Estaba ya mediada la mañana, se abre de nuevo la puerta y llama el cabo Tacabo, Juan Maltiempo, tienes visita, y Juan Maltiempo, que estaba hablando con Manuel Espada v Sigismundo Canastro sobre el destino que iban a darles, se levanta sorprendido entre el asombro de los otros, no es para menos, pues todos saben que en estas situaciones no hay visitas, nunca tal bondad se vio, y hay incluso quien mira desconfiado, dudando si será cierto que el camarada no hablo, por eso sale Juan Maltiempo entre dos filas calladas y serias y arrastra los pies como si cargara ya con todas las culpas del mundo. Parece una peonza, ahora va, ahora viene, el cielo todo lleno de sol, quién habrá venido a verme, seguro que son Faustina y las hijas, no puede ser, el teniente no lo permitiría, y el comisario de paisano, ese perro de boca sucia, ni pensarlo.
El pasillo le parece mucho más corto, detrás de esta puerta donde pasó la noche mirando un cuaderno escolar, mucho cuestan esos aprendizajes, me llamo Juan Maltiempo, y ahora, mientras el guardia llama a la puerta y espera a que le manden entrar, será Faustina, o me dicen eso para engañarme y volver a las preguntas, a lo mejor van a pegarme, qué querría decir el comisario cuando nos amenazó con que si no hablábamos nos pasaría lo que al otro, qué otro. Es rápido el pensamiento, y por eso puede Juan Maltiempo pensar mientras espera, pero cuando se abrió la puerta se quedó con el cerebro vacío, con todo el negror de la noche dentro de su cabeza, y luego sintió un alivio muy grande, porque entre el comisario y el teniente estaba el cura Agamedes, seguro que no me pegan delante del cura, qué habrá venido a hacer aquí.
Así estaremos en el cielo, y yo en el centro como conviene al oficio espiritual que ejerzo desde que me conozco y me conocéis, usted, teniente, a mi diestra, por ser protector de las leyes y de quien las hace, usted, comisario, a mi siniestra, por hacer el resto del trabajo del cual no quiero saber ni aunque me obliguen. Se abre la puerta de esta casa de disciplina, qué veo, oh tristes ojos que para tal cosa habéis nacido, ojalá fuerais ciegos, decidme si estoy engañado, si éste es Juan Maltiempo, de Monte Lavre, lugar donde vive mi rebaño, trabajoso es él, Hombre, estás loco, ya aquí el señor teniente y el señor comisario o el señor comisario y el señor teniente me han dicho que no has querido decir todo lo que sabes, pues mejor sería que lo hicieras, para descanso tuyo y de tu familia, pobrecilla, que no tienen culpa de los yerros y desvaríos del padre, que no tienes vergüenza, Juan Maltiempo, un hombre barbado ya, un hombre de respeto metido en estas chiquilladas, dónde se ha visto una insurrección así, cuántas veces os he dicho a todos en la iglesia que, Amados hermanos, reparad en que al final de este camino que lleváis está la perdición y el infierno, donde todo es llanto y rechinar de dientes, tantas veces os lo dije, tanto me cansé de decíroslo, y de nada sirvió, Juan Maltiempo, no es que no me cuide de los otros, pero el señor comisario y el señor teniente me han dicho que de todos los de Monte Lavre fue a ti sólo a quien pidieron que escribieras en ese cuaderno, a los otros no los conozco, y no escribiste nada, no les ayudaste, parece que te estás burlando, están estos señores con tanta paciencia, pierden la noche, pobrecillos, no duermen, y ellos también tienen sus familias, qué te crees, esperándolos, en vela, y por culpa de tu cabezonería tienen que decir, Hoy llegaré tarde, o bien, Tengo servicio, un trabajo que acabar, cenad sin mí y acostaros que yo sólo apareceré en casa por la mañana, y ya se ve que ni eso, que es casi la hora de comer y el señor comisario y el señor teniente están aquí, parece imposible, Juan Maltiempo, es necesario no tener consideración con las autoridades para portarse de ese modo, qué te cuesta decir quién preparó la huelga, y eso de los papeles, quién los recibe y distribuye, y de dónde vienen y cuántos son, sí, qué te costaba, hombre de Dios, que casi suelto una blasfemia, tan fácil es, los nombres, y el señor comisario y el señor teniente se cuidarán de lo demás, tú te vuelves a casa, con los tuyos, no hay nada más bonito, un hombre con su familia, a ver, dime, que yo no lo sé, mi posición no me permite revelar secretos de confesionario fuera de él, pero no fueron Fulano o Mengano, no fueron ellos, responde, di que sí con la cabeza si no quieres responder en voz alta, todo va a quedar entre los cuatro, fueron o no fueron Fulano, sí, y Mengano, es esto lo que me consta, pero no tengo certeza ni estoy diciendo que sean ellos, pregunto sólo, qué desgracia esa actitud tuya, Juan Maltiempo, dime si no estás arrepentido, hacer sufrir de esta manera a tu familia, responde, hombre.
Hombre, responde, aquí está ante ti el padre Agamedes, están el teniente y el comisario, y tú, no hay más testigos, bien podías decir cuanto sabes, que es poco, pero quien da lo que tiene no está obligado a más, Señor cura Agamedes, yo no sé nada, no me puedo arrepentir de lo que no he hecho, lo daría todo por poder estar ahora con mi mujer y con mis hijas, pero eso que me pide no se lo puedo dar, no puedo decir nada porque nada sé, y aunque lo supiese no sé si se lo diría, Ah, cabrón, dice el comisario, ahora sí que te he comprometido, Déjelo, dice el cura Agamedes en voz baja, son unos pobres brutos, es lo que me canso de decir, aún el otro día lo dije en casa de doña Clemencia, lo más seguro es que no sepa nada, se ha dejado arrastrar por los demás, Pero aquí consta como cabecilla de la huelga, dice el teniente Contento, Bien, dice el comisario, llévelo otra vez adentro.
Sale Juan Maltiempo y cuando recorre el pasillo por centésima vez, aparecen por una puerta, entre fuerte escolta de la guardia, Fulano y Mengano, se reconocen y se miran, van magullados los dos, pobrecillos, y Juan Maltiempo, al atravesar el patio, siente que se le llenan los ojos de lágrimas, no es del sol, al sol está habituado, es de una absurda alegría, porque al fin Fulano y Mengano están presos y no fue él quien los denunció, no fui yo quien los denunció, qué bien que estén presos, qué mal, ni sé lo que estoy diciendo, y lloró dos veces, una de alegría y otra de pena, ambas por haberlos visto aquí, y ya los han apaleado, esto es tan cierto como que me llamo Juan Maltiempo, bien ha dicho el comisario que tengo el nombre que corresponde a días como éstos.
Entró en la cárcel y contó lo que le había ocurrido. Le vieron los ojos llorosos y le preguntaron si le habían pegado. Respondió que no, y siguió llorando, tan afligido de alma, deshecha la alegría, y ahora sólo triste, mortalmente triste. La gente de Monte Lavre se une a él, a su alrededor, los de la misma edad, que los más jóvenes se alejan con discreción, parecería inconveniente estar cerca cuando un hombre ya con canas llora como un chiquillo, qué destino nos toca. Son escrúpulos que haremos bien en aceptar sin mayor análisis o discusión.
Había pasado medio día cuando el caso acabó bien. Los llevaron al patio y allí estaban reunidas las familias que de lejos habían venido, vino quien pudo, y sólo ahora las admitieron en las antecámaras de la autoridad, que antes habían esperado frente al cuartel, bajo la vigilancia de un piquete, y allí redoblaron suspiros y quejidos, pero cuando vino el cabo Tacabo a autorizar la entrada se encendieron las esperanzas todas, y ya iba Faustina y sus dos hijas Gracinda y Amelia, venidas a pie desde Monte Lavre, cuatro leguas, oh vida de tantas fatigas, y las demás, casi todo mujeres, Ahí vienen, y entonces los guardias deshicieron el dispositivo de seguridad, oh qué hambrientos besos en el bosque, qué bosque ni qué mierda, se abrazaron los desgraciados entre sí, y lloraron, parecía la resurrección de las almas, y si se besaron, para esto tienen poca arte, pero Manuel Espada, que no tenía a nadie allí, se quedó mirando a Gracinda, estaba ella abrazada al padre, más alta ya que él, y ella lo miró por encima del hombro, claro que se conocían, no fue un flechazo, pero luego ella dijo, Qué hay, Manuel, y él, Qué hay, Gracinda, y quien crea que es preciso más, se engaña.
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