Desperté cerca de las nueve de la mañana. Ya no había sol. Por la claraboya se divisaba el cielo encapotado, color panza de burro, el eterno cielo parisino. Ella dormía, dándome la espalda. Parecía muy joven y frágil, con ese cuerpecito de niña, ahora sosegado, apenas conmovido por una respiración ligera y espaciada. Nadie, viéndola así, se hubiera imaginado la vida difícil que debió haber llevado desde que nació. Traté de imaginarme la infancia que tuvo, por ser pobre en ese infierno que es el Perú para los pobres, y su adolescencia, acaso todavía peor, las mil pellejerías, entregas, sacrificios, concesiones, que habría debido de hacer, en el Perú, en Cuba, para salir adelante y llegar donde había llegado. Y lo dura y fría que la había vuelto el tener que defenderse con uñas y dientes contra el infortunio, todas las camas por las que debió pasar para no ser aplastada en ese campo de batalla que sus experiencias la habían convencido era la vida. Sentía una inmensa ternura por ella. Estaba seguro que la querría siempre, para mi dicha y también mi desdicha. Verla y sentirla respirar me inflamaron. Comencé a besarle la espalda, muy despacio, el culito respingado, el cuello y los hombros, y, haciéndola ladearse, los pechos y la boca. Ella simulaba dormir, pero estaba ya despierta, pues se acomodó de espaldas de manera que pudiera recibirme. La sentí húmeda, y, por primera vez, pude entrar en ella sin dificultad, sin sentirme haciendo el amor a una virgen. La quería, la quería, no podía vivir sin ella. Le rogué que dejara a monsieur Arnoux y se viniera conmigo, ganaría mucho dinero, la engreiría, le costearía todos los caprichos, le…
– Vaya, te has redimido -se echó a reír-, y hasta te aguantaste más que otras veces. Creí que te habías vuelto impotente, después del fiasco de anoche.
Le propuse prepararle el desayuno, pero ella prefirió que saliésemos a tomarlo a la calle, estaba antojada de un croissant croustillant. Nos duchamos juntos, me dejó jabonarla y secarla y, sentado en la cama, verla vestirse, peinarse y arreglarse. Yo mismo le calcé los mocasines, besándole antes, uno por uno, los dedos de los pies. Fuimos de la mano a un bistrot de l'avenue de la Bourdonnais, donde, en efecto, las mediaslunas crujían como si acabaran de salir del horno.
– Si esa vez, en lugar de despacharme a Cuba, me hubieras hecho quedar contigo aquí en París, ¿cuánto habríamos durado, Ricardito?
– Toda la vida. Te habría hecho tan feliz que no me hubieras dejado nunca.
Dejó de hablar en broma y me miró, muy seria y algo despectiva:
– Qué ingenuo y qué iluso eres -silabeó, desafiándome con sus ojos-. No me conoces. Yo sólo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy, muy rico y poderoso. Tú nunca lo serás, por desgracia.
– ¿Y si el dinero no fuera la felicidad, niña mala?
– Felicidad, no sé ni me importa lo que es, Ricardito. De lo que sí estoy segura es que no es esa cosa romántica y huachafa que es para ti. El dinero da seguridad, te defiende, te permite gozar a fondo de la vida sin preocuparte por el mañana. La única felicidad que se puede tocar.
Se me quedó mirando, con esa expresión fría que se agudizaba a veces de manera extraña y parecía congelar la vida a su alrededor.
– Tú eres buena gente, pero tienes un terrible defecto: tu falta de ambición. Estás contento con lo que has conseguido, ¿no? Pero eso es nada, niño bueno. Por eso no podría ser tu mujer. Yo nunca estaré contenta con lo que tenga. Siempre querré más.
No supe qué contestarle, porque, aunque me doliese, había dicho algo cierto. Para mí la felicidad era tenerla a ella y vivir en París. ¿Significaba eso que eras un irredimible mediocre, Ricardito? Sí, probablemente. Antes de regresar al departamento, madame Robert Arnoux se levantó a telefonear. Volvió con la cara preocupada.
– Lo siento, pero tengo que irme, niño bueno. Se me han complicado las cosas.
No me dio más explicaciones ni aceptó que la llevara a su casa o donde tenía que ir. Subimos a que recogiera su maletín de mano y la acompañé a tomar un taxi a la estación, junto al metro de la Ecole Militaire.
– Pese a todo, fue un bonito fin de semana -se despidió, rozándome los labios-. Chau, mon amour.
Al volver a mi casa, sorprendido por su brusca partida, descubrí que había dejado olvidada su escobilla de dientes en el cuarto de baño. Una preciosa escobillita que llevaba impresa en el estuche la firma del fabricante: Guer-lain. ¿Olvidada? A lo mejor, no. A lo mejor era un olvido deliberado para dejarme un recuerdo de esa noche triste y ese despertar feliz.
Esa semana no pude verla ni hablar con ella y, la siguiente, sin conseguir tampoco despedirme -su teléfono no contestaba a ninguna hora-, partí a Viena, a trabajar una quincena de días en la Junta de Energía Atómica. Me encantaba esa ciudad barroca, elegante y próspera, pero
el trabajo de un «temporero» en esos períodos en que las organizaciones internacionales tienen congresos, juntas generales o la conferencia anual -que es cuando necesitan traductores e intérpretes extras- es tan intenso que no me dejaba tiempo para museos, conciertos y funciones de ópera, salvo, algún mediodía, una visita a la carrera al Albertina. En las noches, muerto de cansancio, apenas alcanzaba a meterme en uno de esos antiguos cafés, el Central, el Landtmann, el Hawelka, el Frauenhuber, que parecían decorados belle époque, a tomar un wiener schnitzel, la versión austriaca del bistec apañado que preparaba mi tía Alberta, y un vaso de espumosa cerveza. Llegaba a mi cama medio grogui. Varias veces llamé a la niña mala, pero nadie contestaba el teléfono o sonaba siempre ocupado. No me atrevía a telefonear a Robert Arnoux a la Unesco para no despertar sus sospechas. Terminados los quince días, el señor Chames me telegrafió proponiéndome diez días de contrato en Roma, en un seminario seguido de una conferencia de la FAO, de modo que viajé a Italia sin pasar por París. Tampoco desde Roma pude hablar con ella. Apenas volví a Francia, la llamé. Sin éxito, por supuesto. ¿Qué pasaba? Empecé a pensar, angustiado, en un accidente, una enfermedad, una tragedia doméstica.
Estaba tan nervioso por la imposibilidad de comunicarme con madame Arnoux, que tuve que leer dos veces la última carta del tío Ataúlfo, que encontré esperándome en París. No podía concentrarme, sacar de la cabeza a la chilenita. El tío Ataúlfo me daba largas explicaciones sobre la situación política peruana. La columna Túpac Amaru del MIR, encabezada por Lobatón, no había sido capturada aún, aunque los comunicados del Ejército daban parte de choques constantes en los que siempre tenían bajas los guerrilleros. Según la prensa, Lobatón y su gente se habían internado en la selva y conseguido aliados entre las tribus amazónicas, principalmente los ashaninka, diseminados en la región encuadrada por los ríos Ene, Perene, Satipo y Anapati. Había rumores de que comunidades ashaninka, seducidas por la personalidad de Lobatón, lo identificaban con un héroe mítico, el justiciero atávico Itomi Pava, que, según la leyenda, volvería alguna vez para restaurar el poderío de esa nación. La aviación militar había bombardeado aldeas selváticas, sospechando que ocultaban a los miristas.
Después de nuevos intentos infructuosos de hablar con madame Arnoux, decidí ir a la Unesco a buscar a su marido, con el pretexto de invitarlos a cenar. Pasé antes a saludar al señor Chames y a los colegas de la oficina de español. Luego subí al sexto piso, el sanctasanctórum, donde estaban los despachos de los jefes. Desde la puerta divisé la cara desmoronada y el bigotito mosca de monsieur Arnoux. Dio un extraño respingo al verme, y lo noté más hosco que nunca, como si mi presencia le desagradara. ¿Estaba enfermo? Parecía haber envejecido diez años en las pocas semanas que no lo veía. Me estiró una mano encogida sin decir una palabra, y esperó que yo hablara, clavándome una mirada perforante ton sus ojitos de roedor.
Читать дальше