participantes en la conferencia. Era una mujer atractiva todavía, aunque la edad comenzaba a dejar algunas huellas en su blanquísimo cuerpo. Hacía el amor sin que la sonrisa se retirara de su cara, incluso en el momento del orgasmo. Gocé y ella gozó también, pero me pareció que esa manera de hacer el amor, tan sana, tenía que ver más con la gimnasia que con lo que el difunto Salomón Toledano llamaba en una de sus cartas «el perturbante y lascivo placer de las gónadas». La segunda y última vez que nos acostamos, sonó el teléfono en mi velador cuando acabábamos de terminar las acrobacias y Astrid empezaba a contarme la proeza de una hija suya que, en Copenhague, de bailarina de ballet pasó a acróbata de circo. Descolgué el auricular, dije «¿aló?», y escuché la voz de gatita cariñosa:

– ¿Me vas a cortar otra vez, pichiruchi?

Retuve unos segundos el aparato, mientras maldecía mentalmente a la Unesco por haberle dado mi teléfono en Viena, pero corté cuando ella, luego de una pausa, comenzó a decir: «Vaya, por lo menos esta vez…».

– ¿Historias de un viejo amor? -adivinó Astrid-. ¿Me voy al baño para que hables más tranquilo?

No, no, era una historia requeteacabada. Desde aquella noche, no había vuelto a tener ninguna relación sexual, y, la verdad, el asunto no me preocupaba en absoluto. A mis cuarenta y siete años había llegado a la comprobación de que un hombre podía llevar una vida perfectamente normal sin hacer el amor. Porque mi vida era bastante normal, aunque vacía. Trabajaba mucho y cumplía con mi trabajo, para llenar el tiempo y cobrar un sueldo, no porque me interesara -eso me ocurría ya muy rara vez-, y hasta mis estudios de ruso y la casi infinita traducción de los cuentos de Iván Bunín, que deshacía y rehacía, resultaron un quehacer mecánico, que sólo muy de cuando en cuando se volvía entretenido. Incluso el cine, los conciertos, la lectura, los discos, eran más maneras de ocupar el tiempo que actividades que me entusiasmaran, como antes. También por eso le guardaba rencor a Kuriko. Por su culpa, las ilusiones que hacen de la existencia algo más que una suma de rutinas, se me habían apagado. A ratos, me sentía un viejo.

Tal vez por ese estado de ánimo, la llegada de Elena, Simón y Yilal Gravoski al edificio de la rué Joseph Granier fue providencial. La amistad de mis vecinos inyectó un poco de humanidad y emoción a mi desangelada existencia. La tercera llamada de la niña mala fue a mi casa de París, por lo menos un año después de la de Viena.

Era el amanecer, las cuatro o cinco de la mañana, y los timbrazos del teléfono me sacaron del sueño, asustado. Timbró tantas veces que, por fin, abrí los ojos y a tientas busqué el auricular:

– No me cortes -en su voz se mezclaban la súplica y la cólera-. Necesito hablar contigo, Ricardo.

Le corté y, por supuesto, ya no pude pegar los ojos el resto de la noche. Estuve angustiado, sintiéndome mal, hasta que vi rayar un alba color ratón en el cielo de París a través de la claraboya sin cortinas de mi dormitorio. ¿Para qué insistía en llamarme, cada cierto tiempo? Porque, en su intensa vida yo debía de ser una de las pocas cosas estables, el idiota fiel y enamorado, siempre allí, esperando la llamada para hacer sentir al ama que era todavía lo que sin duda ya estaba dejando de ser, lo que pronto no sería más: joven, bella, amada, codiciable. ¿O, tal vez, necesitaba algo de mí? No era imposible. De pronto había aparecido en su vida algún huequito que el pichiruchi podía llenar. Y con ese helado carácter suyo, no vacilaba en buscarme, convencida de que no había dolor, humillación, que ella, con su infinito poder sobre mis sentimientos, no fuera capaz de borrar en dos minutos de conversación. Conociéndola, era seguro que no daría su brazo a torcer; seguiría insistiendo, cada cierto número de meses, de años. No, esta vez te equivocabas. No volvería a contestarte el teléfono, peruanita.

Ahora había llamado por cuarta vez. ¿De dónde? Se lo pregunté a Elena Gravoski pero, para mi sorpresa, me repuso que ella no había respondido esa llamada ni ninguna otra durante mi viaje a Bruselas.

– Entonces, fue Simón. ¿No te ha dicho nada?

– El ni siquiera pone los pies en tu piso, llega del Instituto cuando Yilal ya está cenando.

Pero, entonces, ¿era Yilal quien había hablado con la niña mala?

Elena palideció ligeramente.

– No se lo preguntes -me dijo, bajando la voz. Estaba blanca como el papel-. No le hagas la menor alusión a ese recado que te dio.

¿Era posible que Yilal hubiera hablado con Kuriko? ¿Era posible que, cuando sus padres no estaban cerca ni podían verlo ni oírlo, el niño rompiera su mudez?

– No pensemos en eso, no hablemos de eso -repitió Elena, haciendo un esfuerzo por componer la voz y aparentar naturalidad-. Lo que tiene que ocurrir, ocurrirá. A su debido tiempo. Si tratamos de forzarlo, lo empeoraríamos todo. Siempre he sabido que iba a ocurrir, que va a ocurrir. Cambiemos de tema, Ricardo. ¿Qué es eso de la niña mala? ¿Quién es? Cuéntame de ella, más bien.

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