Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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III. Retratista de caballos en el swinging London

En la segunda mitad de los sesenta, Londres desplazó a París como la ciudad de las modas que, partiendo de Europa, se desparramaban por el mundo. La música reemplazó a los libros y a las ideas como centro de atracción de los jóvenes, sobre todo a partir de los Beatles, pero también de Cliff Richard, los Shadows, los Rolling Stones con Mick Jagger y otras bandas y cantantes ingleses, y de los hippies y la revolución psicodélica de los flower children. Como antes a París a hacer la revolución, muchos latinoamericanos emigraron a Londres a enrolarse en las huestes del cannabis, la música pop y la vida promiscua. Carnaby Street sustituyó a Saint Germain como ombligo del mundo. En Londres nacieron la minifalda, los largos cabellos y los estrafalarios atuendos que consagraron los musicales Hair y Jesus Christ Superstar, la popularización de las drogas, comenzando por la marihuana y terminando por el ácido lisérgico, la fascinación por el espiritualismo hindú, el budismo, la práctica del amor libre, la salida del ropero de los homosexuales y las campañas del orgullo gay, así como un rechazo en bloque del establishment burgués, no en nombre de la revolución socialista a la que los hippies eran indiferentes, sino de un pacifismo hedonista y anárquico, amansado por el amor a la naturaleza y a los animales y una abjuración de la moral tradicional. Ya no fueron los debates de la Mutualité, el Nouveau Román, refinados cantautores como Leo Ferré o Georges Brassens, ni los cinemas de arte parisino, los puntos de referencia para los jóvenes rebeldes, sino Trafalgar Square y los parques donde, detrás de Vanessa Redgrave y Tariq Alí, se manifestaban contra la guerra de Vietnam entre conciertos multitudinarios de los grandes ídolos y soplidos de hierba colombiana, y con los pubs y las discotecas como símbolos de la nueva cultura que tenía a millones de jóvenes de ambos sexos imantados por Londres. Aquellos años fueron también, en Inglaterra, de esplendor teatral, y el montaje del Marat-Sade, de Peter Weiss, que en 1964 dirigió Peter Brook, hasta entonces conocido sobre todo por sus revolucionarias escenificaciones de Shakespeare, fue un acontecimiento en toda Europa. Nunca volví a ver en un escenario nada que se me grabara con tanta fuerza en la memoria.

Por una de esas extrañas conjugaciones que trama el azar, resulté, en los años finales de los sesenta, pasando muchas temporadas en Inglaterra y viviendo en el corazón mismo del swinging London: en Earl's Court, una zona muy animada y cosmopolita de Kensington que, por la afluencia de neozelandeses y australianos, era conocida como el Valle del Canguro (Kangaroo Valley). Precisamente, la aventura de mayo de 1968, en que los jóvenes de París llenaron el Barrio Latino de barricadas y declararon que había que ser realistas eligiendo lo imposible, a mí me sorprendió en Londres, donde, debido a las huelgas que paralizaron las estaciones y aeropuertos de Francia, quedé varado un par de semanas, sin poder averiguar si le había ocurrido algo a mi pisito de la Ecole Militaire.

Al volver a París descubrí que estaba intacto, pues la revolución de mayo del 68 en realidad no había desbordado el perímetro del Barrio Latino y Saint Germain-des-Prés. Contrariamente a lo que muchos profetizaron en aquellos días de euforia, no tuvo mayor trascendencia política, salvo acelerar la caída de De Gaulle, inaugurar la breve era de cinco años de Pompidou y revelar la existencia de una izquierda más moderna que la del Partido Comunista francés («la crapule stalinienne», según expresión de Cohn-Bendit, uno de los líderes del 68). Las costumbres se volvieron más libres, pero, desde el punto de vista cultural, con la desaparición de toda una ilustre generación -Mauriac, Camus, Sartre, Aron, Merleau Ponty, Malraux-, en aquellos años vino una discreta retracción cultural, en la que, en vez de creadores, los maitres à penser pasaron a ser los críticos, estructuralistas primero, a la manera de Michel Foucault y Roland Barthes, y luego los deconstructivistas, tipo Gilíes Deleuze y Jacques Derrida, de arrogantes y esotéricas retóricas, aislados en sus cabalas de devotos y alejados del gran público, cuya vida cultural, a consecuencia de esa evolución, resultó banalizándose cada vez más.

Aquéllos fueron unos años de mucho trabajo para mí, aunque, como hubiera dicho la niña mala, de mediocres logros: saltar de traductor a intérprete. Como la primera vez, llené el hueco de su desaparición abrumándome de obligaciones. Retomé mis clases de ruso y de interpretación simultánea, a las que me dediqué con tesón, después de las horas que pasaba en la Unesco. Estuve dos veranos en la URSS, por dos meses cada vez, la primera en Moscú y la segunda en Leningrado, siguiendo cursos intensivos en lengua rusa especiales para intérpretes, en unos recintos universitarios desolados, donde nos sentíamos como en un internado de jesuítas.

Unos dos años después de mi última cena con Robert Arnoux, tuve una relación sentimental un tanto apagada con Cécile, funcionaria de la Unesco, atractiva y simpática, pero abstemia, vegetariana y católica a machamartillo, con la que la compenetración era perfecta sólo cuando hacíamos el amor, pues en todo lo demás encarnábamos las antípodas. En algún momento contemplamos la posibilidad de vivir juntos, pero los dos nos asustamos -sobre todo, yo- con la perspectiva de la cohabitación siendo tan diferentes y no existiendo, en el fondo, entre nosotros, ni sombra de verdadero amor. Nuestra relación se marchitó por aburrimiento y un buen día dejamos de vernos y llamarnos.

Me costó trabajo obtener mis primeros contratos como intérprete, a pesar de superar todas las pruebas y tener los diplomas correspondientes. Pero este circuito era más cerrado que el de los traductores y las asociaciones del gremio, verdaderas mafias, admitían nuevos miembros a cuentagotas. Sólo lo conseguí cuando, al ingles y al francés, pude añadir el ruso entre los idiomas que traducía al español. Los contratos como intérprete me hicieron viajar mucho por Europa y con frecuencia a Londres, sobre todo para conferencias y seminarios económicos. Un buen día de 1970, en el consulado del Perú, en Sloane Street, donde había ido a renovar mi pasaporte, me encontré con un amigo de infancia y compañero del Colegio Champagnat de Miraflores que hacía lo mismo: Juan Barreto,

Estaba convertido en un hippy, pero no del género zarrapastroso, sino elegante. Llevaba sueltos hasta los hombros y pintando algunas canas unos cabellos sedosos, y exhibía una barbita algo rala que formaba en torno a su boca un cuidado bozal. Yo lo recordaba gordito y chato, pero ahora me sobrepasaba por unos centímetros y lucía delgado como un figurín. Vestía unos pantalones de terciopelo color guinda y unas sandalias que, en vez de cuero, parecían de pergamino, un blusón oriental de seda con figurillas estampadas, una llamarada de color emir as dos batientes de su chaleco abierto y campanudo, que me recordó los de unos pastores turcomanos de un documental sobre Mesopotamia que vi en el Palais de Chaillot, dentro de la serie Connaissance du monde, que yo seguía cada mes.

Fuimos a tomar un café, en los alrededores del consulado, y la conversación resultó tan amena que lo invité a almorzar a un pub de Kensington Gardens. Estuvimos juntos más de dos horas, él hablando y yo escuchando e intercalando monosílabos.

Su historia era novelable. Yo recordaba que, en los últimos años de colegio, Juan había comenzado a colaborar en Radio El Sol como comentarista y locutor de fútbol, y que sus compañeros maristas le augurábamos un gran futuro de periodista deportivo. «Pero, en realidad, eso era un juego de niños», me dijo, «mi verdadera vocación fue siempre la pintura». Estuvo en la Escuela de Bellas Artes de Lima y llegó a participar en una exhibición colectiva en el Instituto de Arte Contemporáneo del jirón Ocoña. Luego su padre lo envió a seguir un curso de diseño y color a la St. Martin School of Arts de Londres. Apenas llegó a Inglaterra, decidió que esa ciudad era la suya («Parecía que me estaba esperando, hermano») y que no la abandonaría nunca más. Cuando anunció a su padre que no regresaría al Perú, aquél le cortó los viáticos. Inició entonces una existencia paupérrima, de artista callejero, haciendo retratos a turistas en Leicester Square o en las puertas de Harrods, y pintando con tiza en las veredas el Parlamento, el Big Ben o la Torre de Londres y pasando luego la gorra a los mirones. Durmió en el YMCA y en bed and breakfast miserables y, como otros drop outs, las noches de invierno se refugió en asilos religiosos para desechos humanos e hizo largas colas en las parroquias e instituciones de beneficencia donde repartían dos veces al día un plato de sopa caliente. Muchas veces pernoctó a la intemperie, en los parques o, envuelto en cartones, en los vestíbulos de las tiendas. «Llegué a estar desesperado, pero, ni una sola vez en todo ese tiempo me sentí tan jodido como para pedirle a mi padre el pasaje de regreso al Perú.»

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