Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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Ese sábado fue esplendoroso. En mi flamante Dauphine, comprada hacía un mes, llevé a madame Arnoux a media mañana al cementerio de perros de Asniéres, que ella no conocía. Estuvimos más de una hora curioseando entre las tumbas -además de perros, había gatos, conejitos y loros enterrados allí- y leyendo los epitafios sentidos, poéticos, risueños y absurdos con que los dueños habían despedido a sus animales queridos. Ella parecía de veras divertida. Sonreía, su mano abandonada en la mía, con sus ojos color miel oscura encendidos por el sol primaveral y los cabellos agitados por una brisa que corría con el río. Llevaba una blusa ligera, transparente, que dejaba ver la orilla de sus pechos, una casaca suelta que aleteaba con sus movimientos y unos botines de taco alto color ladrillo. Se quedó un buen rato contemplando la estatua al perro desconocido de la entrada y, con aire melancólico, lamentó tener una vida «tan complicada», si no, le hubiera gustado adoptar un cachorrito. Tomé nota, mentalmente: ése sería mi regalo el día de su cumpleaños, si conseguía averiguarlo.

La estreché por la cintura, la atraje hacia mí y le dije que si se decidía a dejar a monsieur Arnoux y casarse conmigo me comprometía a que tuviera una vida normal y criara todos los perros que se le antojara. En vez de contestarme, me preguntó, burlándose:

– ¿La idea de pasar la noche conmigo te hace el hombre más feliz del mundo, miraflorino? Te lo pregunto, para que me digas una de esas huachaferías que tanto te gusta decirme.

– Nada podría hacerme más feliz -le dije, apretando mis labios contra los suyos-. Hace años que sueño con eso, guerrillera.

– ¿Cuántas veces me vas a hacer el amor? -siguió ella, con el mismo tonito burlón.

– Todas las que pueda, niña mala. Diez, si me da el cuerpo.

– Te permito sólo dos -me advirtió, mordiéndome la oreja-. Una al acostarnos y otra al despertarnos. Eso sí, nada de levantarse tempranito. Para no tener nunca arrugas, necesito ocho horas de sueño como mínimo.

Nunca había estado tan juguetona como esa mañana.Y creo que nunca lo estaría después, tampoco. No la recordaba tan natural, abandonándose al instante, sin posar, sin inventarse un rol, mientras aspiraba la tibieza del día y se dejaba invadir por la luz que tamizaban las copas de los sauces llorones y adorar. Parecía más muchachita de lo que era, casi una adolescente, y no una mujer de cerca de treinta años. Comimos un sandwich de jamón con pepinillos y un vaso de vino en un bistrot de Asniéres, a orillas del río, y luego fuimos a la Cinémathéque de la rué d'Ulm a ver Les enfants du Paradis, de Marcel Carné, que yo había visto pero ella no. A la salida, habló de lo jovencitos que aparecían Jean-Louis Barrault y María Casares, ya no se hacían películas así, y me confesó que el final la había hecho lagrimear. Le propuse que fuéramos a mi departamento a descansar hasta la hora de la cena, pero no quiso, meternos en la casa ahora me daría malas ideas. Más bien, aprovechando la tarde tan bonita, que camináramos un poco. Estuvimos entrando y saliendo de las galerías de la rué de Seine y luego nos sentamos a tomar un refresco en una terraza de la rué de Buci. Le conté que una mañana había visto por allí, comprando pescado fresco, a André Bretón. Las calles y los cafés estaban repletos y los parisinos tenían esas expresiones distendidas y simpáticas que ponen los días de buen tiempo, esa rareza. Hacía mucho que no me sentía tan contento, optimista y esperanzado. Entonces, el diablo sacó la cola y divisé el titular de Le Monde que leía mi vecino: «El Ejército destruye el cuartel general de la guerrilla peruana». El subtítulo decía: «Mueren Luis de la Puente y varios líderes del MIR». Corrí a comprar el periódico al quiosco de la esquina. Firmaba la noticia el corresponsal del diario en América del Sur, Marcel Niedergang, y había un recuadro de Claude Julien explicando qué era el MIR peruano y dando información sobre Luis de la Puente y la situación política del Perú. En agosto de 1965, fuerzas especiales del Ejército peruano habían cercado Mesa Pelada, una montaña al este de la ciudad de Quillabamba, en el valle cusqueño de La Convención, y capturado el campamento Illarec ch'aska (lucero del alba), dando muerte a muchos guerrilleros. Luis de la Puente, Paúl Escobar y un puñado de seguídores habían conseguido huir pero los comandos, luego de una larga cacería, los cercaron y les dieron muerte. La información precisaba que aviones militares habían bombardeado Mesa Pelada, usando napalm. Los cadáveres no habían sido entregados a los familiares ni exhibidos a la prensa. Según el comunicado oficial, fueron enterrados en un lugar desconocido, para evitar que sus tumbas se convirtieran en sitios de peregrinación revolucionaria. El Ejército mostró a los periodistas las armas, los uniformes y muchos documentos, así como mapas y equipos de radio que los guerrilleros tenían en Mesa Pelada. De este modo, la columna Pachacútec, uno de los focos rebeldes de la revolución peruana, quedaba aniquilada. El Ejército esperaba que la columna Túpac Amaru, dirigida por Guillermo Lobatón, también cercada, cayera pronto.

– No sé por qué pones esa cara, tú sabías que esto ocurriría tarde o temprano -se sorprendió madame Arnoux-. Tú mismo me dijiste muchas veces que eso sólo podía terminar así.

– Lo decía como un conjuro, para que no ocurriera.

Se lo había dicho y lo había pensado y temido, por supuesto, pero otra cosa era saber que había ocurrido y que Paúl, el buen amigo y compañero de mis primeros tiempos en París, era ahora un cadáver pudriéndose en algún despoblado de los Andes orientales, tal vez después de haber sido ejecutado, y sin duda torturado si los soldados lo cogieron vivo. Haciendo de tripas corazón, le propuse a la chilenita que nos olvidáramos del tema y que no dejáramos que esa noticia estropeara el regalo de los dioses que era tenerla para mí todo un fin de semana. Ella lo consiguió sin dificultad; el Perú, me parecía, era para ella algo que con toda deliberación había expulsado de su memoria como una masa de malos recuerdos (¿pobreza, racismo, discriminación, postergación, frustraciones múltiples?), y, tal vez, hacía tiempo que había tomado la decisión de cortar para siempre con su tierra natal. Yo, en cambio, pese a mis esfuerzos por olvidarme de la maldita noticia de Le Monde y concentrarme en la niña mala, no pude. A lo largo de toda la cena en Chez Allard el fantasma de mi amigo estuvo quitándome el apetito y el humor.

– Me parece que no estás para faire la fète -me dijo, compasiva, a la hora del postre-. ¿Quieres que lo dejemos para otra vez, Picardito?

Protesté que no y le besé las manos y le juré que, pese a la horrible noticia, pasar una noche con ella era lo más maravilloso que me había ocurrido nunca. Pero, cuando llegamos a mi departamento de Joseph Granier y ella sacó de su maletín de mano un coqueto baby doll, su escobilla de dientes y una muda de ropa para el día siguiente, y nos tendimos sobre la cama -yo había comprado flores para la salita y el dormitorio- y comencé a acariciarla, me di cuenta, avergonzado y humillado, que no estaba en condiciones de hacerle el amor.

– A esto, los franceses le llaman un fiasco -dijo, riéndose-. ¿Sabes que es la primera vez que me pasa con un hombre?

– ¿Cuántos has tenido? Deja que adivine. ¿Diez? ¿Veinte?

– Soy pésima en matemáticas -se enojó. Y se vengó con una orden-: Más bien, hazme terminar con tu boca. Yo no tengo por qué guardar luto. Apenas conocí a tu amigo Paúl, y, además, acuérdate, por su culpa tuve que ir a Cuba.

Y, sin más, con la misma naturalidad con que hubiera encendido un cigarrillo, abrió las piernas y se tendió de espaldas, con un brazo sobre los ojos, en esa inmovilidad total, de concentración profunda en que, olvidándose de mí y del mundo circundante, acostumbraba sumirse a esperar su placer. Tardaba siempre mucho en excitarse y terminar, pero esa noche tardó todavía más que de costumbre, y, dos o tres veces, con la lengua acalambrada, debí parar unos instantes de besarla y sorberla. Cada vez, su mano me amonestaba, tirándome de los cabellos o pellizcándome la espalda. Al fin, la sentí moverse y oí ese ronroneo suavecito que parecía subirle a la boca desde el vientre, y sentí el encogimiento de sus miembros y su largo suspiro complacido. «Gracias, Ricardito», murmuró. Casi de inmediato, se quedó dormida. Yo estuve desvelado mucho rato, con una angustia que me estrujaba la garganta. Tuve un sueño difícil, con pesadillas que al día siguiente apenas recordaba.

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