Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Mientras Grau se acercaba una y otra vez a las ventanas para comprobar si sus invitados llegaban, Bernat despedía a su hijo con un beso en la mejilla.

– Hace mucho frío, Arnau. Mejor será que entres. -El niño hizo ademán de quejarse-. Hoy tendréis una buena cena, ¿no?

– Gallo, turrón y barquillos -le contestó su hijo de corrido.

Bernat le dio una cariñosa palmada en las nalgas.

– Corre a la casa. Ya hablaremos.

Arnau llegó justo a tiempo de sentarse a cenar; él y los dos hijos menores de Grau, Guiamon, de su misma edad, y Margarida, año y medio mayor, lo harían en la cocina; los dos mayores, Josep y Genis, lo harían arriba, con sus padres.

La llegada de los invitados aumentó el nerviosismo de Grau.

– Ya me ocuparé yo de todo -le dijo a Guiamona cuando preparaba la fiesta-; tú limítate a atender a las mujeres.

– Pero ¿cómo vas a ocuparte tú…? -intentó protestar Guiamona; sin embargo, Grau ya estaba dando instrucciones a Estranya, la cocinera, una corpulenta esclava mulata y descarada, que atendía a las palabras de su amo mirando de reojo a su señora.

«¿Cómo quieres que reaccione? -pensó Guiamona-. No estás hablando con tu secretario, ni en la cofradía, ni el Consejo de Ciento. No me consideras capaz de atender a tus invitados, ¿verdad? No estoy a su altura, ¿no es así?»

A espaldas de su marido, Guiamona trató de poner orden entre los criados y prepararlo todo para que la celebración de la Navidad fuera un éxito, pero el día de la fiesta, con Grau pendiente de todo, incluso de las lujosas capas de sus invitados, tuvo que retirarse al segundo plano que su esposo le había adjudicado y limitarse a sonreír a las mujeres, que la miraban por encima del hombro. Mientras, Grau parecía el general de un ejército en plena batalla; charlaba con unos y otros pero a la vez indicaba a los esclavos qué tenían que hacer y a quién tenían que atender; sin embargo, cuantos más gestos les hacía, más y más nerviosos se ponían. Al final, todos los esclavos -salvo Estranya, que estaba en la cocina preparando la cena- optaron por seguir a Grau por la casa atentos a sus perentorias órdenes.

Libres de toda vigilancia -pues Estranya y sus ayudantes, de espaldas a ellos, trajinaban con sus ollas y sus fuegos-, Margarida, Guiamon y Arnau mezclaron el gallo con el turrón y los barquillos e intercambiaron bocados sin parar de gastarse bromas. En un momento determinado, Margarida cogió una jarra de vino sin aguar y echó un buen trago. De inmediato su rostro se congestionó y sus mejillas se arrebolaron, pero la muchacha logró superar la prueba sin escupir el vino. Luego, instó a su hermano y a su primo a que la imitaran. Arnau y Guiamon bebieron, tratando de mantener la compostura igual que Margarida, pero terminaron tosiendo y tanteando la mesa en busca de agua, con los ojos llenos de lágrimas. Después los tres empezaron a reírse: por el simple hecho de mirarse, por la jarra de vino, por el culo de Estranya.

– ¡Fuera de aquí! -gritó la esclava tras aguantar un rato las chanzas de los niños.

Los tres salieron de la cocina corriendo, gritando y riendo.

– ¡Chist! -los reprendió uno de los esclavos, cerca de la escalera-. El amo no quiere niños aquí.

– Pero… -empezó a decir Margarida.

– No hay peros que valgan -insistió el esclavo.

En aquel momento bajó Habiba a por más vino. El amo la había mirado con los ojos encendidos de ira porque uno de sus invitados había intentado servirse y sólo había conseguido unas miserables gotas.

– Vigila a los niños -le dijo Habiba al esclavo de la escalera al pasar junto a él-. ¡Vino! -le gritó a Estranya antes de entrar en la cocina.

Grau, temiendo que la mora trajera el vino ordinario en lugar del que debía servir, salió corriendo tras ella.

Los niños no reían. A los pies de la escalera, observaban el ajetreo, al que de repente se sumó Grau.

– ¿Qué hacéis aquí? -les dijo al verlos junto al esclavo-. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí parado? Ve y dile a Habiba que el vino debe ser el de las tinajas viejas. Acuérdate, porque como te equivoques te despellejaré vivo. Niños, a la cama.

El esclavo salió disparado hacia la cocina. Los niños se miraron sonriendo, con los ojos chispeantes por el vino. Cuando Grau subió corriendo escaleras arriba, estallaron en carcajadas. ¿La cama? Margarida miró hacia la puerta, abierta de par en par, frunció los labios y arqueó las cejas.

– ¿Y los niños? -preguntó Habiba cuando vio aparecer al esclavo.

– Vino de las tinajas viejas…-empezó a rezar éste.

– ¿Y los niños?

– Viejas. De las viejas.

– ¿Y los niños? -volvió a insistir Habiba.

– A tu cama. El amo dicho os vayáis a la cama. Están con él. De las tinajas viejas, ¿sí?, nos despellejará…

Era Navidad y Barcelona permanecería vacía hasta que la gente acudiera a la misa de medianoche a ofrecer un gallo sacrificado.

La luna se reflejaba sobre el mar como si la calle en la que se encontraban continuara hasta el horizonte. Los tres miraron la estela plateada sobre el agua.

– Hoy no habrá nadie en la playa -musitó Margarida.

– Nadie sale a la mar en Navidad -añadió Guiamon.

Ambos se volvieron hacia Arnau, que negó con la cabeza.

– Nadie se dará cuenta -insistió Margarida-. Iremos y volveremos muy rápido. Son sólo unos pasos.

– Cobarde -le espetó Guiamon.

Corrieron hasta Framenors, el convento franciscano que se alzaba en el extremo oriental de la muralla de la ciudad, junto al mar. Una vez allí, miraron la playa, que se extendía hasta el convento de Santa Clara, límite occidental de Barcelona.

– ¡Vaya! -exclamó Guiamon-. ¡La flota de la ciudad! -Nunca había visto la playa así -añadió Margarida. Arnau, con los ojos como platos, asentía con la cabeza. Desde Framenors hasta Santa Clara, la playa estaba abarrotada de barcos de todos los tamaños. Ninguna edificación entorpecía el disfrute de aquella magnífica vista. Hacía casi cien años que el rey Jaime el Conquistador había prohibido construir en la playa de Barcelona, les había comentado Grau a sus hijos en alguna ocasión en que, junto a su preceptor, lo habían acompañado al puerto para ver cargar o descargar algún barco en cuya propiedad participase. Había que dejar la playa libre para que los marinos pudieran varar sus barcos. Pero ninguno de los niños había dado la menor importancia a la explicación de Grau. ¿Acaso no era natural que los barcos estuvieran en la playa? Siempre habían estado allí. Grau intercambió una mirada con el preceptor.

– En los puertos de nuestros enemigos o de nuestros competidores comerciales -explicó el preceptor- los barcos no están varados en la playa.

Los cuatro hijos de Grau se volvieron de repente hacia su maestro. ¡Enemigos! Aquello sí que les interesaba.

– Cierto -intervino Grau, logrando que los niños le prestaran por fin atención. El preceptor sonrió-. Genova, nuestra enemiga, tiene un magnífico puerto natural protegido del mar, gracias al cual los barcos no necesitan varar en la playa.Venecia, nuestra aliada, cuenta con una gran laguna a la que se accede a través de estrechos canales; los temporales no la afectan y los barcos pueden estar tranquilos. El puerto de Pisa se comunica con el mar a través del río Arno, y hasta Marsella posee un puerto natural al abrigo de las inclemencias del mar.

– Los griegos foceos ya utilizaban el puerto de Marsella -añadió el preceptor.

– ¿Nuestros enemigos tienen mejores puertos? -preguntó Josep, el mayor-. Pero nosotros los vencemos, ¡somos los dueños del Mediterráneo! -exclamó repitiendo las palabras que tantas veces había oído de boca de su padre. Los demás asintieron-. ¿Cómo es posible?

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