Bernard Werber - Las Hormigas
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Suenan otros ruidos diferentes. Como si alguien cavase muy de prisa. ¿Les habrán alcanzado las guerreras con olor a roca? No… Dos manos aparecen ante ellos. Forman una especie de rastrillo. Las manos excavan y llevan la tierra atrás, propulsando un enorme cuerpo negro.
Ha de ser un topo.
Las hormigas se quedan inmóviles, con las mandíbulas dispuestas.
Es un topo.
Torbellino de tierra. Bola de pelo negro y garras blancas. El animal parece nadar entre las capas sedimentarias como una rana en un lago. Las hormigas se quedan sin movimiento, soldadas a la arcilla. Pero salen del encuentro indemnes. La máquina excavadora pasa. El topo sólo estaba buscando gusanos. Su mayor placer es morderles los ganglios nerviosos para paralizarlos, y luego almacenarlos vivos en su madriguera.
Las tres hormigas se desincrustan de la arcilla y reanudan su camino después de lavarse metódicamente una vez más.
Acaban de entrar en un pasadizo muy estrecho y muy alto. La soldado que hace de guía emite un olor de alerta señalando el techo, que está tapizado de chinches rojas con manchas negras. Son unas buscapleitos diabólicas.
Esos insectos de tres cabezas de largo (nueve milímetros) parecen tener en la espalda el dibujo de unos ojos. Se alimentan por lo general con la carne de los insectos muertos y, a veces, con insectos decididamente vivos.
Una de las chinches se deja caer sobre el trío. Antes de que haya podido llegar al suelo, 103.683 lleva su abdomen bajo el tórax y lanza un chorro de ácido fórmico. Cuando el buscapleitos aterriza se ha metamorfoseado ya en mermelada caliente.
Las hormigas se lo comen a toda prisa y luego cruzan la estancia antes de que les venga encima otro de esos monstruos.
INTELIGENCIA. Inicié los experimentos propiamente dichos en enero del 58. Primer tema: la inteligencia. ¿Son inteligentes las hormigas?
Para averiguarlo, enfrenté a un individuo hormiga roja (Fórmica rufa), de talla mediana y del tipo asexuado, al siguiente problema. En el fondo de un agujero puse un trozo de miel endurecida. Pero el agujero estaba obstruido con una brizna de hierba, poco pesada pero muy larga y muy firmemente asentada. Normalmente, la hormiga amplía el agujero para pasar, pero en este caso, como el soporte es de plástico rígido, no puede perforarlo.
Primer día: la hormiga le da tirones a la hierbecita, la levanta un poco, la deja, vuelve a levantarla.
Segundo día: la hormiga sigue haciendo lo mismo. También intenta recortar la hierbecita por su base. Sin resultado.
Tercer día: lo mismo. Parece ser que el insecto se ha perdido en un mal proceso de razonamiento y que insiste en él porque es incapaz de imaginar otro… Lo que sería prueba de su no-inteligencia.
Cuarto día: lo mismo.
Quinto día: lo mismo.
Sexto día: al despertar esta mañana, me he encontrado la hierbecita separada del agujero. La cosa se ha debido producir durante la noche.
EDMOND WELLS
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
Las galerías por las que van están medio obstruidas. Allá arriba, la tierra fría y seca, retenida por raíces blancas, forma grumos. A veces se desprenden fragmentos de esos grumos. A eso le llaman «granizo interior» El único medio conocido de protegerse de él es redoblar la vigilancia y saltar a un lado al menor olor de desprendimiento.
Las tres hormigas siguen adelante con el vientre pegado al suelo, las antenas tendidas hacia atrás y las patas muy separadas. 103.683 parece saber con precisión a dónde les lleva. El suelo vuelve a ser húmedo. Un efluvio nauseabundo circula por el lugar. Olor de vida. Olor a animal.
El macho 327 se detiene. No está completamente seguro, pero le ha parecido ver que una pared se movía sospechosamente. Se acerca a la zona sospechosa, y la pared tiembla. Se diría que se perfila una boca. La boca se transforma en una espiral, una protuberancia se destaca en el centro y salta, arrojándose sobre él.
El macho lanza un grito olfativo.
¡Un gusano de tierra! Lo parte en dos con un solo golpe de sus mandíbulas. Pero alrededor de ellos las paredes empiezan a rezumar esas sinuosas bestezuelas. Y pronto hay tantas que es como si estuviesen en los intestinos de un pájaro.
Una lombriz se empeña en enroscarse en el tórax de la hembra, y ésta también hace sonar sus mandíbulas y la corta en muchos trozos que se van ondulando cada uno por su lado. Otros gusanos intervienen y se enroscan alrededor de sus patas y de sus cabezas. El contacto con las antenas es especialmente insoportable. De mutuo acuerdo, desenvainan los tres y lanzan ácido contra los inofensivos ascáridos. Finalmente, el suelo queda tapizado con relieves de carne ocre que se agitan como para desafiarles.
Los tres echan a correr.
Cuando recuperan el ánimo, 103.683 les indica otra nueva serie de pasillos que han de recorrer. Cuanto más se adentran en ellos peor huele. Aunque empiezan a acostumbrarse. Uno se acostumbra a todo. La soldado señala una pared y explica que hay que perforar ahí.
Son las antiguas reservas de fertilizante. El lugar de reunión está justo al lado. Nos gusta reunimos aquí, es un sitio tranquilo.
Desempeñan otra vez su papel de perforadoras, y desembocan al otro lado en una gran sala que huele a excrementos.
Las treinta soldados unidas a su causa están en efecto allí, esperándoles. Pero para conversar con ellas habría que conocer los rudimentos del juego del rompecabezas, porque están todas ellas divididas en piezas. A menudo la cabeza queda bastante lejos del tórax.
Horrorizados, inspeccionan la macabra sala. ¿Quién puede haberlas matado así, justo bajo los pies de Bel-o-kan?
Seguramente algo procedente de abajo, emite el macho 327.
A mí no me lo parece, replica la hembra, y le propone que perfore el suelo.
El macho hinca en él las mandíbulas. Dolor. Lo que hay abajo es roca.
Una enorme roca de granito, precisa un poco tarde 103.683. Es el fondo, la tierra firme en que se asienta la Ciudad. Es espeso, muy espeso. Y grande, muy grande. Nunca se han encontrado sus límites.
Quizá sea, después de todo, el fin del mundo. Y entonces se manifiesta un extraño olor. Algo acaba de entrar en la sala. Algo que inmediatamente les resulta simpático. No, no es una hormiga del Nido, sino un coleóptero lomechuse.
Cuando era sólo una larva, 56 había oído hablar a la madre de este insecto:
No hay sensación que pueda igualarse a la que acompaña la absorción del néctar de la lomechuse una vez se ha probado. Fruto de todos los deseos físicos, su secreción anula las voluntades más decididas.
Tomar esta sustancia suspende el dolor, el miedo la inteligencia. Las hormigas que tienen la suerte de sobrevivir a su proveedora de veneno abandonan irresistiblemente la Ciudad en busca de nuevas dosis. Ya ni comen ni descansan, y caminan hasta el agotamiento. Luego, si no encuentran una lomechuse se quedan inmóviles en una brizna de hierba y se abandonan a la muerte, recorridas por las mil mordeduras de la carencia.
En su infancia, 56 preguntó un día por qué se toleraba la entrada de esa calamidad pública en la Ciudad, cuando las termitas y las abejas la masacraban sin ningún miramiento. Entonces, la Madre le respondió que hay dos formas de hacer frente a un problema: o bien se le impide que se acerque, o bien se deja uno atravesar por él. La segunda no es forzosamente la peor manera. Las secreciones de la lomechuse, bien dosificadas o mezcladas con otras sustancias, se convierten en excelentes medicinas.
El macho es el primero que se adelanta hacia el insecto. Subyugado por la belleza de los aromas que emana la lomechuse, le lame los pelos del abdomen. Éstos supuran jugos alucinógenos. Un hecho turbador: el abdomen de la envenenadora, con sus dos largos pelos, tiene exactamente la misma configuración que una cabeza de hormiga con sus dos antenas.
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