– A los surrealistas les hubiera encantado oír una cosa así, sobrino -le dije yo, señalando los rompeolas del Regatas sobre los que revoloteaban gaviotas blancas, patillos negros y una bandada de alcatraces de mirada filosófica y buches como cucharones-. Los rompeolas, el perfecto ejemplo de lo maravilloso-cotidiano.
– Después me explicarás quiénes son los surrealistas, tío Ricardo -dijo el ingeniero, llamando al mozo e indicándome de manera perentoria que él pagaría la cuenta-. Ya veo, aunque te hagas el escéptico, mi historia de los rompeolas te ha dejado knocked out de la impresión.
Sí, me había dejado intrigadísimo. ¿Hablaba en serio? Lo que me contó Alberto me estuvo dando vueltas desde ese día, yéndose y volviendo a mi conciencia de tanto en tanto, como si intuyera que siguiendo esa leve huella iba a encontrarme de pronto con la cueva de un tesoro.
Había vuelto a Lima por un par de semanas, de manera un tanto precipitada, con la intención de despedir y enterrar al tío Ataúlfo Lamiel, quien había sido llevado de urgencia a la Clínica Americana, con su segundo ataque cardíaco, y sometido a una operación a corazón abierto, sin muchas esperanzas de sobrevivir a la prueba. Pero, sorprendentemente, sobrevivió y parecía incluso en franco proceso de recuperación con sus ochenta años y sus cuatro by-passes. «Tu tío tiene más vidas que un gato», me dijo el doctor Castañeda, el cardiólogo de Lima que lo operó. «La verdad, yo creí que de ésta no salía.» Mi tío Ataúlfo intervino para decir que era yo, con mi venida a Lima, quien le había devuelto la vida, y no los matasanos. Ya había dejado la Clínica Americana y convalecía en su casa, cuidado por una enfermera permanente y por Anastasia, la criada nonagenaria que lo había acompañado toda la vida. La tía Dolores había fallecido un par de años atrás. Aunque traté de alojarme en un hotel, él insistió para llevarme a su casita de dos pisos, no lejos del Olivar de San Isidro, donde tenía sitio de sobra.
El tío Ataúlfo había envejecido mucho y era ahora un hombrecito frágil que arrastraba los pies y delgadito como un palo de escoba. Pero conservaba la cordialidad desbordante de siempre y se mantenía alerta y curioso, leyendo, ayudándose con una lupa de filatelista, tres o cuatro periódicos diarios, y escuchando todas las noches las noticias para saber cómo andaba el mundo en que vivimos. A diferencia de Alberto, el tío Ataúlfo tenía sombrías prevenciones sobre el futuro inmediato. Creía que Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru) tenían para rato y desconfiaba del triunfo del Apra en las próximas elecciones que las encuestas pronosticaban. «Será el puntillazo para el pobre Perú, sobrino», se quejaba.
Yo volvía a Lima después de casi veinte años. Me sentía un extranjero total, en una ciudad en la que casi no quedaba rastro de mis recuerdos. La casa de mi tía Alberta había desaparecido y, en su lugar, surgido un feo edificio de cuatro pisos. Lo mismo ocurría por doquier en Miraflores, donde apenas resistía la modernización una que otra de esas casitas con jardines de mi infancia. Todo el barrio se había despersonalizado con una profusión de edificios de alturas desiguales y la multiplicación de comercios y bosques aéreos de avisos luminosos que competían en vulgaridad y mal gusto. Gracias al ingeniero Alberto Lamiel, había podido echar una ojeada a los barrios miliunanochescos donde se habían desplazado los ricos y acomodados. Estaban rodeados por las gigantescas barriadas, llamadas ahora, eufemísticamente, pueblos jóvenes, donde se habían refugiado millones de campesinos bajados de la sierra, huyendo del hambre y la violencia -las acciones armadas y el terrorismo estaban concentrados en la región de la sierra central principalmente-, que malvivían en casuchas de esteras, palos, latas, trapos o lo que fuera, en asentamientos donde, en la mayoría, no había agua, ni luz, ni desagües, ni calles, ni transporte. Esa coexistencia de la riqueza y la pobreza hacía que, en Lima, los ricos parecieran más ricos y los pobres más pobres. Muchas tardes, cuando yo no salía a reunirme con mis viejos amigos del Barrio Alegre o con mi flamante sobrino Alberto Lamiel, me quedaba conversando con el tío Ataúlfo y este tema volvía obsesivamente a nuestra conversación. A mí me parecía que las diferencias económicas entre la muy pequeña minoría de peruanos que vivía bien y disfrutaba de educación, trabajo, diversiones, y los que a duras penas sobrevivían en condiciones pobres o misérrimas, se habían agravado en estas dos décadas. Según él, era una falsa impresión, debido a la perspectiva que yo traía de Europa, donde la existencia de una enorme clase media diluía y borraba esos contrastes entre los extremos. Pero en el Perú, donde la clase media era muy delgada, aquellos enormes contrastes habían existido siempre. El tío Ataúlfo vivía consternado con la violencia que se abatía sobre la sociedad peruana. «Siempre sospeché que esto podía pasar. Ya está, ha ocurrido. Menos mal que la pobre Dolores no llegó a verlo.» Los secuestros, las bombas de los terroristas, la destrucción de puentes, carreteras, centrales eléctricas, el ambiente de inseguridad y vandalismo, se lamentaba, retrasarían muchos años más ese despegue del país hacia la modernidad en el que el tío Ataúlfo nunca había dejado de creer. Hasta ahora. «Yo ya no veré ese despegue, sobrino. Ojalá que tú sí.»
Nunca pude darle una explicación convincente de por qué la niña mala no quiso venir a Lima conmigo, porque yo tampoco la tenía. Tomó con disimulado escepticismo que ella no hubiera podido abandonar su trabajo porque, precisamente en esta época del año, la compañía tenía que hacer frente a una demanda abrumadora de convenciones, conferencias, bodas, banquetes y celebraciones de toda índole, lo que le impedía tomarse un par de semanas de vacaciones. Yo no me lo creí tampoco, allá en París, cuando ella esgrimió ese pretexto para no acompañarme, y se lo dije. La niña mala acabó entonces por reconocerme que no era cierto, que, en realidad, no quería venir a Lima. «¿Y por qué. se puede saber?», la tentaba yo. «¿No extrañas tanto la comida peruana? Pues, te propongo un par de semanas con todas las exquisiteces de la gastronomía nacional, el ceviche de corvina, el chupe de camarones, el arroz con pato, el lomito saltado, la causa, el seco de chabelo y todo lo que se te antoje.» No hubo forma, ni en serio ni en broma aceptó mis señuelos para convencerla. No iría al Perú, ni ahora ni nunca. No volvería a poner los pies allá ni por un par de horas. Y cuando yo quise cancelar el viaje, para no dejarla sola, ella insistió en que viajara, alegando que, justamente en esta época, estarían en París los Gravoski, a los que podía recurrir si en algún momento necesitaba ayuda.
Encontrar ese trabajo había sido el mejor remedio para su estado de ánimo. También la ayudó, me parece, que, después de superar las mil complicaciones, nos casáramos y ella se convirtiera, según le gustaba decirme a veces en la intimidad, en «una mujer que, por primera vez en su vida, a punto de cumplir 48 años, tenía sus papeles en regla». Yo pensé que siendo la personita inquieta y libérrima que siempre había sido, trabajar en una compañía que organizaba «eventos sociales» la aburriría muy pronto, y que sería una empleada tan poco competente que la despedirían. No fue así. Al contrario, al poco tiempo se ganó la confianza de su jefa. Y ocuparse, hacer cosas, asumir obligaciones, aunque fuera pedir precios en hoteles y restaurantes, cotejarlos y negociar descuentos," averiguar lo que las empresas, asociaciones, familias, aspiraban a tener -qué clase de paisajes, hoteles, menús, espectáculos, orquestas- en torno a sus encuentros, banquetes, aniversarios, lo tomaba muy a pecho. No sólo trabajaba en la oficina, también en la casa. En las tardes y en las noches, yo la oía, pegada al teléfono, discutiendo detalles de esos contratos con infinita paciencia o dando cuenta a Martine, su jefa, de las gestiones del día. A veces, debía viajar a provincias -generalmente a Provenza, la Costa Azul o Biarrhz- acompañando a Martine, o enviada por ésta. Entonces, me llamaba todas las noches, y me contaba, con lujo de detalles, sus quehaceres del día. Le había hecho bien tener su tiempo ocupado, adquirir responsabilidades y ganar dinero. Otra vez se vestía con coquetería, iba a peluquerías, masajistas, manicuristas y pedicuristas, y constantemente estaba dándome la sorpresa de un cambio de maquillaje, peinado o atuendo. «¿Haces esto para estar a la moda o para tener siempre enamorado a tu marido?» «Lo hago sobre todo porque a los clientes les encanta verme bonita y elegante. ¿Te da celos?» Sí, me daba. Yo seguía enamorado de ella como un becerro y creo que ella lo estaba también de mí, porque, salvo pequeñas crisis pasajeras, desde aquella noche en que estuve a punto de zambullirme en el Sena, advertía unos detalles en nuestra relación antes impensables en ella. «Esta separación de dos semanas será una prueba», me dijo, la noche de mi partida. «A ver si te enamoras más de mí p me dejas por una de esas peruanitas traviesas, niño bueno.» «Para peruanitas traviesas, tengo de sobra contigo.» Había conservado su esbelta silueta -iba siempre los fines de semana al gimnasio de l'avenue Montaigne a hacer ejercicios y nadar- y su cara seguía fresca y animosa.
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