Iba y volvía sobre el mismo tema, con intervalos en los que bebíamos vino, callados, cada uno absorto en sus propios pensamientos. ¿Era perverso preguntarme qué le dolía más, el abandono o el robo de su cuenta secreta en Suiza? Yo sentía lástima por él, y remordimientos de conciencia, pero no sabía cómo animarlo. Me limitaba a intercalar frases breves, amistosas, de tiempo en tiempo. En realidad, no quería conversar conmigo. Me había invitado porque necesitaba que alguien lo escuchara, decir en voz alta ante un testigo cosas que desde la desaparición de su mujer le quemaban el corazón.
– Disculpe usted, necesitaba desahogarme -me dijo al fin, cuando, partidos todos los comensales, quedamos solitarios, observados con miradas impacientes por los mozos de Chez Eux-. Le agradezco su paciencia. Espero que esta catarsis me haga bien.
Le dije que, dentro de un tiempo, todo esto quedaría atrás, que no había mal que durara cien años. Y, mientras hablaba, me sentí completamente hipócrita, tan culpable como si yo hubiera planeado la fuga de la ex madame Arnoux y el saqueo de su cuenta secreta.
– Si se la encuentra alguna vez, dígaselo, por favor. No necesitaba hacer eso. Yo le hubiera dado todo. ¿Quería mi dinero? Se lo hubiera dado. Pero, no así, no así.
Nos despedimos en la puerta del restaurante, bajo el resplandor de las luces de la Torre Eiffel. Fue la última vez que vi al maltratado monsieur Robert Arnoux.
La columna Túpac Amaru del MIR comandada por Guillermo Lobatón duró unos cinco meses más que la que tenía su cuartel general en Mesa Pelada. Como había ocurrido con Luis de la Puente, Paúl Escobar y los miristas que perecieron en el valle de La Convención, tampoco el Ejército dio precisiones sobre la manera como aniquiló a todos los miembros de esa guerrilla. A lo largo de todo el segundo semestre de 1965, ayudados por los ashaninka del Gran Pajonal, Lobatón y sus compañeros estuvieron eludiendo la persecución de las fuerzas especiales del Ejército que se movilizaban en helicópteros y por tierra y escarmentaban con ferocidad a los caseríos indígenas que los escondían y alimentaban. Al final, la columna en ruinas, doce hombres destrozados por los mosquitos, la fatiga y las enfermedades, el 7 de enero de 1966 cayó en las cercanías del río Sotziqui. ¿Murieron en combate o los capturaron vivos y ejecutaron? Nunca se encontraron sus tumbas. Según rumores inverificables, Lobatón y su segundo fueron subidos a un helicóptero y arrojados a la selva para que los animales desaparecieran sus cadáveres. La compañera francesa de Lobatón, Jacqueline, intentó a lo largo de varios años, a través de campañas en el Perú y en el extranjero, que el gobierno revelara dónde estaban las tumbas de los alzados de esa guerrilla efímera, sin conseguirlo. ¿Hubo sobrevivientes? ¿Llevaban una existencia clandestina en ese Perú convulsionado y dividido de los últimos tiempos de Belaunde Terry? Yo, mientras poquito a poquito me reponía de la desaparición de la niña mala, seguía aquellos lejanos sucesos a través de las cartas del tío Ataúlfo. Lo notaba cada vez más pesimista sobre la posibilidad de que no se desplomara la democracia en el Perú. «Los mismos militares que derrotaron a las guerrillas se preparan ahora para derrotar al Estado de Derecho y dar otro cuartelazo», me aseguraba.
Un buen día, de la manera más inesperada, me di de bruces en Alemania con un sobreviviente de Mesa Pelada: nada menos que Alfonso el Espiritista, aquel muchacho enviado a París por un grupo teosófico de Lima al que el gordo Paúl arrebató a los espíritus y a la ultratumba para hacer de él un guerrillero. Yo estaba en Frankfurt, trabajando en una conferencia internacional sobre comunicaciones; y, en un descanso, escapé a un almacén a hacer unas compras. Junto a la caja, alguien me cogió del brazo. Lo reconocí al instante. En los cuatro años que no lo veía había engordado y se había dejado el pelo muy largo -la nueva moda en Europa-, pero su cara blancona, de expresión reservada y algo triste, era la misma. Estaba en Alemania desde hacía unos meses. Había obtenido el estatuto de refugiado político y vivía con una chica de Frankfurt a la que había conocido en París, en los tiempos de Paúl. Fuimos a tomar un café en la misma cafetería del almacén, llena de señoras con niños regordetes y atendida por turcos.
Alfonso el Espiritista se salvó de milagro del ataque de los comandos del Ejército que arrasaron Mesa Pelada. Había sido enviado a Quillabamba pocos días antes por Luis de la Puente; las comunicaciones no estaban funcionando bien con las bases de apoyo urbanas y en el campamento no se tenía noticias de un grupo de cinco muchachos ya entrenados cuya venida estaba prevista para semanas atrás.
– La base de apoyo cusqueña estaba infiltrada -me explicó, hablando con la misma calma que yo le recordaba-. Capturaron a varios, y, en la tortura, alguno habló. Así llegaron a Mesa Pelada. Nosotros no habíamos empezado las operaciones, en verdad. Lobatón y Máximo Velando se adelantaron a los planes, allá en Junín. Y, luego de esa emboscada de Yahuarina en que mataron a tantos policías, nos echaron al Ejército encima. Nosotros, en el Cuzco, todavía no habíamos empezado a movernos. La idea de De la Puente no era quedarse en el campamento, sino ir de un lado al otro. «El foco guerrillero es el movimiento perpetuo», la enseñanza del Che. Pero no nos dieron tiempo y quedamos encerrados en la zona de seguridad.
El Espiritista hablaba con una curiosa distancia sobre lo que decía, como si aquello hubiera ocurrido hacía siglos. No sabía por qué conjunción de circunstancias no cayó en las redadas que desmantelaron las bases de apoyo del MIR en Quillabamba y en el Cuzco. Estuvo escondido en casa de una familia cuzqueña, a la que conocía de antaño, por su secta teosófica. Se portaron muy bien con él, pese al miedo que tenían. Luego de un par de meses, lo sacaron de la ciudad, oculto en un camión de mercancías, hasta Puno. De allí, le fue fácil pasar a Bolivia, donde, luego de un largo trámite, consiguió que Alemania Occidental lo admitiera como refugiado político.
– Cuéntame del gordo Paúl, allá arriba, en Mesa Pelada.
Se había adaptado bien a esa vida y a los 3.800 metros de altura, por lo visto. Su ánimo no decayó nunca, aunque a veces, en las marchas explorando el territorio en torno al campamento, su corpachón le jugaba malas pasadas. Sobre todo cuando había que trepar montañas o bajar precipicios bajo lluvias diluviales. Una vez se cayó, en una cuesta que era un lodazal, y rodó veinte, treinta metros. Sus compañeros creían que se había abierto la cabeza, pero se levantó de lo más fresco, bañado en barro de pies a cabeza.
– Adelgazó bastante -añadió Alfonso-. La mañana en que me despedí de él, en Illarec ch'aska, estaba casi tan delgado como tú. Algunas veces hablábamos de ti. «¿Qué estará haciendo nuestro embajador en la Unesco?», decía. «¿Se habrá animado a publicar esas poesías que escribe a escondidas?» Nunca perdió el humor. Siempre ganaba los concursos de chistes que hacíamos en las noches, para no aburrirnos. Su mujer y su hijo están viviendo ahora en Cuba.
Hubiera querido quedarme un buen rato con Alfonso el Espiritista, pero tenía que volver a la conferencia. Nos despedimos con un abrazo y le di mi teléfono para que me llamara si alguna vez pasaba por París.
Poco antes o poco después de esta conversación, se cumplieron las torvas profecías del tío Ataúlfo. El 3 de octubre de 1968 los militares, encabezados por el general Juan Velasco Alvarado, dieron el cuartelazo que acabó con la democracia que presidía Belaunde Terry, éste fue despachado al exilio y se inauguró una nueva dictadura militar en el Perú que duraría doce años.
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