Mario Llosa - Travesuras de la niña mala

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¿Cuál es el verdadero rostro del amor?
Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el rencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
Testigos de épocas convulsas y florecientes en ciudades como Londres, París, Tokio o Madrid, que aquí son mucho más que escenarios, ambos personajes verán sus vidas entrelazarse sin llegar a coincidir del todo. Sin embargo, esta danza de encuentros y desencuentros hará crecer la intensidad del relato página a página hasta propiciar una verdadera fusión del lector con el universo emocional de los protagonistas.
Creando una admirable tensión entre lo cómico y lo trágico, Mario Vargas Llosa juega con la realidad y la ficción para liberar una historia en la que el amor se nos muestra indefinible, dueño de mil caras, como la niña mala. Pasión y distancia, azar y destino, dolor y disfrute… ¿Cuál es el verdadero rostro del amor?

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– Me voy mañana a Lima -le conté-. ¿Cómo haré para verte a mi vuelta?

Me dio su teléfono, la dirección de su casa, y me preguntó si seguía viviendo en ese cuartito, en el que se pasaba tanto frío, en la buhardilla del Hotel du Sénat.

– Me cuesta trabajo dejarlo porque la mejor experiencia de mi vida la tuve allí. Por eso, para mí, ese cuchitril es un palacio.

– ¿Esa experiencia es la que me figuro? -me preguntó, adelantando la carita en la que a la curiosidad y a la coquetería se mezclaba siempre la malicia.

– Esa misma.

– Por eso que has dicho, te debo un beso. Hazme recuerdo, la próxima vez que nos veamos.

Pero, un momento después, al despedirnos, olvidando las precauciones maritales, en vez de la mejilla me ofreció sus labios. Los tenía gruesos y sensuales y los segundos que los tuve apoyados en los míos los sentí moverse despacito, en una caricia suplementaria, llenos de incitaciones. Cuando ya había cruzado Saint Germain rumbo a mi hotel, me volví a verla y seguía allí, en la esquina de Les Deux Magots, una figurita clara y dorada, de zapatos blancos, observándome alejarme. Le hice adiós y ella agitó la mano en que llevaba la sombrilla floreada. Me bastó verla para descubrir que, en estos años, no la había olvidado un solo momento, que estaba tan enamorado de ella como el primer día.

Cuando llegué a Lima, en marzo de 1965, poco antes de cumplir treinta años, las fotos de Luis de la Puente, Guillermo Lobatón, el gordo Paúl y otros dirigentes del MIR estaban en todos los periódicos y en la televisión -ahora ya había televisión en el Perú-, y todo el mundo hablaba de ellos. La rebelión del MIR tenía un semblante romántico a más no poder. Las fotos las habían enviado los mismos miristas a los medios anunciando que el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, en vista de las condiciones inicuas de explotación de que eran víctimas los campesinos y los obreros, y el sometimiento del gobierno de Belaunde Terry al imperialismo, había decidido pasar a la acción. Los dirigentes del MIR mostraban sus caras y aparecían con los cabellos largos y la barba crecida, con fusiles en las manos y unos uniformes de campaña de chompas negras de cuello subido, pantalón caqui y botas. Noté a Paúl tan gordo como siempre. En la foto que Correo publicaba en primera página, él, rodeado de otros cuatro, era el único que sonreía.

– Estos loquitos no durarán ni un mes -pronosticó el Dr. Ataúlfo Lamiel, en su estudio del centro de Lima, en la calle Boza, la mañana que fui a verlo-. ¡Convertir al Perú en una segunda Cuba! A tu pobre tía Alberta le hubiera dado un patatús al ver las caras de forajidos de nuestros flamantes guerrilleros.

Mi tío no tomaba muy en serio el anuncio de las acciones armadas y este sentimiento parecía muy extendido. La gente pensaba que era una iniciativa descabellada, que terminaría en un dos por tres. Las semanas que pasé en el Perú estuve abatido por una sensación opresiva y sintiéndome un huérfano en mi propio país. Viví en el departamento de mi tía Alberta, en la calle Colón, de Miraflores, impregnado de ella todavía, donde todo me la recordaba, así como a mis años universitarios y mi adolescencia sin padres. Me emocionó encontrar en su velador, ordenadas cronológicamente, todas las cartas que le escribí desde París. Vi a algunos de mis viejos amigos miraflorinos del Barrio Alegre y con media docena de ellos fuimos un sábado a comer al chifa Kuo Wha, junto a la Vía Expresa, a rememorar los viejos tiempos. Salvo los recuerdos no teníamos ya mucho en común, pues sus vidas de jóvenes profesionales y hombres de negocios -dos de ellos trabajaban en las empresas de sus padres- no tenían nada que ver con lo que yo hacía allá, en Francia. Tres se habían casado, uno había comenzado ya a reproducirse, y los otros tres tenían unas enamoradas que pronto se convertirían en sus novias. En las bromas que intercambiábamos -una manera de llenar los vacíos de la conversación- todos fingían envidiarme por vivir en la ciudad de los placeres, tirándome a esas francesas que tenían fama de ser unas fieras en la cama. La sorpresa que se llevarían si les confesaba que, en mis años en París, la única muchacha con la que me había acostado había sido una peruana, y nada menos que Lily, la falsa chilenita de nuestra infancia. ¿Qué pensaban de las guerrillas que se anunciaban en los periódicos? Como el tío Ataúlfo, no les daban importancia. Esos castristas enviados por Cuba no durarían mucho. ¿Quién se podía creer que en el Perú iba a triunfar una revolución comunista? Si el gobierno de Belaunde no era capaz de pararlos, vendrían otra vez los militares a poner orden, algo que tampoco les hacía mucha gracia. Eso era también lo que temía el Dr. Ataúlfo Lamiel:

– Estos idiotas lo único que van a conseguir jugando a las guerrillas es servir en bandeja a los militares el pretexto para un golpe de Estado. Y enchufarnos otros ocho o diez años de dictadura militar. A quién se le ocurre hacerle una revolución a un gobierno civil y democrático al que, por lo demás, toda la oligarquía peruana, empezando por La Prensa y El Comercio, acusan de comunista por querer hacer una reforma agraria. El Perú es la confusión, sobrino, has hecho bien en irte a vivir al país de la claridad cartesiana. El tío Ataúlfo era un cuarentón alargado y bigotudo que vestía siempre con chaleco, corbatita michi, casado con la tía Dolores, una señora bondadosa y pálida, que llevaba inválida cerca de diez años y a la que él cuidaba con devoción. Vivían en una casita simpática, con libros y discos, en el Olivar de San Isidro, adonde me invitaron a almorzar y a comer. La tía Dolores sobrellevaba su enfermedad sin amargura y se distraía tocando el piano y viendo sus telenovelas. Cuando recordamos a la tía Alberta, se echó a llorar. No tenían hijos y él, además de su estudio de abogado, daba clases de Derecho Mercantil en la Universidad Católica. Tenía una buena biblioteca y se interesaba mucho por la política local, sin ocultar sus simpatías por el reformismo democrático que a sus ojos encarnaba Belaunde Terry. Se portó muy bien conmigo, acelerando todo lo que pudo los trámites de la sucesión y negándose a cobrarme un centavo por sus servicios: «No faltaba más, yo quería mucho a Alberta y a tus padres, sobrino». Fueron unos días pesados, con sórdidas comparecencias ante notarios y jueces, llevando y trayendo documentos al laberíntico Palacio de Justicia, que, en las noches, me dejaban desvelado y cada vez más impaciente por regresar a París. En los huecos libres, releía La educación sentimental, de Flaubert, porque, ahora, la madame Arnoux de la novela tenía para mí no sólo el nombre, también la cara de la niña mala. Una vez deducidos los impuestos a la sucesión y hechos los pagos pendientes que dejó la tía Alberta, el tío Ataúlfo me anunció que, vendido el departamento y rematados los muebles, yo podría disponer de unos sesenta mil dólares, acaso algo más. Una linda suma, que no pensé llegar a tener nunca. Gracias a la tía Alberta podría comprarme un pisito en París.

Apenas regresé a Francia, luego de subir a mi buhardilla del Hotel du Sénat y aun antes de desempacar, lo primero que hice fue llamar por teléfono a madame Robert Arnoux.

Me dio cita al día siguiente y me dijo que, si quería, podíamos almorzar juntos. La recogí a la salida de la Alliance Francaise, en el boulevard Raspail, donde estaba siguiendo un curso acelerado de francés, y fuimos a almorzar un curry d'agneau a La Coupole, en el boulevard Montparnasse. Estaba vestida con sencillez, pantalones y sandalias y una casaca ligera. Llevaba unos pendientes de colores que hacían juego con su collar y su pulsera y un bolso colgado al hombro, y cada vez que movía la cabeza sus cabellos ondeaban con alegría. La besé en las mejillas y en las manos y ella me saludó con un «Creí que vendrías más quemadito del verano limeño, Ricardito». Se había vuelto una mujercita muy elegante, en verdad: combinaba los colores con gusto y se maquillaba con mucha gracia. Yo la observaba, todavía estupefacto con su mudanza. «No quiero que me cuentes nada del Perú», me advirtió, de modo tan categórico que no le pregunté por qué. Más bien, le conté lo de mi herencia. ¿Me ayudaría a buscar un pisito donde mudarme?

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