Grau buscó la explicación del preceptor.
– Porque Barcelona ha tenido siempre los mejores marineros. Pero ahora no tenemos puerto y, sin embargo…
– ¿Cómo que no tenemos puerto? -saltó Genis-. ¿Y eso? -añadió señalando la playa.
– Eso no es un puerto. Un puerto tiene que ser un lugar abrigado, guarecido del mar,y eso que tú dices…-El preceptor gesticuló con la mano señalando al mar abierto que bañaba la playa-. Escuchad -les dijo-, Barcelona siempre ha sido una ciudad de marineros. Antes, hace muchos años, teníamos puerto, como todas esas ciudades que ha mencionado vuestro padre. En época de los romanos, los barcos se refugiaban al abrigo del tnons Taber, más o menos por allí -dijo señalando hacia el interior de la ciudad-,pero la tierra fue ganando terreno al mar, y aquel puerto desapareció. Después tuvimos el puerto Comtal, que también desapareció, y por último el puerto de Jaime I, al abrigo de otro pequeño refugio natural, el puig de les Falsies. ¿Sabéis dónde está ahora el puig de les Falsies?
Los cuatro se miraron entre ellos y después se volvieron hacia Grau, quien, con gesto picaro, como si no quisiera que el preceptor se enterase, señaló con el dedo hacia el suelo.
– ¿Aquí? -preguntaron los niños al unísono.
– Sí -contestó el preceptor-, estamos sobre él. También desapareció… y Barcelona se quedó sin puerto, pero para entonces ya éramos marineros, los mejores, y seguimos siendo los mejores…, sin puerto.
– Entonces -intervino Margarida-, ¿qué importancia tiene el puerto?
– Eso te lo podrá explicar mejor tu padre -contestó el preceptor mientras Grau asentía.
– Mucha, muchísima importancia, Margarida. ¿Ves aquella nave? -le preguntó señalándole una galera rodeada de pequeñas barcas-. Si tuviésemos puerto podría descargar en los muelles, sin necesidad de todos esos barqueros que recogen la mercancía. Además, si ahora se levantase un temporal, se hallaría en gran peligro, ya que no está navegando y está muy cerca de la playa, y tendría que abandonar Barcelona.
– ¿Por qué? -insistió la muchacha.
– Porque ahí no podría capear el temporal y podría naufragar. Tanto es así que hasta la propia ley, las Ordenaciones de la Mar de la Ribera de Barcelona, le exigen que en caso de temporal acuda a refugiarse en el puerto de Salou o en el de Tarragona.
– No tenemos puerto -se lamentó Guiamon como si le hubiesen quitado algo de suma importancia.
– No -confirmó Grau riendo y abrazándolo-, pero seguimos siendo los mejores marineros, Guiamon. ¡Somos los dueños del Mediterráneo! Y tenemos la playa. Ahí es donde varamos nuestros barcos cuando termina la época de navegación, ahí es donde los arreglamos y los construimos. ¿Ves las atarazanas? Allí, en la playa, frente a aquellas arcadas.
– ¿Podemos subir a los barcos? -preguntó Guiamon.
– No -le contestó con seriedad su padre-. Los barcos son sagrados, hijo.
Arnau nunca salía con Grau y sus hijos, y menos con Guia-mona. Se quedaba en la casa con Habiba, pero después sus primos le contaban todo lo que habían visto o escuchado. También le habían explicado lo de los barcos.
Y ahí estaban todos aquella noche de Navidad. ¡Todos! Estaban los pequeños: los laúdes, los esquifes y las góndolas; los medianos: leños, barcas, barcas castellanas, tafureas, calaveras, saetías, galeotas y barquants , y hasta algunas de las grandes embarcaciones: naos, navetes, cocas y galeras, que a pesar de su tamaño tenían que dejar de navegar, por prohibición real, entre los meses de octubre y abril.
– ¡Vaya! -volvió a exclamar Guiamon.
En las atarazanas, frente a Regomir, ardían algunas hogueras, alrededor de las cuales estaban apostados algunos vigilantes. Desde Regomir hasta Framenors los barcos se alzaban silenciosos, iluminados por la luna, arracimados en la playa.
– ¡Seguidme, marineros! -ordenó Margarida levantando su brazo derecho.
Y entre temporales y corsarios, abordajes y batallas, la capitana Margarida llevó a sus hombres de un barco a otro, saltando de borda en borda, venciendo a los genoveses y a los moros y reconquistando Cerdeña a gritos para el rey Alfonso.
– ¿Quién vive?
Los tres se quedaron paralizados sobre un laúd.
– ¿Quién vive?
Margarida asomó media cabeza por la borda. Tres antorchas se alzaban entre las naves.
– Vamonos -susurró Guiamon, tumbado en el laúd, tirando del vestido de su hermana.
– No podemos -contestó Margarida-; nos cierran el paso…
– ¿Y hacia las atarazanas? -preguntó Arnau.
Margarida miró hacia Regomir. Otras dos antorchas se habían puesto en movimiento.
– Tampoco -musitó.
¡Los barcos son sagrados! Las palabras de Grau resonaron en el interior de los niños. Guiamon empezó a sollozar. Margarida lo hizo callar. Una nube ocultó la luna.
– Al mar -dijo la capitana.
Saltaron por la borda y se metieron en el agua. Margarida y Arnau se quedaron encogidos, Guiamon cuan largo era; los tres estaban pendientes de las antorchas que se movían entre las naves. Cuando las antorchas se acercaron a las naves de la orilla, los tres retrocedieron. Margarida miró la luna, rezando en silencio para que siguiera oculta.
La inspección se alargó una eternidad pero nadie miró al mar y si alguien lo hizo…, era Navidad y a fin de cuentas sólo eran tres niños asustados… y suficientemente mojados. Hacía mucho frío.
De vuelta a casa, Guiamon ni siquiera podía andar. Le castañeteaban los dientes, le temblaban las rodillas y tenía convulsiones. Margarida y Arnau lo agarraron por las axilas y recorrieron el corto trayecto.
Cuando llegaron, los invitados ya habían abandonado la casa. Grau y los esclavos, tras descubrir la escapada de los pequeños, estaban a punto de salir en su busca.
– Fue Arnau -acusó Margarida mientras Guiamona y la esclava mora sumergían al pequeño en agua caliente-. Él nos convenció para ir a la playa.Yo no quería… -La niña acompañó sus mentiras con esas lágrimas que tan buenos resultados le proporcionaban con su padre.
Ni un baño caliente, ni las mantas, ni el caldo hirviendo lograron recuperar a Guiamon. La fiebre subió. Grau mandó llamar a su médico pero tampoco sus cuidados obtuvieron resultados; la fiebre subía, Guiamon empezó a toser y su respiración se convirtió en un silbido quejoso.
– No puedo hacer más -reconoció resignado Sebastià Font, el doctor, la tercera noche que fue a visitarlo.
Guiamona se llevó las manos al rostro, pálido y demacrado, y rompió a llorar.
– ¡No puede ser! -gritó Grau-. Tiene que existir algún remedio.
– Podría ser, pero… -El médico conocía bien a Grau, y sus aversiones… Sin embargo,la ocasión pedía medidas desesperadas-. Deberías hacer llamar a Jafudà Bonsenyor. Grau guardó silencio.
– Llámalo -lo apremió Guiamona entre sollozos. «¡Un judío!», pensó Grau. Quien pega a un judío pega al diablo, le habían enseñado en su juventud. Siendo aún niño, Grau, junto con otros aprendices, corría detrás de las mujeres judías para romperles los cántaros cuando acudían a buscar agua a las fuentes públicas. Y siguió haciéndolo hasta que el rey, a instancias de la judería de Barcelona, prohibió aquellas vejaciones. Odiaba a los judíos. Toda su vida había perseguido o escupido a quienes portaban la rodela. Eran unos herejes; habían matado a Jesucristo… ¿Cómo iba a entrar uno de ellos en su hogar?
– ¡Llámalo! -gritó Guiamona.
El chillido resonó por todo el barrio. Bernat y los demás lo oyeron y se encogieron en sus jergones. En tres días no había logrado ver ni a Arnau ni a Habiba, pero Jaume lo mantenía al tanto de lo que ocurría.
– Tu hijo está bien -le dijo en un momento en que nadie los observaba.
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