Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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– He estado trabajando fuera de París, en Viena y en Roma, este último mes. Me gustaría invitarlos a cenar una de estas noches que tengan libre.

Me siguió mirando, sin responder. Estaba muy pálido ahora, tenía una expresión desolada y fruncía la boca, como si le costara esfuerzo hablar. Me temblaron las manos. ¿Me iba a decir que su mujer había muerto?

– Entonces, usted no está enterado -murmuró, con sequedad-. ¿O juega una comedia?

Desconcertado, no supe qué responderle.

– Toda la Unesco lo sabe -añadió, bajito, con sorna-. Soy el hazmerreír de la organización. Mi mujer me ha dejado, y ni siquiera sé por quién. Pensé que era por usted, señor Somocurcio.

Se le cortó la voz antes de terminar de decir mi apellido. La barbilla le temblaba y me pareció que le chocaban los dientes. Balbuceé que lo sentía, no estaba al corriente de nada, repetí tontamente que este mes había estado trabajando fuera de París, en Viena y Roma. Y me despedí, sin que monsieur Arnoux me devolviera el hasta luego.

La sorpresa y el disgusto fueron tan grandes que, en el ascensor, me vino una arcada y, en el bañito del pasillo, vomité. ¿Con quién se había ido? ¿Seguiría viviendo en París con su amante? Un pensamiento me acompañó todos los días siguientes: ese fin de semana que me regaló era una despedida. Para que yo tuviera algo especial que añorar. Las sobras que se echan al perro, Ricardito. Unos días siniestros siguieron a aquella brevísima visita a monsieur Arnoux. Por primera vez en mi vida, padecí de insomnio. Me pasaba las noches sudando, con la mente en blanco, apretando la escobülita de dientes de Guerlain que había guardado como un amuleto en mi velador, rumiando mi despecho y mis celos. Al día siguiente estaba hecho una ruina, el cuerpo cortado por escalofríos y sin ánimos para nada, ni ganas de comer. El médico me recetó unos Nembutales que, más que dormirme, me desmayaban. Tenía un despertar desasosegado y con muñecos, como si arrastrara una resaca feroz. Todo el tiempo me maldecía por lo estúpido que fui aquella vez, despachándola a Cuba, anteponiendo mi amistad con Paúl al amor que sentía por ella. Si la hubiera retenido, seguiríamos juntos y la vida no sería este desvelo, este vacío, esta bilis.

El señor Chames me ayudó a salir de la lenta disolución emocional en que me hallaba, dándome un contrato de un mes. Tuve ganas de agradecérselo de rodillas. Gracias a la rutina del trabajo en la Unesco fui saliendo poco a poco de la crisis en que me dejó la desaparición de la ex chilenita, la ex guerrillera, la ex madame Arnoux. ¿Cómo se llamaba ahora? ¿Qué personalidad, qué nombre, qué historia había adoptado en esta nueva etapa de su vida? Su nuevo amante debía ser muy importante, bastante más que ese asesor del Director de la Unesco, ya muy modesto para sus ambiciones, al que había dejado hecho un trapo. Me lo había advertido claramente aquella última mañana: «Yo sólo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy rico y poderoso». Estaba seguro de que, esta vez sí, no la vería más. Tenías que sobreponerte y olvidar a la peruanita milcaras, convencerte de que ella fue sólo un mal sueño, niño bueno.

Pero a los pocos días de haber retomado el trabajo en la Unesco, monsieur Arnoux se presentó en el cubículo que era mi oficina, mientras yo traducía un informe sobre la educación bilingüe en los países del África subsahariana.

– Lamento haber sido brusco con usted el otro día -me dijo, incómodo-. Estaba en muy mal estado de ánimo en aquel momento.

Me propuso que cenáramos juntos. Y, aunque sabía que aquella cena sería catastrófica para mi estado de ánimo, la curiosidad, oír hablar de ella, saber qué pasó, fueron más fuertes, y acepté.

Fuimos a Chez Eux, un restaurante en el VIIème, no lejos de mi casa. Fue la cena más tensa y difícil a la que he asistido nunca. Pero, también, fascinante, porque en ella descubrí muchas cosas de la ex madame Arnoux, y supe, asimismo, lo lejos que había llegado ya en su búsqueda de esa seguridad que ella identificaba con la riqueza.

Pedimos un whisky con hielo y Perrier como aperitivo y, luego, vino tinto, con una comida que apenas probamos. Chez Eux tenía un menú fijo, compuesto de exquisiteces que venían en unos cazos hondos, y nuestra mesa se fue llenando de patés, caracoles, ensaladas, pescados y carnes, que los sorprendidos camareros se iban llevando casi intactos para hacer sitio a una gran variedad de postres, uno bañado en chocolate hirviendo, sin entender por qué desairábamos todos esos manjares.

Robert Arnoux me preguntó desde cuándo la conocía. Le mentí que sólo desde 1960 o 1961, en París, cuando pasó rumbo a Cuba como una de las becadas del MIR para recibir entrenamiento guerrillero.

– Es decir, no sabe usted nada de su pasado, de su familia -asintió el señor Arnoux, como hablando solo-. Yo siempre supe que me mentía. Respecto a su familia y a su infancia, quiero decir. Pero, la excusaba. Me parecían mentiras piadosas, para disimular una niñez y una juventud que la avergonzaban. Porque ella debe ser de una clase social muy modesta, ¿no es verdad?

– No le gustaba hablar de eso. Nunca me contó nada de su familia. Pero, sin duda, sí, de una clase muy modesta.

– A mí me daba pena, adivinaba toda esa montaña de prejuicios de la sociedad peruana, los grandes apellidos, el racismo -me interrumpió-. Que había estado en el Sophianum, el mejor colegio de monjas de Lima, donde se educaban las chicas de la alta sociedad. Que su padre era dueño de una hacienda algodonera. Que había roto con su familia por idealismo, para hacerse revolucionaria ¡Nunca le interesó la revolución, estoy seguro! Jamás le oí una sola opinión política desde que la conocí. Hubiera hecho cualquier cosa para salir de Cuba. Hasta casarse conmigo. Cuando salimos, le propuse un viaje al Perú, para conocer a su familia. Me contó otras fábulas, por supuesto. Que, por haber estado en el MIR y en Cuba, si ponía los pies en el Perú la meterían presa. Yo le perdonaba esas fantasías. Comprendía que nacían de su inseguridad. Le habían contagiado esos prejuicios sociales y raciales, tan fuertes en los países sudamericanos. Por eso me inventó esa biografía de niña aristócrata que nunca fue.

A ratos tenía la impresión de que monsieur Arnoux se olvidaba de mí. Incluso su mirada se perdía en algún punto del vacío y bajaba tanto la voz que sus palabras se volvían un murmullo inaudible. Otras veces, volviendo en sí, me miraba con desconfianza y odio y me urgía a decirle si yo estaba enterado de que ella tenía un amante. Yo era su compatriota, su amigo, ¿no me había hecho nunca confidencias?

– Jamás me dijo una palabra. Nunca lo sospeché. Yo creía que ustedes se llevaban muy bien, que eran felices.

– Yo también lo creía -murmuró, cabizbajo. Pidió otra botella de vino. Y añadió, con la vista velada y la voz acida-: No tenía necesidad de hacer lo que hizo. Fue feo, fue sucio, fue desleal actuar así conmigo. Yo le había dado mi nombre, me desvivía por hacerla feliz. Puse en peligro mi carrera para sacarla de Cuba. Aquello fue un verdadero víacrucis. La deslealtad no puede llegar a esos extremos. Tanto cálculo, tanta hipocresía, es inhumano.

Se calló de golpe. Movía los labios sin emitir sonido y su bigotito cuadriculado se retorcía y estiraba. Había empuñado el vaso vacío y lo estrujaba como si quisiera hacerlo añicos. Tenía los ojitos inyectados y húmedos.

No sabía qué decirle, cualquier frase de consuelo me saldría falsa y ridícula. De pronto, comprendí que tanta desesperación no sólo se debía al abandono. Había algo más que quería contarme, pero le costaba trabajo.

– Los ahorros de toda mi vida -susurró monsieur Arnoux, mirándome de manera acusadora, como si yo fuera culpable de su tragedia-. ¿Usted se da cuenta? Soy un hombre mayor, no estoy en condiciones de rehacer toda una vida. ¿Lo comprende? No sólo engañarme vaya usted a saber con quién, un gángster con el que debió planear la fechoría. Además, eso: mandarse mudar con todo el dinero de la cuenta que teníamos en Suiza. Yo le había dado esa prueba de confianza, ¿lo ve usted? Una cuenta conjunta. Por si tenía yo un accidente, una muerte súbita. Para que los impuestos a la sucesión no se llevaran todo lo que había ahorrado en una vida de trabajo y sacrificio. ¿Se da cuenta qué deslealtad, qué vileza? Fue a Suiza a hacer un depósito y se llevó todo, todo, y me dejó en la ruina. Chapean, un coup de maitre! Ella sabía que no podía denunciarla sin delatarme, sin arruinar mi reputación y mi cargo. Sabía que si la denunciaba sería el primer perjudicado, por tener cuentas secretas, por evadir impuestos. ¿Se da cuenta qué bien planeado? ¿Cree usted posible tanta crueldad, con alguien que sólo le dio amor, devoción?

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