Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¿Qué haces tú aquí… sentado en mi árbol? -le preguntó secamente Arnau.

El niño, sucio y mugriento, no se inmutó. -Lo mismo que tú -le contestó-. Mirar. -Tú no puedes mirar -afirmó Arnau. -¿Por qué? Llevo mucho tiempo haciéndolo. Antes también te veía a ti. -El niño sucio guardó silencio durante unos instantes-. ¿Ya no te quieren? ¿Por qué lloras tanto?

Arnau notó que le empezaba a resbalar una lágrima por la mejilla y sintió rabia: lo había estado espiando.

– Baja de ahí -le ordenó una vez en el suelo. El niño se descolgó ágilmente y se plantó frente a él. Arnau le sacaba una cabeza pero el niño no parecía asustado.

– ¡Me has estado espiando! -lo acusó Arnau.

– Tú también espiabas -se defendió el pequeño.

– Sí, pero son mis primos y yo puedo hacerlo. -Entonces, ¿por qué no juegas con ellos como hacías antes? Arnau no pudo resistir más y dejó escapar un sollozo. Su voz tembló cuando intentó responder a la pregunta.

– No te preocupes -le dijo el pequeño tratando de tranquilizarlo-, yo también lloro muchas veces.

– ¿Y tú por qué lloras? -preguntó Arnau balbuceando.

– No sé… A veces lloro cuando pienso en mi madre.

– ¿Tienes madre?

– Sí, pero…

– ¿Y qué haces aquí si tienes madre? ¿Por qué no estás jugando con ella?

– No puedo estar con ella.

– ¿Por qué? ¿No está en tu casa?

– No… -contestó el niño titubeando-. Sí que está en casa.

– Entonces, ¿por qué no estás con ella?

El muchachito sucio y mugriento no respondió.

– ¿Está enferma? -insistió Arnau.

Negó con la cabeza.

– Está bien -afirmó.

– ¿Entonces? -volvió a insistir Arnau.

El niño lo miró con expresión desconsolada. Se mordió varias veces el labio inferior y al final se decidió:

– Ven -le dijo tirando de la manga de la camisa de Arnau-. Sigúeme.

El pequeño desconocido salió corriendo a una velocidad sorprendente para su corta estatura. Arnau lo siguió tratando de no perderlo de vista, cosa que le fue fácil mientras recorrieron el abierto y amplio barrio de los ceramistas pero que se fue complicando a medida que se adentraban en el interior de Barcelona; las angostas callejuelas de la ciudad, llenas de gente y de puestos de artesanos, se convertían en verdaderos embudos por los que resultaba casi imposible transitar.

Arnau no sabía dónde estaba, pero le traía sin cuidado; su único objetivo era no perder de vista la ágil y rápida figura de su compañero, que corría entre la gente y las mesas de los artesanos causando la indignación de unos y otros. Arnau, más torpe cuando debía esquivar a los transeúntes, pagaba las consecuencias de la estela de enojo que iba dejando el muchacho y recibía gritos e improperios. Uno alcanzó a propinarle un coscorrón y otro trató de detenerlo agarrándolo de la camisa, pero Arnau se zafó de ambos aunque, con tantos tropiezos, perdió el rastro de su guía y de repente se encontró solo, en la entrada de una gran plaza repleta de gente.

Conocía aquella plaza. Estuvo allí una vez con su padre. «Ésta es la plaza del Blat -dijo-, el centro de Barcelona. ¿Ves aquella piedra en el centro de la plaza?» Arnau miró hacia donde señalaba su padre. «Pues esa piedra significa que a partir de ahí la ciudad se divide en cuartos: el de la Mar, el de Framenors, el del Pi y el de la Salada o de Sant Pere.» Llegó a la plaza por la calle de los sederos y, parado bajo el portal del castillo del Veguer, Arnau intentó distinguir la silueta del niño sucio, pero la multitud que se aglomeraba en ella se lo impidió. Junto a él, a un lado del portal, estaba el matadero principal de la ciudad y, al otro, unas mesas en las que se vendía pan cocido. Arnau se esforzó por encontrar al pequeño entre los bancos de piedra de ambos lados de la plaza, ante los que se movían los ciudadanos. «Este es el mercado del trigo -le había explicado Bernat-.A un lado, en aquellos bancos, venden el trigo los revendedores y los tenderos de la ciudad, y en el otro lado, en esos otros bancos, lo hacen los campesinos que acuden a la ciudad a vender su cosecha.» Arnau no daba con el niño sucio que lo había llevado hasta allí ni a un lado ni al otro, ni entre la gente que regateaba los precios o compraba trigo.

Mientras trataba de encontrarlo, de pie bajo el portal mayor, Arnau fue empujado por la gente que trataba de acceder a la plaza. Intentó esquivarla acercándose a las mesas de los panaderos, pero en cuanto su espalda tocó una mesa, Arnau recibió un doloroso pescozón.

– ¡Fuera de aquí, mocoso! -le gritó el panadero. Arnau volvió a verse envuelto por la gente, el bullicio y el griterío del mercado, sin saber adonde dirigirse y empujado de un lado al otro por personas que le superaban en altura y que, cargados de sacos de cereal, no reparaban en él.

Arnau empezaba a marearse cuando, de la nada, apareció frente a él aquella cara picara y sucia que había estado persiguiendo por media Barcelona.

– ¿Qué haces ahí parado? -le preguntó el niño levantando la voz para hacerse oír.

Arnau no le contestó. Esta vez optó por agarrar con firmeza la camisa del niño y se dejó arrastrar a lo largo de toda la plaza hasta la calle Bòria. Tras recorrerla, llegaron al barrio de los caldereros, en cuyas pequeñas callejuelas resonaban los golpes de los martillos sobre el cobre y el hierro. Por aquella zona no corrieron; Arnau, exhausto y aún aferrado a la manga del niño, obligó a su descuidado e impaciente guía a aminorar el paso.

– Ésta es mi casa -le dijo finalmente el niño señalándole una pequeña construcción de un solo piso. Ante la puerta había una mesa llena de calderos de cobre de todos los tamaños, donde trabajaba un hombre corpulento que ni siquiera los miró-. Aquél era mi padre -añadió una vez que hubieron pasado de largo la fachada del edificio.

– ¿Por qué no…? -empezó a preguntar Arnau volviendo la mirada hacia la casa.

– Espera -lo interrumpió el niño sucio.

Siguieron callejón arriba y rodearon los pequeños edificios hasta dar con la zona posterior, en la que se abrían los huertos anejos a las casas. Cuando llegaron al que correspondía a la casa del niño, Arnau observó cómo éste se encaramaba a la tapia que cerraba el huerto y le animaba a imitarle.

– ¿Por qué…?

– ¡Sube! -le ordenó el niño, sentado a horcajadas sobre la tapia.

Los dos saltaron al interior del pequeño huerto, pero entonces el niño se quedó parado, con la mirada fija en una construcción aneja a la casa, una pequeña habitación que en la pared que daba al huerto, a bastante altura, tenía una pequeña abertura en forma de ventana. Arnau dejó transcurrir unos segundos, pero el niño no se movió.

– ¿Y ahora? -preguntó al fin.

El niño se volvió hacia Arnau.

– ¿Qué…?

Pero el golfillo no le hizo caso. Arnau se quedó quieto mientras su acompañante cogía una caja de madera y la colocaba bajo la ventana; después se encaramó a ella con la vista fija en el ventanuco.

– Madre -susurró el pequeño.

El pálido brazo de una mujer asomó con esfuerzo, rozando los bordes de la abertura; el codo quedó a la altura del alféizar y la mano, sin necesidad de tantear, empezó a acariciar el cabello del niño.

– Joanet -oyó Arnau que decía una voz dulce-, hoy has venido antes; el sol todavía no ha alcanzado el mediodía.

Joanet se limitó a asentir con la cabeza.

– ¿Sucede algo? -insistió la voz.

Joanet se tomó unos segundos antes de contestar. Sorbió por la nariz y dijo:

– He venido con un amigo.

– Me alegro de que tengas amigos. ¿Cómo se llama?

– Arnau.

«¿Cómo sabe mi…? ¡Claro! Me espiaba», pensó Arnau.

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