Bernard Werber - Las Hormigas
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– Hace dos días.
Bilsheim se rascó la nariz.
– Y ¿por qué bajó tu padre? ¿Lo sabes?
– Primero fue para ir a buscar al perro. Luego, no lo sé. Compró un montón de placas de metal y se las llevó abajo. Y luego compró montones de libros sobre las hormigas.
– ¿Hormigas? Evidentemente. Evidentemente.
El comisario Bilsheim, bastante desorientado, se dedicó a menear la cabeza murmurando varios «evidentemente» más. El asunto tenia mal cariz. No era la primera vez que tenia que hacerse cargo de casos «especiales» Incluso se podría decir que le endilgaban todas las manzanas podridas. Sin duda eso tenia que ver con sus principales cualidades: a los locos les daba la sensación de que por fin habían encontrado en él unos oídos comprensivos.
Era un don de nacimiento. Ya cuando era muy pequeño, sus compañeros de clase iban a verle para confiarle sus delirios. Él, entonces, meneaba la cabeza con aire de comprender mirando a su interlocutor, no diciendo más que «evidentemente» La cosa funcionaba siempre. Uno se complica la vida al querer introducir frases sofisticadas y cumplidos para impresionar o seducir a la gente que tiene delante. Bilsheim se había dado cuenta de que la simple palabra «evidentemente» era ampliamente suficiente. Otro misterio de la intercomunicación humana elucidado.
El fenómeno era tanto más curioso cuanto que el joven Belsheim, que no hablaba prácticamente nunca, había conseguido la reputación en la escuela de ser un gran orador. Incluso llegaban a pedirle que hiciese los discursos de fin de año.
Belsheim hubiese podido llegar a ser psiquiatra, pero el uniforme ejercía una auténtica fascinación sobre él. Y en cuanto a eso, la bata blanca no era suficiente a sus ojos. En un mundo violento, la Policía y el Ejército eran los portaestandartes de quienes «no se dejan» Ya que, aunque creía comprenderles, Bilsheim detestaba a toda esa gente que habla y habla. ¡Gente sin cerebro! El colmo de lo molesto era para él la gente que habla en voz alta en el Metro, reproduciendo una escena que acaban de vivir y por la que quieren volver a pasar.
Cuando Belsheim entró en la Policía, sus superiores se dieron cuenta en seguida de cuál era su don. Le endilgaban de forma sistemática todos los casos «incomprensibles» La mayor parte de las veces no resolvía el caso en absoluto, pero de todos modos él se hacía cargo, y eso ya era mucho.
– Y también está lo de las cerillas.
– ¿Qué pasa con las cerillas?
– Hay que formar cuatro triángulos con seis cerillas si uno quiere encontrar la solución.
– ¿Qué solución?
– La «nueva manera de pensar» La «otra lógica» de la que hablaba papá.
– Evidentemente.
Esta vez, el niño se rebeló.
– No. Evidentemente, no. Hay que buscar la forma geométrica que permite formar cuatro triángulos. Las hormigas, el tío Edmond, las cerillas, todo está relacionado.
– ¿El tío Edmond? ¿Quién es ese tío Edmond?
Nicolás se animó.
– Es el que escribió la Enciclopedia del saber relativo y absoluto. Pero ha muerto, quizá a causa de las ratas. Fueron las ratas las que mataron a Ouarzazate.
El comisario suspiró. ¡Aterrador! ¿Qué va a ser de este chico cuando sea mayor? Como mínimo, será un alcohólico. El inspector Galin llegó por fin con los bomberos. Bilsheim le miró con orgullo. Era una hacha, el tal Galin. Y también un perverso. Las historias de locos le excitaban. Cuanto más retorcida era la cosa más le interesaba.
Bilsheim el compresivo y Galin el entusiasta formaban entre las dos la oficiosa brigada de los asuntos «de locos de los que nadie quiere ocuparse» Ya les habían enviado a resolver el caso de «la ancianita comida por sus gatos», y el de «la prostituta que ahogaba a sus clientes con la lengua», eso sin olvidar el caso del «reductor de cabezas de charcuteros»
– Está bien -dijo Galin. Usted se queda aquí, jefe, bajamos y se los traemos en las camillas inflables.
En la estancia nupcial, la Madre ha dejado de poner huevos. Levanta una sola antena y pide que la dejen sola. Sus sirvientas desaparecen.
Belo-kiu-kiuni, el sexo viviente de la Ciudad, no está tranquila.
No, no es que le dé miedo la guerra. Ya ha ganado y perdido más de cincuenta. Lo que le inquieta es otra cosa. Es esa cuestión del arma secreta. Es esa rama de acacia que gira y destroza la cúpula. Tampoco ha olvidado la declaración del macho 327, que hablaba de veintiocho guerreras muertas sin que tan siquiera hubiesen tenido tiempo de adoptar la posición de combate… ¿Se puede correr el riesgo de no tener en cuenta esos datos extraordinarios?
Y más ahora.
Pero, ¿qué hacer?
Belo-kiu-kiuni recuerda aquella vez en que ya tuvo que hacer frente a un «arma secreta incomprensible» Fue durante la guerra contra las termiteras del sur. Un buen día le dijeron que una escuadra de ciento veinte soldados estaba, no destruida, sino «inmovilizada»
Todo el mundo estaba extremadamente trastornado. Creían que ya nunca podrían vencer a las termitas y que éstas habían conseguido una ventaja tecnológica decisiva.
Se enviaron espías. Las termitas acababan de constituir una casta de artilleras lanzadoras de cola. Eran las nasutitermas. Conseguían proyectar a doscientas cabezas de distancia una cola que bloqueaba las patas y las mandíbulas de las soldados.
La Federación estuvo reflexionando mucho tiempo y por fin dio con una solución: avanzar protegiéndose con hojas muertas. Esto dio lugar a la famosa batalla de las Hojas Muertas, que ganaron las tropas belokanianas.
Pero esta vez las enemigas no eran las estúpidas termitas, sino las enanas, cuya vivacidad e inteligencia les habían tomado muchas veces por sorpresa. Por otra parte, el arma secreta parecía particularmente destructora.
La Madre se mesó nerviosamente las antenas.
¿Qué sabía ella exactamente de las enanas?
Mucho y muy poca cosa.
Habían aparecido en la región cien años antes. Al principio eran sólo unas cuantas exploradoras. Como eran de pequeño tamaño, nadie desconfió. Las caravanas de enanas llegaron a continuación, llevando entre las patas sus huevos y sus reservas de alimentos. Pasaron la primera noche bajo la raíz de un gran pino.
Por la mañana, la mitad de ellas habían desaparecido víctimas de un erizo hambriento. Las supervivientes se alejaron hacia el norte, donde establecieron un vivaque, bastante cerca de las hormigas negras.
En la Federación se dijo que eso era una «cuestión entre ellas y las hormigas negras» Incluso había quien tenía mala conciencia por dejar a aquellos débiles seres como pasto de las grandes hormigas negras.
Sin embargo, las hormigas enanas no murieron. Todos los días se las podía ver allí, llevando ramitas y pequeños coleópteros. En cambio, a las que ya no se veía era… a las grandes hormigas negras.
Nunca se supo lo que había pasado, pero las exploradoras belokanianas informaron que las enanas ocupaban la totalidad del nido de las hormigas negras. El acontecimiento fue acogido con fatalismo y a la vez con humor. Bien hecho por lo que hace a esas pretenciosas hormigas negras, era lo que se olía en los corredores. Y, además, no iban a ser esas hormiguitas de nada lo que inquietase a la poderosa Federación.
Sólo que, después de las hormigas negras, fue uno de los panales de abejas lo que ocuparon las enanas. Y luego la última termitera del norte y el nido de las hormigas rojas venenosas pasaron a su vez a quedar incluidas bajo las enseñas de las enanas.
Los refugiados que afluían a Bel-o-kan y que venían a ampliar la masa de los mercenarios contaban que las enanas tenían estrategias de combate vanguardistas. Por ejemplo, infectaban los puntos de agua vertiendo en ellos venenos procedentes de flores raras.
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