Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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Juan insistió mucho, desde nuestro primer encuentro, en que cada vez que fuera a Londres me quedara en su pied-à-terre de Earl's Court. Él lo ocupaba apenas porque la mayor parte del tiempo la pasaba en Newmarket transfiriendo equinos de la realidad a las telas. Yo le haría un favor desapolillando el pisito de cuando en cuando. Si coincidíamos en Londres, tampoco habría problema porque él podía dormir donde Mrs. Stubard -seguía conservando su cuarto- y, en último caso, en su pied-à-terre se podía instalar una cama plegable en el único dormitorio. Insistió tanto que, al final, acepté. Como no permitió que le pagara ni un centavo por el alquiler, yo trataba de compensarlo trayéndole cada vez, de París, alguna buena botella de Bordeaux, unos quesos Camembert o Brie y unas latitas de páté de foie que le hacían brillar los ojos. Juan era ahora un hippy que no hacía dietas ni creía en el vegetarianismo.

Me gustó mucho Earl's Court, me enamoré de su fauna. El barrio respiraba juventud, música, unas vidas sin orejeras ni cálculos, grandes dosis de ingenuidad, la voluntad de vivir al día, fuera de la moral y los valores convencionales, buscando un placer que rehuía los viejos mitos burgueses de la felicidad -el dinero, el poder, la familia, la posición, el éxito social- y lo encontraba en formas simples y pasivas de existencia: la música, los paraísos artificiales, la promiscuidad y un absoluto desinterés por el resto de los problemas que sacudían a la sociedad. Con su hedonismo tranquilo, pacífico, los hippies no hacían daño a nadie; tampoco ejercían el apostolado, no querían convencer ni reclutar a esas gentes con las que habían roto para llevar su vida alternativa: querían que los dejaran en paz, absortos en su egoísmo frugal y su sueño psicodélico.

Yo sabía que nunca sería uno de ellos, porque, pese a creerme una persona bastante libre de prejuicios, jamás me sentiría natural dejándome crecer los pelos hasta los hombros o vistiéndome con capas, collares y blusas tornasoladas, ni practicando entreveros sexuales colectivos. Pero sentía una gran simpatía y hasta una envidia melancólica por esos muchachos y muchachas, entregados sin la menor aprensión al confuso idealismo que guiaba sus conductas y sin imaginar los riesgos que por todo ello estaban obligados a correr.

Todavía en esos años, aunque no por mucho tiempo más, los empleados de los bancos, aseguradoras y compañías financieras de la City vestían el atuendo tradicional de pantalón a rayas, chaqueta negra, sombrerito bombín y el infaltable paraguas negro bajo el brazo. Pero, en las callecitas de casas de dos o tres pisos, con jardincillos a la entrada y en la parte trasera, de Earl's Court, se veía a las gentes vestidas como si fueran a un baile de disfraces, incluso en harapos, a menudo descalzas, pero siempre con un sentido estético aguzado, buscando lo llamativo, lo exótico, lo distinto, y con detalles de picardía y humor. A mí me maravillaba mi vecina, Marina, una colombiana que había venido a Londres a estudiar danza. Tenía un hámster que constantemente se le escapaba al pied-à-terre de Juan y a mí me daba tremendos sustos pues solía treparse a la cama y acurrucarse entre las sábanas. Marina, aunque vivía con grandes apuros de dinero y debía de tener muy poca ropa, rara vez se vestía dos veces de la misma manera: aparecía un

día con unos grandes overoles de payaso y un tongo en la cabeza y al día siguiente con una minifalda que prácticamente no dejaba ningún secreto de su cuerpo librado a la fantasía de los paseantes. Un día me la encontré en la estación de Earl's Court montada en unos zancos y con la cara desfigurada por la Unionjack, la bandera británica, pintada de oreja a oreja.

Muchos hippies, acaso la mayoría, procedían de la clase media o alta, y su rebelión era familiar, dirigida contra la regulada vida de sus padres, contra lo que consideraban la hipocresía de sus costumbres puritanas y las fachadas sociales tras las que escondían su egoísmo, su espíritu insular y su falta de imaginación. Eran simpáticos su pacifismo, su naturismo, su vegetarianismo, su afanosa búsqueda de una vida espiritual que diera trascendencia a su rechazo de un mundo materialista y roído por prejuicios clasistas, sociales y sexuales con el que no querían saber nada. Pero todo ello era anárquico, espontáneo, sin centro ni dirección, ni siquiera ideas, porque los hippies -por lo menos los que conocí y observé de cerca-, aunque decían identificarse con la poesía de los beatniks-Alien Ginsberg hizo un recital de sus poemas en Trafalgar Square en el que cantó y bailó danzas hindúes y al que asistieron miles de jóvenes-, lo cierto es que leían muy poco o no leían nada. Su filosofía no estaba basada en el pensamiento y la razón sino en los sentimientos: en el feeling.

Una mañana en que me hallaba en el pied-à-terre de Juan dedicado a la prosaica tarea de planchar unas camisas y calzoncillos que acababa de lavar en la Laundromat de Earl's Court, me tocaron la puerta. Abrí y me encontré con media docena de muchachos rapados al coco, que llevaban botas comando, pantalones cortos y casacas de cuero de corte militar, algunos de ellos con cruces y medallas guerreras en el pecho. Me preguntaron por el pub Swag and Tails, que estaba a la vuelta de la esquina. Fueron los primeros skin heads (cabezas rapadas) que vi. Desde entonces, esas pandillas aparecían de cuando en cuando por el barrio, a veces armados de garrotes, y los benignos hippies que habían extendido en las veredas sus mantas para vender sus chucherías artesanales tenían que salir volando, algunos con sus criaturas en los brazos, porque los skin heads les profesaban un odio cerril. No era sólo un odio a su modo de vida sino también clasista, porque esos matones, jugando a los SS, procedían de sectores obreros y marginales y encarnaban su propio tipo de rebelión. Se convirtieron en las fuerzas de choque de un partido minúsculo, el National Front, racista, que pedía la expulsión de los negros de Inglaterra. Su ídolo era Enoch Powell, un parlamentario conservador que, en un discurso que causó revuelo, había profetizado de manera apocalíptica que «correrían ríos de sangre en Gran Bretaña» si no se atajaba la inmigración. La aparición de los cabezas rapadas creó cierta tensión y hubo algunos hechos de violencia en el barrio, pero aislados. En lo que a mí concierne, todas esas cortas estancias en Earl's Court fueron muy gratas. Hasta el tío Ataúlfo lo advirtió. Nos escribíamos con cierta frecuencia; yo le contaba mis descubrimientos londinenses y él me daba sus quejas sobre los desastres económicos que la dictadura del general Velasco Alvarado comenzaba a causar en el Perú. En una de sus cartas, me dijo: «Veo que lo pasas muy bien en Londres, que esa ciudad te hace feliz».

El barrio se había llenado de pequeños cafés y restaurantes vegetarianos, y casas donde se ofrecían todas las variedades de té de la India, atendidas por chicas y chicos hippies que preparaban ellos mismos esas perfumadas infusiones a la vista del cliente. El desprecio de los hippies al mundo industrial los había incitado a resucitar la artesanía en todas sus formas y a mitificar el trabajo manual: tejían bolsas, confeccionaban sandalias, aros, collares, túnicas, turbantes, colguijos. A mí me encantaba ir a sentarme a leer allí, como lo hacía en los bistrots de París -pero qué distinto era el ambiente de cada sitio-, sobre todo a un garaje con cuatro mesitas, donde atendía Annette, una chica francesa de largos cabellos sujetados en trenza y unos pies muy bonitos, con la que solíamos tener largas conversaciones sobre las diferencias entre el yoga asanas y el yoga pranayama, de los que ella parecía saber todo y yo nada.

El pied-à-terre de Juan era minúsculo, alegre y acogedor. Estaba en el primer piso de una casa de dos plantas, dividida y subdividida en pequeños apartamentos, y constaba de un solo dormitorio, con un bañito y una cocinilla empotrada. La habitación era amplia, con dos ventanales que le aseguraban una buena ventilación y una excelente vista sobre Philbeach Gardens, callecita en forma de medialuna, y sobre el jardín interior, al que la falta de cuidado había convertido en un hirsuto bosquecillo. En una época, en ese jardín hubo una carpa sioux en la que vivía una pareja de hippies con dos niñitos que gateaban. Ella venía al pied-à-terre a calentar los biberones de sus hijos y me enseñaba una manera de respirar reteniendo el aire y paseándolo por todo el cuerpo que, me decía muy seria, evaporaba todas las tendencias belicosas del instinto humano.

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