Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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Además de la cama, el cuarto tenía una gran mesa llena de objetos raros comprados por Juan Barreto en Portobello Road y, en las paredes, multitud de grabados, algunas imágenes del Perú -el inevitable Machu Picchu en lugar preferente- y fotos de Juan con gentes diversas y en lugares distintos. Y un alto de cajas donde guardaba libros y revistas. Había también algunos libros en una repisa, pero lo que abundaba en el lugar eran los discos: tenía una excelente colección de rock-and-roll y de música pop, inglesa y norteamericana, en torno a un aparato de radio y tocadiscos de primera calidad.

Un día en que por tercera o cuarta vez examinaba las fotografías de Juan -la más divertida era una tomada en el paraíso equino de Newmarket, en la que mi amigo aparecía montado en un pura sangre de soberbia estampa coronado con una herradura de flores de acanto cuyas riendas sujetaban un jockey y un señor rozagante, sin duda el propietario, ambos riéndose del pobre jinete que parecía muy inseguro arriba de ese Pegaso-, una de las fotos me llamó la atención. Tomada en medio de una fiesta, las personas risueñas que miraban a la cámara, tres o cuatro parejas, iban muy bien vestidas y con copas en las manos. ¿Qué? Un mero parecido. Volví a escudriñarla y deseché la idea. Ese día regresaba a París. Los dos meses que estuve sin volver a Londres aquella sospecha me estuvo rondando hasta volverse una idea fija. ¿Podía ser que la ex chilenita, la ex guerrillera, la ex madame Arnoux, estuviera ahora en Newmarket? Me lo pregunté muchas veces, acariciando entre los dedos la escobillita Guerlain que ella dejó en mi departamento el último día que la vi y que yo llevaba siempre conmigo, como un amuleto. Demasiado improbable, demasiada casualidad, demasiado todo. Pero no conseguí arrancarme la sospecha -la ilusión- de la cabeza. Y empecé a contar los días para que un nuevo contrato me devolviera al pied-à-terre de Earl's Court.

– ¿La conoces? -se sorprendió Juan, cuando por fin pude señalarle la foto e interrogarlo-. Es Mrs. Richardson, la mujer de ese tipo tan flamboyant que ves allí, medio zampado. De origen mexicano, creo. Habla un inglés graciosísimo, te morirías de risa si la oyes. ¿Seguro que la conoces?

– No, no es la persona que creía.

Pero estuve totalmente seguro de que sí era. Aquello del «inglés graciosísimo» y su origen «mexicano» me convencieron. Tenía que ser ella. Y aunque, muchas veces, en los cuatro años corridos desde que desapareció de París me había dicho que era mucho mejor que hubiera sido así, porque aquella peruanita aventurera había causado ya bastantes desarreglos en mi vida, cuando tuve la certidumbre de que había reaparecido en una nueva encarnación de su mudable identidad, apenas a cincuenta millas de Londres, sentí un desasosiego, una urgencia irresistibles de ir á Newmarket y volver a verla. Pasé muchas noches -Juan dormía donde Mrs. Stubard- íntegramente despierto, en un estado de ansiedad que me hacía latir el corazón como atacado de taquicardia. ¿Era posible que hubiera llegado allá? ¿Qué aventuras, enredos, temeridades, la habían catapultado a ese enclave de la sociedad más exclusiva del mundo? No me atreví a hacerle más preguntas a Juan Ba-rreto sobre Mrs. Richardson. Temía que si confirmaba la identidad de nuestra compatriota, ésta se viera en un embrollo de los mil diablos. Si se hacía pasar por mexicana en Newmarket, por algo turbio sería. Concebí una estrategia sinuosa. De una manera indirecta, sin volver a mencionar para nada a la dama de la fotografía, trataría de que Juan me llevara a conocer ese edén de la hípica. Aquella larga noche de palpitaciones y desvelo, e, incluso, de una violenta erección, llegué, en un momento, a tener un ataque de celos con mi amigo. Imaginaba que el retratista equino no sólo pintaba óleos en Newmarket, sino que además entretenía en sus ratos de ocio a las aburridas esposas de los dueños de establos y, acaso, entre sus conquistas figuraba Mrs. Richardson.

¿Por qué no tenía Juan una pareja estable, como tantos otros hippies? En las fiestas a las que me llevaba casi siempre terminaba desapareciéndose con una chica, y a veces hasta con dos. Pero, una noche, me sorprendí viéndolo acariciar y besar en la boca con mucho ímpetu a un muchachito pelirrojo, delgado como un canuto, al que estrujaba en sus brazos con furia amorosa.

– Espero que no te haya chocado lo que has visto -me dijo después, algo amoscado.

Le contesté que a mis treinta y cinco años ya nada me chocaba en el mundo y aún menos que otras cosas que los seres humanos hicieran el amor al derecho o al revés.

– Yo lo hago de las dos maneras y así soy feliz, viejo -me confesó, distendiéndose-. Creo que me gustan más las chicas que los chicos, pero en todo caso no me enamoraría de una ni de otro. El secreto de la felicidad, o, por lo menos, de la tranquilidad, es saber separar el sexo del amor. Y, si es posible, eliminar el amor romántico de tu vida, que es el que hace sufrir. Así se vive más tranquilo y se goza más, te aseguro.

Una filosofía que hubiera suscrito con puntos y comas la niña mala, pues la venía practicando sin duda desde siempre. Creo que ésa fue la única vez que hablamos -mejor dicho, habló él- de cosas íntimas. Llevaba una vida totalmente libre y promiscua, pero, al mismo tiempo, había conservado ese prurito tan extendido entre peruanos de evitar las confidencias en materia sexual y tocar siempre el tema de manera velada e indirecta. Nuestras conversaciones versaban principalmente sobre el lejano Perú, del que nos llegaban noticias cada vez más ruinosas sobre las grandes nacionalizaciones de haciendas y empresas de la dictadura militar del general Velasco, que, según las cartas de mi tío Ataúlfo, cada día más desmoralizadas, nos iban a retroceder a la Edad de Piedra. Aquella vez, Juan me confesó también que, aunque en Londres buscaba todas las ocasiones de aplacar sus apetitos («Ya lo he visto», le bromeé), en Newmarket se comportaba como un casto varón, pese a que no le faltaban posibilidades de diversión. Pero no quería, por algún enredo de cama, comprometer el ganapán que le había dado una seguridad y unos ingresos que no pensó alcanzar jamás. «Yo también tengo treinta y cinco años, y, ya lo habrás visto, esa edad, aquí en Earl's Court, es la ancianidad.» Era cierto: la juventud física y mental de los pobladores de ese barrio londinense a ratos me hacían sentirme prehistórico.

Me costó buen tiempo y una delicada maraña de insinuaciones y preguntas de apariencia anodina, ir empujando a Juan Barrete a que me llevara a conocer Newmarket, el célebre lugar de Suffolk que desde mediados del siglo XVIII encarnaba la pasión albiónica por los pura sangre. Le hacía muchas preguntas. Cómo eran las gentes de allí, las casas donde vivían, los rituales y tradiciones de que se rodeaban, las relaciones entre propietarios, jockeys y preparadores. Y en qué consistían las subastas en el Tattersalls en que se pagaban esas sumas extraordinarias por los caballos estrellas y cómo era posible que se subastara un caballo por partes, como si fuera desarmable. A todo lo que él me contaba, yo poco menos que aplaudía -«qué interesante, hombre»-, poniendo una cara entusiasmada: «Qué suerte que hayas podido conocer por adentro un mundo así, hermano».

Al fin, dio resultado. Había una subasta de caballos de cierre de temporada y, luego, un criador italiano casado con una inglesa, el signar Ariosti, daba una cena en su casa a la que invitó a Juan. Mi amigo le preguntó si podía llevar a un compatriota y aquél dijo que encantado. Los diecisiete días que debí esperar para que llegara aquella fecha los recuerdo como unas nebulosas con súbitos ataques de sudor frío y exaltaciones de adolescente, imaginando que iba a ver a la peruanita, y unas noches insomnes en las que no hacía otra cosa que recriminarme: era un imbécil reincidente por seguir enamorado de una loca, de una aventurera, de una mujercita sin escrúpulos con la que ningún hombre, y yo menos que cualquier otro, podría mantener una relación estable, sin terminar pisoteado. Pero, en los intervalos de esos soliloquios masoquistas, sobrevenían otros, de alegría e ilusión: ¿habría cambiado mucho? ¿Conservaría esa manerita atrevida que tanto me atraía, o vivir en el mundo estratificado de los caballistas ingleses la habría domesticado y anulado? El día que tomamos el treft a Newmarket -había que cambiar de línea en la estación de Cambridge- me asaltó la idea de que todo aquello era una elucubración fantasiosa y que la tal Mrs. Richardson era efectivamente nada más y nada menos que una pinche señora de origen mexicano. «Y qué tal si has estado todo este tiempo corriéndote una paja, Ricardito.»

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