José Saramago - Levantado Del Suelo

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Un escritor es un hombre como otros: sueña. Y mi sueño fue el de poder decir de este libro, cuando lo terminase: «Esto es el Alentejo». De los sueños, sin embargo, nos despertamos todos, y ahora heme aquí, no delante del sueño realizado, sino de la concreta y posible forma del sueño. Por eso me limitaré a escribir: «Esto es un libro sobre el Alentejo». Un libro, una simple novela, gente, conflictos, algunos amores, muchos sacrificios y grandes hambres, las victorias y los desastres, el aprendizaje de la transformación, muertes. Es un libro que quiso aproximarse a la vida, y ésa sería su más merecida explicación. Lleva como título y nombre, para buscar y ser buscado, estas palabras sin ninguna gloria: Levantado del suelo. Del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o una flor brava. O un ave. O una bandera. En fin, ya estoy otra vez soñando. Como los hombres a los que me dirijo.
JOSÉ SARAMAGO

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Ya han dado con él. Lo llevan dos guardias, dondequiera que nos volvamos no se ve otra cosa, se lo llevan de la plaza, a la salida de la puerta del sector seis se le unen otros dos, y ahora parece hecho adrede, todo es subir, como si estuviéramos viendo una película sobre la vida de Cristo, allí encima es el calvario, éstos son los centuriones de bota recia y guerrero sudor, llevan engatilladas las lanzas, hace un calor que ahoga, alto. Vienen bajando la calle unos hombres aislados y por eso el cabo Tacabo, temiendo una vez más que sean José Gato y su cuadrilla, dice, Pasen de largo, este hombre va preso. Pasan los aislados tan rápido como pueden, pegándose a la pared, en éstos no hay peligro, incluso parece que les ha gustado la orden y la información, y el cortejo tiene ahora cien metros para andar, allá en lo alto, la vemos por encima del muro, tiende una mujer en la cuerda una sábana, tendría gracia que esta mujer se llamara Verónica, pero no, se llama Cesaltina y no es mujer de misa. Ve pasar un hombre entre los guardias, lo sigue con los ojos, no lo conoce, pero tiene un presentimiento, junta el rostro a la sábana húmeda como un sudario, y le dice al hijo que se empeña en seguir jugando al sol, Vamos adentro.

Los guardias cruzan la carretera que sube hacia el castillo y allí el camino se ensancha por la parte de abajo por eso parece una plazuela, son tantos pasos los que hay que dar aún y tan poca la ganancia de vida en ellos, si creen que esto es lo que el preso va pensando están muy engañados, no sabemos qué pensamientos son y serán los suyos, ahora bien, lo que sí es necesario es que nos pongamos a pensar nosotros. Si permanecemos de este lado de aquí, si fuésemos tras la mujer Cesaltina y empezáramos, por ejemplo, a jugar con el chiquillo, a quién no le gustan los niños, nos quedaríamos sin saber qué va a pasar, y eso es precisamente lo que por nada haríamos. Hay dos centinelas a la puerta, la guardia está toda en pie de guerra, alzad de nuevo hoy el esplendor de Portugal, cierto es que desde aquí se ve algún paisaje, la Señora de la Visitación, milagrosa donde las haya, pero no queremos aquí peregrinaciones nacionales, y unas huertas, pocas, que el espacio no da para más en este lugar angosto. Vamos adentro, dijo Cesaltina al hijo. Vamos también nosotros para dentro, por aquí, pasemos entre los centinelas, no nos ven, éste es nuestro privilegio, atravesamos el patio, por ahí no, es un caserón, una especie de almacén de delitos al por mayor, mañana vendrán a dar aquí los hombres de Monte Lavre y de otros lugares, casos sin importancia, la puerta es ésta, pero no es ese el corredor, viremos en este recodo, diez pasos más, cuidado no tropieces en el banco, es aquí, no necesitamos avanzar más, hemos llegado, basta abrir la puerta.

No hemos llegado a tiempo para asistir a los preliminares. Nos entretuvimos mirando el paisaje, jugando con el chiquillo a quien tanto le gusta jugar al sol, por más que los padres le digan, haciéndole preguntas a Cesaltina, que por casualidad no está el marido metido en estos líos, es empleado del ayuntamiento y se llama Ourique, y todo esto que decimos no fueron más que pretextos, dilaciones, maneras de desviar los ojos, pero ahora, entre estas cuatro paredes encaladas, sobre este piso de losetas, reparemos en los cantos partidos, cuántos pasos por aquí pasaron, y las redondeces del desgaste, y lo interesante que resulta este reguerillo de hormigas que va por las junturas ensanchadas como si fueran valles, mientras arriba, proyectadas contra el cielo blanco que es el techo y contra el sol que es la lámpara encendida, se mueven unas altas torres, son hombres, lo saben bien las hormigas que de generación en generación les han sentido el peso de los pies y el largo chorro cálido que cae de una especie de tripa que cuelga fuera del cuerpo, así han muerto hormigas ahogadas o machacadas en todos los lugares de la tierra, pero ahora se supone que de éstas se van a librar, en otras cosas se hallan ocupados los hombres. Tienen las hormigas un aparato auditivo y una educación musical que no les permite entender lo que dicen y cantan los hombres, por eso no es fácil que perciban por entero el interrogatorio, pero las diferencias no son muchas, mañana, en este mismo puesto de guardia, pero en lugar menos retirado, serán interrogados los hombres de Monte Lavre, Torre da Gadanha, Safira y Escoural, y entonces sabremos, y también los insultos, hijo de puta, cabrón, hijo de puta, cornudo, hijo de puta, maricón, eso es lo trivial, la gente no se ofende por tan poco, son historias ridículas como las de las comadres, tía tal, tía cual, nadie se ofende, en tres días están hechas las paces, pero en este caso no.

Tomemos esta hormiga, mejor, no la tomemos, que sería matarla, mirémosla sólo porque es una de las mayores y porque levanta la cabeza como los perros, ahora va pegada a la pared en recua con sus hermanas, tendrá tiempo de hacer tres veces su largo viaje entre el hormiguero y no sabemos qué de interesante, curioso o simplemente alimenticio habrá en este cuarto retirado, antes de que se complete el episodio mortal. Ahora mismo acaba de caer uno de los hombres, queda al nivel de las hormigas, no sabemos si las ve, pero ellas sí lo ven, y serán tantas las veces que caiga que al fin aprenderán su rostro de memoria, el color del pelo y de los ojos, el dibujo de la oreja, el arco oscuro de la ceja, la sombra tan blanda de la comisura de la boca, y con todo esto más tarde se harán grandes conversaciones en el hormiguero para ilustración de las generaciones futuras, que es útil a los jóvenes saber qué pasa por el mundo. Cayó el hombre y luego los otros lo levantaron de una patada, le gritan cada uno por su lado, dos preguntas diferentes, cómo sería posible dar respuestas aunque quiera darlas, y no es éste el caso, porque el hombre que cayó y fue levantado morirá sin decir una palabra. Sólo gemidos le saldrán de la boca, y en silencio de alma profundos ayes, pero incluso cuando los dientes estén partidos y sea necesario escupir sus pedazos, lo que dará mayores razones a los otros dos para volverle a pegar, no se ensucia la propiedad del Estado, incluso entonces el ruido será el de escupir y otro no, esa mecánica inconsciente de los labios, y luego queda dispersa la saliva en el suelo, adensada de sangre para estímulo gustativo de las hormigas que se van telegrafiando una a otra esta lluvia del nuevo maná, rojo singular caído de tan blanco cielo.

Ha caído el hombre otra vez. Es el mismo, dijeron las hormigas, tiene el diseño de la oreja, el arco de la ceja, la sombra de la boca, no hay confusión posible, por qué será siempre el mismo hombre el que cae, será que no se defiende, que no lucha. Son criterios de hormiga y de su civilización, no saben que la lucha de Germano Santos Vidigal no es contra sus agresores, Gargajo y Gargajillo, sino con su propio cuerpo, ahora el fulminante dolor entre las piernas, testículos en lenguaje de manual de fisiología, cojones en este grosero hablar que más fácilmente se aprende, frágiles bolas llenas de imponderable éter que en trance justamente nos elevan, de hombres hablo, son ellos los que nos levantan en viaje entre el cielo y la tierra, pero no estos desgraciados que las manos ansiosamente amparan y ahora sueltan porque un estruendo y la brutal patada de tacón cae sobre los riñones. Se quedan asombradas las hormigas, pero sólo de pasada. Ellas tienen sus obligaciones, horarios que cumplir, ya hacen demasiado cuando alzan la cabeza como los perros y afirman su flaca visión para comprobar que el hombre caído es el mismo o si se ha introducido alguna variante en la historia. La hormiga mayor ha dado la vuelta a lo que faltaba de pared, pasó por debajo de la puerta, va a transcurrir un tiempo antes de que regrese, y entonces lo encontrará todo cambiado, es una manera de decir, tres siguen siendo los hombres, pero los dos que no caen nunca se entretienen, seguro que es un juego, no se le ve otra explicación, qué raro que no juegue así el hijo de Cesaltina, se entretienen empujando al otro contra la pared, lo agarran por los hombros y lo estrellan de sopetón y entonces, depende, o cae de espaldas y da de lleno con la cabeza, o va de frente y el pobre rostro ya pisoteado se estampa en la cal y deja en ella, no mucha, algo de sangre, de la que le corre de la boca y de la ceja derecha. Y si lo dejan ahí, resbala sin sentido, la sangre no, el hombre, pared abajo, hasta quedarse retorcido en el suelo, al lado de la hilera de hormigas, asustadas de pronto al sentir caer aquella enorme masa desde lo alto, aunque finalmente ni las roza. Y durante el tiempo que lo dejaron allí, una hormiga se le agarró a la ropa, quiso verlo más de cerca, la muy tonta, va a ser la primera en morir, porque en el lugar exacto en que ahora está cae el primer porrazo, el segundo no lo siente, pero lo siente el hombre que, del dolor, no él sino el estómago da un salto, y otra vez se derrumba, con arcadas, es el estómago, la coz violenta de lleno o la patada, y luego otra más en sus partes, palabra tan común que no ofende los oídos.

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