Pese a su insolvencia, con otros hippies vagabundos se las arregló para llegar a Katmandú, donde descubrió que en el espiritualizado Nepal era más difícil sobrevivir sin dinero que en la materialista Europa. La solidaridad de sus compañeros de trashumancia fue decisiva para que no se muriera de hambre ni de enfermedad, porque en la India tuvo una fiebre de malta que lo puso en un tris de partir al otro mundo. La chica y los dos chicos que viajaban con él se turnaron a su cabecera, mientras convalecía en un inmundo hospital de Madras donde las ratas se paseaban entre los enfermos tendidos en el suelo sobre esteras.
– Ya me había acostumbrado totalmente a esa vida de tramp, a que mi casa fuera la calle, cuando cambió mi suerte.
Estaba pintando retratos a carboncillo, por un par de libras esterlinas cada uno, a las puertas del Victoria amp; Albert Museum, en Brompton Road, cuando, inesperadamente, una señora con una sombrilla para el sol y unos guantes de gasa le pidió que retratara a la perrita que paseaba, una King Charles de manchas blancas y cafés, cepillada, lavada y peinada con aires de lady. La perrita se llamaba Esther. El dibujo doble que le hizo Juan, «de frente y de perfil», encantó a la señora. Cuando iba a pagarle descubrió que no llevaba consigo ni un centavo, porque le habían robado la cartera o la había olvidado en casa. «No importa», le dijo Juan. «Ha sido un honor trabajar para una modelo tan distinguida.» La señora, confundida y llena de agradecimiento, se fue. Pero luego de dar unos pasos, regresó y alcanzó a Juan una tarjeta. «Si alguna vez pasa por aquí, toque la puerta, para que salude a su nueva amiga.» Le señalaba a la perrita.
Mrs. Stubard, enfermera jubilada, viuda y sin hijos, se convirtió en el hada madrina cuya varita mágica sacó a Juan Barrete de las calles de Londres y, poco a poco, lo fue limpiando («Una de las consecuencias de ser un tramp es que no te bañas nunca y ni hueles lo hediondo que estás»), alimentando, vistiendo, y, finalmente, catapultando al medio más inglés de los ingleses: el mundo de los dueños de establos, jinetes, preparadores y aficionados a la hípica de Newmarket, donde nacen, crecen, mueren y se entierran los caballos de carreras más famosos de Gran Bretaña y acaso del mundo.
Mrs. Stubard vivía sola, con la pequeña Esther, en una casita de ladrillos rojos y un pequeño jardín que ella rnisma cuidaba y mantenía primoroso, en una sección tranquila y próspera de Saint John's Wood. La había heredado de su marido, un pediatra que se pasó toda su vida en los pabellones y consultorios del Charing Cross Hospital cuidando niños ajenos y que nunca pudo tener uno propio. Juan Barreto tocó la puerta de la viuda un mediodía en que tenía más hambre, soledad y angustia que otros. Ella lo reconoció enseguida.
– He venido a saber cómo anda mi amiga Esther. Y, si no es mucho pedir, a que me convide un pedazo de pan.
– Pase, artista -le sonrió ella-. ¿Le importaría sacudirse un poco esas asquerosas sandalias que lleva? Y aproveche también para lavarse los pies en el caño del jardín.
«Mrs. Stubard era un ángel caído del cielo», según Juan Barreto. «Había enmarcado mi carboncillo de la perrita y lo tenía en una mesita de la sala. Se veía muy bien.» Hizo que Juan se lavara también las manos con agua y jabón («Desde el primer momento adoptó ese aire de mamá mandona que todavía tiene conmigo») y le preparó un par de sandwiches de tomate, queso y pepinillos y una taza de té. Estuvieron conversando un buen rato y ella exigió que Juan le contara su vida de pe a pa. Era alerta y ávida por saberlo todo sobre el mundo, e insistía en que Juan le describiera con lujo de detalles cómo eran, de dónde salían y qué vidas llevaban los hippies.
«Aunque no te lo creas, el que resultó fascinado por la viejita fui yo. Iba a verla no sólo para que me diera de comer, sino porque la pasaba bacán conversando con ella. Tenía un cuerpo de setenta, pero un espíritu de quince. Y, muérete, la volví una hippy.»
Juan caía por la casita de St. John's Wood una vez por semana, bañaba y peinaba a Esther, ayudaba a Mrs. Stubard a podar y regar el jardín, y, a veces, la acompañaba a hacer la compra al vecino almacén de Sainsbury. Los aburguesados residentes de St. John's Wood observarían extrañados a la asimétrica pareja. Juan la ayudaba a cocinar -le enseñó las recetas peruanas de la papa rellena, el ají de gallina y el ceviche-, le lavaba los platos y luego tenían conversadas sobremesas en las que Juan le hacía oír conciertos de los Beatles y los Rolling Stones, le contaba sus mil y una aventuras y anécdotas de los chicos y chicas hippies que había conocido en sus peregrinaciones por Londres, la India y el Nepal. La curiosidad de Mrs. Stubard no se contentó con las explicaciones de Juan sobre cómo el cannabis agudizaba la lucidez y la sensibilidad, principalmente para la música. Al final, venciendo sus prejuicios -era una metodista practicante-, dio dinero a Juan para que le hiciera probar la marihuana. «Era tan inquieta que, te juro, hubiera sido capaz de aventarse una cápsula de LSD si yo la animaba.» La sesión de marihuana se hizo con el fondo musical de la banda sonora de Yellow Submarine, la película de los Beatles que Mrs. Stubard y Juan fueron a ver del brazo a un cine de estreno en Picadilly Circus. Mi amigo estaba asustado de que a su protectora y amiga el viaje le sentara mal, y, en efecto, terminó quejándose de dolor de cabeza y quedándose dormida patas arriba sobre la alfombra de la sala, después de dos horas de
una excitación extraordinaria, en las que habló como una lora, lanzando carcajadas y haciendo unas figuras de ballet ante los ojos estupefactos de Juan y Esther.
La relación se convirtió en algo más que amistad, en un compañerismo cómplice y fraterno, pese a las diferencias de edad, lengua y procedencia. «Con ella me sentía como si fuera mi mamá, mi hermana, mi compinche y mi ángel de la guarda.»
Como si los testimonios de Juan sobre la subcul-tura hippy no le bastaran, Mrs. Stubard le propuso un día que invitara a dos o tres de sus amigos a tomar el té. Él tenía toda clase de dudas. Temía las consecuencias de aquel intento de mezclar el agua y el aceite, pero, al final, organizó la reunión. Seleccionó a tres entre las más presentables de sus amistades hippies y Íes advirtió que si hacían pasar un mal rato a Mrs. Stubard, o se robaban algo de su casa, él, rompiendo su vocación pacifista, les apretaría el pescuezo. Las dos chicas y el muchacho -Rene, Jody y Aspern- vendían incienso y unos bolsos tejidos según supuestos modelos afganos en las calles de Earl's Court. Se comportaron más o menos bien y dieron buena cuenta de la torta de fresas inflada de crema y de los pastelillos que les preparó Mrs. Stubard, pero, cuando encendieron un palito de incienso explicando a la dueña de casa que así se purificaría espiritualmente el ambiente y el karma de cada uno de los presentes se manifestaría mejor, resultó que Mrs. Stubard tenía un organismo alérgico a las nubéculas purificaderas: le vinieron unas ruidosas e imparables rachas de estornudos que le enrojecieron los ojos y la nariz y dispararon los ladridos de Esther. Superado este incidente, la velada procedió más o menos bien hasta que Rene, Jody y Aspern explicaron a Mrs. Stubard que formaban un triángulo amoroso y que hacer el amor a tres era rendir culto a la Santísima Trinidad -Dios Padre, Dios Hijo y Espíritu Santo- y una manera todavía más firme de poner en práctica la divisa «Hagan el amor, no la guerra», que había aprobado en la última demostración de Trafalgar Square contra la guerra de Vietnam nada menos que el filósofo y matemático Bertrand Russell. Para la moral metodista en la que había sido educada, aquello del amor tripartito resultó algo que Mrs. Stubard no había imaginado ni en la pesadilla más escabrosa. «A la pobre se le descolgó la mandíbula y el resto de la tarde estuvo mirando con un estupor catatónico al trío que le llevé. Después, me confesó, con aire melancólico, que, educándola como se educaban las inglesas de su generación, a ella la habían privado de muchas cosas curiosas de la vida. Y me contó que nunca había visto desnudo a su marido, porque, desde el primero hasta el último día, hicieron el amor a oscuras.»
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