José Saramago - Levantado Del Suelo

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Un escritor es un hombre como otros: sueña. Y mi sueño fue el de poder decir de este libro, cuando lo terminase: «Esto es el Alentejo». De los sueños, sin embargo, nos despertamos todos, y ahora heme aquí, no delante del sueño realizado, sino de la concreta y posible forma del sueño. Por eso me limitaré a escribir: «Esto es un libro sobre el Alentejo». Un libro, una simple novela, gente, conflictos, algunos amores, muchos sacrificios y grandes hambres, las victorias y los desastres, el aprendizaje de la transformación, muertes. Es un libro que quiso aproximarse a la vida, y ésa sería su más merecida explicación. Lleva como título y nombre, para buscar y ser buscado, estas palabras sin ninguna gloria: Levantado del suelo. Del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o una flor brava. O un ave. O una bandera. En fin, ya estoy otra vez soñando. Como los hombres a los que me dirijo.
JOSÉ SARAMAGO

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Faustina Maltiempo, en el otro extremo de Monte Lavre, no está acostumbrada, es la primera vez. Por eso, aunque sepa que el marido sólo deberá salir de casa cuando el sol haya nacido, no consigue dormir en toda la noche, asombrada de que siendo Juan Maltiempo tan inquieto siempre, esté durmiendo sosegado, como quien nada teme aunque algo deba. Son compensaciones del cuerpo para el alma alterada. Cuando Juan Maltiempo se despierta, día claro aunque el sol no esté fuera, el recuerdo de lo que va a hacer le entra súbitamente por los ojos, hasta el punto de que los cierra en seguida, y no es por miedo por lo que siente un golpe en el estómago, sino por una especie de respeto de iglesia, de cementerio o de nacimiento de niño. Está solo en el cuarto, oye los ruidos de la casa y los del exterior, un cantar friolero de pájaro olvidado, las voces de las hijas y el crepitar de la leña ardiendo. Se levanta. Ya quedó dicho que es un hombre pequeño y seco, tiene ojos azules luminosos y antiguos, y en esta edad de los cuarenta y dos años en que está empiezan a escasearle los cabellos y los que tiene encanecen, pero antes de ponerse en pie tiene que hacer una pausa, acomodar el cuerpo a la punzada que la posición tumbada resucita todas las noches, y no debería ser así, debería ser lo contrario, si el cuerpo ha descansado. Se vistió y entró en la cocina, se acerca al fuego como si aún quisiera conservar el calor de la cama, no parece que esté habituado a grandes fríos, dice, Buenos días, y las hijas van a besarle la mano, es una alegría ver a la familia reunida, todos en paro, en algo se han de entretener a lo largo del día, remendar unas ropas, Gracinda trabaja en su ajuar, va lentamente, conforme puede, la boda no será hasta el año que viene, por la tarde irá con la hermana a lavar al río una carga de ropa que fueron a buscar a la casona, siempre son veinte escudos. Faustina, que se va quedando sorda, no ha oído al marido, pero lo sintió, fue tal vez la vibración sísmica de la tierra pisada o el desplazamiento del aire que sólo su cuerpo puede causar, cada uno tiene el suyo, es verdad, pero éstos viven juntos desde hace veinte años, sólo un ciego se engañaría, y ella de los ojos no tiene motivo de queja, el oído es lo que le va faltando, aunque le parezca, y ésa es su disculpa de todos los días, que la gente habla ahora de una manera embarullada, como si lo hicieran adrede. Parecen cosas de viejos pero son sólo cosas de gente cansada antes de tiempo. Juan Maltiempo va alimentado para la jornada, tomó café, tan ruin como el de Sigismundo Canastro, comió pan de mezcla, qué parte de trigo tendrá, y embuchó un huevo crudo, agujero a un lado, agujero al otro, es uno de los grandes placeres de la vida, ojalá pudiera tenerlo siempre. Ya se le ha pasado el nudo del estómago y ahora que el sol va asomando siente una gran prisa, dice, Hasta luego, si alguien pregunta por mí, no sabéis adonde he ido, y no son consignas acordadas, es lo natural en quien tiene las palabras en la punta de la lengua y no se va a poner a rebuscar otras razones. Ni Gracinda ni Amelia saben adonde va el padre, lo preguntan después de que haya salido, pero la madre es sorda, como sabemos, y finge no haber oído. No se lo tomemos a mal, que las mozas son jóvenes y habladoras, sólo por la escasa edad, no por aturdimiento, imputación que ofendería al menos a Gracinda, sabedora de las aventuras de Manuel Espada, primer huelguista conocido en Monte Lavre, más los compañeros, cuando aún era un chiquillo.

El encuentro es en Terra Fria. Son nombres puestos a los sitios, sin duda por algún motivo que se entendería, pero este de tierra fría en latifundio tan caliente en verano y en invierno tan frío por igual sólo se entiende volviendo a los orígenes, y ésos se han perdido, como suelen decir los dormilones, en la noche de los tiempos. Pero antes de llegar se juntarán Sigismundo Canastro y Juan Maltiempo en el Cabezo de la Atalaya, no en lo alto claro está, que no van a ponerse estos hombres la vista de quien pase, aunque aquella tierra, y más en este preciso lugar, no sea tan concurrida como la plaza do Giraldo, si entienden lo que queremos decir. Se encontrarán al pie del cabezo, donde hay una espesa arboleda, Sigismundo Canastro conoce bien el sitio, Juan Maltiempo no tanto, pero todos los caminos llevan a Roma. Y desde allí hasta Terra Fria seguirán juntos, por sendas que Dios nunca anduvo y el Diablo sólo obligado.

No hay nadie en el mirador circular del cielo, aquel que, por encima del horizonte, es palco habitual de los ángeles cuando en la arena del latifundio hay movimiento grande. Ése es el máximo y fatal error de los ejércitos celestiales, juzgarlo todo por la vitola de la cruzada. Desprecian las pequeñas patrullas, los destacamentos aventureros, los voluntarios para esta misión, los minúsculos puntitos que son dos hombres aquí, otro allá, otro más adelantado, otro aún lejos y retrasado, todos convergiendo, hasta cuando parecen desviarse del camino hacia un lugar que en el cielo no tiene nombre, pero que aquí abajo se llama Terra Fria. Quizá piensen en el remansado empíreo que aquellos humanos van trivialmente hacia su trabajo, pese a la falta de él, como hasta en el cielo deberían saber por ocasionales avisos del padre Agamedes, y es verdad que de trabajo se trata. Es una sementera diferente, responsabilidad tan grande que Juan Maltiempo le preguntará a Sigismundo Canastro cuando se encuentre con él, y después de dar los primeros pasos, no inmediatamente sino cuando haya logrado vencer su timidez, Crees que me van a aceptar, y Sigismundo Canastro responderá, con la seguridad de ser más viejo en esto y en la edad, Ya has sido aceptado, no tengas miedo, no vendrías hoy conmigo si hubiera alguna duda.

Hay quien llega en bicicleta, la deja oculta en los matorrales, en lugar de algún modo fácilmente identificable, no vaya a perder después el norte. Esta vez no habrá temor por la placa de matrícula, todo pasa dentro del ayuntamiento, sólo por mala fe o súbita desconfianza lo mandaría detenerse el guardia, Adonde va, y a que, de dónde viene, enséñeme la licencia, y eso no sería bueno, este hombre se llama por casualidad Silva, pero también se llama Manuel Días da Costa, es un suponer, Silva para aquellos con quienes va a hablar en Terra Fría, para la guardia es Manuel Dias da Costa, para el registro civil un nombre diferente, y también para el cura Agamedes que lo bautizó muy lejos de estos lugares. Hay quien dice que sin el nombre que tenemos no sabríamos quiénes somos, es un dicho que parece perspicaz y filosófico, pero este Silva o Manuel Dias da Costa que pedalea por un camino carretero enfangado ha dejado ya felizmente la carretera por donde pasa de improviso la guardia o está días enteros sin aparecer, pero nunca se sabe, que no se trata de andar jugando a las adivinanzas, este ciclista avanza tan en paz con su alma que bien se ve que no le afectan estas sutiles cuestiones de identidad, tanto de sí mismo como de los papeles. Pero, observándolo mejor, no es así, aunque más seguro está él de quién es que los documentos que le dan nombre. Y como es un hombre dado a pensamientos, piensa que es singular que la guardia comprenda menos aquello que ve, un hombre y su bicicleta, que un papel escrito y sellado, cansado ya de que lo abran y lo cierren, Puede seguir, pero cuando pone el pie en el pedal y da el impulso, piensa que será mejor no volver a pasar demasiado pronto por esta carretera, por eso vino por primera vez hacia esta parte y tuvo suerte, que nadie lo mandó parar.

Hay quien viaja en tren, y se apea en Sâo Torcato, en la línea de Setil, o en Vendas Novas, o incluso en Montemor, más allá si el encuentro es en Terra da Torre, en estas estaciones de por aquí si es en Terra Fría. Bien está en este caso para quien venga de Sâo Geraldo, que es la carrerilla de un perro, pero si este día de hoy alguien salió de Sâo Geraldo para iguales cometidos, siguió hacia más lejos, quizá no casualidad, regla será y seguro con suficiente fundamento. A esta hora, mediada la mañana, ya no se ve la bicicleta, los trenes andan muy lejos, ahí va él silbando, y sobre Terra Fria pasa un milano cazador, es bonito de ver, pero mucho más bonito es estar viéndolo y de repente oírlo gritar, aquel pío largo que nadie puede expresar con palabras, pero cuando lo oímos queremos decir cómo fue, y no salimos de esto, animales de pío y canto es lo que menos falta, entre pájaros de toda especie es la voz común, pero este grito es diferente, tan de naturaleza brava, da como un escalofrío, no me sorprendería que de tanto oírlo me nacieran alas, cosas más raras se han visto. Planeando alto, el milano deja colgar un poco la cabeza, es sólo un gesto, pues la vista no precisaría de tan mínima aproximación, somos nosotros los que tenemos esas taras de miopía, astigmatismo, palabras que, conviene aclararlo, debemos evitar por estas tierras, no sea que los ángeles las confundan con estigmatismo, asomarse al mirador en busca de san Francisco de Asís y dar con un simple milano pegando gritos y cinco hombres que se aproximan, unos cerca, otros lejos de Terra Fria. Quien los ve a todos desde allá arriba es el milano, pero ésa no es ave chivata.

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