Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– No te preocupes -la tranquilizó-; para ti seguiré fabricando piezas como éstas.

Grau acertó. Llenó el secadero de su humilde taller con jarras y tinajas, y pronto los comerciantes supieron que en el taller de Grau Puig podrían encontrar, al momento, todo cuanto desearan. Nadie tendría ya que mendigar a maestros soberbios.

De ahí que la vivienda ante la que se pararon Bernat y el pequeño Arnau, que estaba despierto y reclamaba su comida, distara mucho de aquella primera casa taller. Lo que Bernat pudo ver con su ojo izquierdo era un gran edificio de tres pisos. En la planta baja, abierta a la calle, se encontraba el taller, y en los dos pisos superiores vivían el maestro y su familia. A un lado de la casa había un huerto y un jardín, y al otro construcciones auxiliares que daban a los hornos de cocción y una gran explanada en la que se almacenaban al sol infinidad de jarras y tinajas de distintos tipos, tamaños y colores. Detrás de la casa, como exigían las ordenanzas municipales, se abría un espacio destinado a la descarga y almacenamiento de la arcilla y otros materiales de trabajo. También se guardaban allí las cenizas y demás residuos de las cocciones que los alfareros tenían prohibido arrojar a las calles de la ciudad.

En el taller, visible desde la calle, había diez personas trabajando frenéticamente. Por su aspecto, ninguna de ellas era Grau. Bernat vio que, junto a la puerta de entrada, al lado de un carro de bueyes cargado de tinajas nuevas, dos hombres se despedían. Uno montó en el carro y partió. El otro iba bien vestido y, antes de que se metiera en el taller, Bernat llamó su atención.

– ¡Esperad! -El hombre miró cómo se le acercaba Bernat-. Busco a Grau Puig -le dijo.

El hombre lo examinó de arriba abajo.

– Si buscas trabajo, no necesitamos a nadie. El maestro no puede perder el tiempo -le dijo de malos modos-, ni yo tampoco -añadió empezando a darle la espalda.

– Soy pariente del maestro.

El hombre se detuvo en seco, antes de volverse violentamente.

– ¿Acaso no te ha pagado suficiente el maestro? ¿Por qué sigues insistiendo? -masculló entre dientes empujando a Bernat. Arnau empezó a llorar-.Ya se te dijo que como volvieras por aquí te denunciaríamos. Grau Puig es un hombre importante, ¿sabes?

Bernat había ido retrocediendo a medida que el hombre lo empujaba, sin saber a qué se refería.

– Oídme -se defendió-, yo…

Arnau berreaba.

– ¿No me has entendido? -gritó por encima del llanto de Arnau.

Sin embargo, unos chillidos aún más fuertes salieron de una de las ventanas del piso superior.

– ¡Bernat! ¡Bernat!

Bernat y el hombre se volvieron hacia una mujer que, con medio cuerpo fuera, agitaba los brazos.

– ¡Guiamona! -gritó Bernat devolviéndole el saludo.

La mujer desapareció y Bernat se volvió hacia el hombre con los ojos entrecerrados.

– ¿Te conoce la señora Guiamona? -le preguntó él.

– Es mi hermana -contestó Bernat secamente-, y que sepas que a mí nadie me ha pagado nunca nada.

– Lo siento -se excusó el hombre, ahora azorado-. Me refería a los hermanos del maestro: primero uno, después otro, y otro, y otro.

Cuando vio que su hermana salía de la casa, Bernat lo dejó con la palabra en la boca y corrió a abrazarla.

– ¿Y Grau? -preguntó Bernat a su hermana una vez acomodados, tras limpiarse la sangre del ojo, entregar a Arnau a la esclava mora que cuidaba de los hijos pequeños de Guiamona y ver cómo devoraba una escudilla de leche y cereales-. Me gustaría darle un abrazo.

Guiamona torció el gesto. -¿Pasa algo? -se extrañó Bernat.

– Grau ha cambiado mucho. Ahora es rico e importante. -Guiamona señaló los numerosos baúles que había junto a las paredes, un armario, mueble que Bernat no había visto jamás, con algunos libros y piezas de cerámica, las alfombras que embellecían el suelo y los tapices y cortinajes que colgaban de ventanas y techos-. Ahora casi no se preocupa del taller ni del sello; lo lleva Jaume, su primer oficial, con quien te has tropezado en la calle.

Grau se dedica al comercio: barcos, vino, aceite. Ahora es cónsul de la cofradía, por lo tanto, según los Usatges , un prohombre y un caballero, y está pendiente de que lo nombren miembro del Consejo de Ciento de la ciudad. -Guiamona dejó que su mirada vagase por la estancia-.Ya no es el mismo, Bernat.

– Tú también has cambiado mucho -la interrumpió Bernat. Guiamona miró su cuerpo de matrona y asintió sonriendo-. Ese Jaume -continuó Bernat- me ha dicho algo de los parientes de Grau. ¿A qué se refería?

Guiamona negó con la cabeza antes de contestar.

– Pues se refería a que, en cuanto se enteraron de que su hermano era rico, todos, hermanos, primos y sobrinos, empezaron a dejarse caer por el taller. Todos escapaban de sus tierras para venir en busca de la ayuda de Grau. -Guiamona no pudo dejar de percibir la expresión de su hermano-.Tú… ¿también? -Bernat asintió-. Pero… ¡si tenías unas tierras espléndidas…!

Guiamona no pudo reprimir las lágrimas al escuchar la historia de Bernat. Cuando éste le habló del muchacho de la forja, se levantó y se arrodilló junto a la silla en la que estaba su hermano.

– Eso no se lo cuentes a nadie -le aconsejó. Después continuó escuchándolo, con la cabeza apoyada en su pierna-. No te preocupes -sollozó cuando Bernat puso fin a su relato-, te ayudaremos.

– Hermana -le dijo Bernat acariciándole la cabeza-, ¿cómo vais a ayudarme cuando Grau no ha ayudado ni a sus propios hermanos?

– ¡Porque mi hermano es distinto! -gritó Guiamona haciendo que Grau retrocediera un paso.

Ya había anochecido cuando su marido llegó a casa. El pequeño y delgado Grau, todo él nervio, subió la escalera mascullando improperios. Guiamona lo esperaba y lo oyó llegar. Jaume había informado a Grau de la nueva situación: «Vuestro cuñado duerme en el pajar junto a los aprendices, y el niño…, con vuestros hijos».

Grau se dirigió atropelladamente a su esposa cuando se encontró con ella.

– ¿Cómo te has atrevido? -le gritó tras escuchar sus primeras explicaciones-. ¡Es un siervo fugitivo! ¿Sabes qué significaría que encontrasen un fugitivo en nuestra casa? ¡Mi ruina! ¡Sería mi ruina!

Guiamona lo escuchó sin intervenir, mientras él daba vueltas y hacía aspavientos alrededor de ella, que le sacaba una cabeza de alto.

– ¡Estás loca! ¡He mandado a mis propios hermanos en barcos al extranjero! He dotado a las mujeres de mi familia para que se casen con gente de fuera, todo para que nadie pudiera tachar de nada a esta familia, y ahora tú… ¿Por qué debería actuar de modo diferente con tu hermano?

– ¡Porque mi hermano es distinto! -le gritó Guiamona, ante su sorpresa.

Grau titubeó:

– ¿Qué…?, ¿qué quieres decir?

– Lo sabes muy bien. No creo que deba recordártelo.

Grau agachó la vista:

– Precisamente hoy -murmuró- he estado reunido con uno de los cinco consejeros de la ciudad para que, como cónsul de la cofradía que soy, me elijan miembro del Consejo de Ciento. Parece que ya he logrado decantar a mi favor a tres de los cinco consejeros y todavía me quedan el baile y el veguer. ¿Te imaginas qué dirían mis enemigos si se enterasen de que he proporcionado amparo a un siervo fugitivo?

Guiamona se dirigió a su esposo con dulzura: -Todo se lo debemos a él.

– Sólo soy un artesano, Guiamona. Rico, pero artesano. Los nobles me desprecian y los mercaderes me odian, por más que se asocien conmigo. Si supieran que hemos dado cobijo a un fugitivo… ¿Sabes qué dirían los nobles que tienen tierras? -Se lo debemos todo a él -repitió Guiamona. -Bien, pues démosle dinero y que se vaya. -Necesita la libertad. Un año y un día.

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