Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– Saldremos de ésta -le dijo-.Te lo prometo. Bernat volvió al camino. Todo continuaba en calma. A buen seguro, no habían descubierto todavía al muchacho; de lo contrario, habría oído revuelo. Por un momento pensó en Llorenç de Bellera: cruel, ruin, implacable. ¡Qué satisfacción le produciría intentar dar caza a un Estanyol!

– Saldremos de ésta, Arnau -repitió echando a correr en dirección a la masía.

Recorrió el camino sin mirar atrás. Ni siquiera al llegar se permitió un instante de descanso: dejó a Arnau en la cuna, cogió un saco y lo llenó con trigo molido y legumbres secas, un pellejo lleno de agua y otro de leche, carne salada, una escudilla, una cuchara y ropa, algunos dineros que tenía escondidos, un cuchillo de monte y su ballesta… «¡Qué orgulloso estaba padre de esta ballesta!», pensó mientras la sopesaba. Luchó al lado del conde Ramon Borrell cuando los Estanyol eran libres, le repetía siempre que le enseñaba a utilizarla. ¡Libres! Bernat ató al niño a su pecho y acarreó con todo lo demás. Siempre sería un siervo, a no ser que…

– De momento seremos unos fugitivos -le dijo al niño antes de echarse al monte-. Nadie conoce estos montes mejor que los Estanyol -le aseguró ya entre los árboles-. Siempre hemos cazado en estas tierras, ¿sabes? -Bernat anduvo entre el follaje hasta un arroyo, se metió en él y con el agua hasta las rodillas empezó a remontar su curso. Arnau había cerrado los ojos y dormía, pero Bernat continuó hablándole-: Los perros del señor no son listos, los han maltratado demasiado. Llegaremos hasta arriba, donde el bosque se espesa y se hace difícil andar a caballo. Los señores sólo cazan a caballo, nunca alcanzan esa zona. Estropearían sus vestiduras.Y los soldados…, ¿para qué van a ir a cazar allí? Con quitarnos la comida a nosotros tienen suficiente. Nos esconderemos, Arnau. Nadie podrá encontrarnos, te lo juro. -Bernat acarició la cabeza de su hijo mientras continuaba remontando la corriente.

A media tarde Bernat hizo un alto. El bosque se había hecho tan frondoso que los árboles invadían las orillas del arroyo y cubrían por completo el cielo. Se sentó sobre una roca y se miró las piernas, blancas y arrugadas por el agua. Sólo entonces notó el dolor, pero no le importó. Se libró del equipaje y desató a Arnau. El niño había abierto los ojos. Diluyó leche en agua y añadió trigo molido, removió la mezcla y acercó la escudilla a los labios del pequeño. Arnau la rechazó con una mueca. Bernat se limpió un dedo en el arroyo, lo mojó en la comida y probó de nuevo. Tras varios intentos, Arnau respondió y permitió que su padre lo alimentara con el dedo; luego cerró los ojos y se durmió. Bernat sólo comió algo de salazón. Le hubiera gustado descansar, pero le quedaba un buen trecho.

La gruta de los Estanyol, así la llamaba su padre. Llegaron allí cuando ya había anochecido, después de haber hecho otra parada para que Arnau comiera. Se entraba en ella por una estrecha hendidura abierta en las rocas, que Bernat, su padre y también su abuelo cerraban por dentro con troncos, para dormir al abrigo del mal tiempo y de las alimañas cuando salían de caza.

Encendió un fuego en la entrada de la cueva y entró en ella con una tea para comprobar que no la hubiera ocupado algún animal; luego acomodó a Arnau sobre un jergón improvisado con el saco y ramas secas y volvió a darle de comer. El pequeño aceptó el alimento y cayó en un profundo sueño, igual que Bernat, quien ni siquiera fue capaz de dar cuenta de la salazón. Allí estarían a salvo del señor, pensó antes de cerrar los ojos y acompasar la respiración a la de su hijo.

Llorenç de Bellera salió a galope tendido junto con sus hombres cuando el maestro forjador encontró al aprendiz, muerto en medio de un charco de sangre. La desaparición de Arnau y el hecho de que se hubiera visto a su padre por el castillo señalaron directamente a Bernat. El señor de Navarcles, que esperaba montado a caballo frente a la puerta de la masía de los Estanyol, sonrió cuando sus hombres le dijeron que el interior estaba revuelto y que, al parecer, Bernat había huido con su hijo.

– Tras la muerte de tu padre te libraste -masculló-, pero ahora todo será mío. ¡Buscadlo! -gritó a sus hombres. Después se volvió hacia su alguacil-: Haz una relación de todos los bienes, enseres y animales de esta propiedad y cuida de que no falte una libra de grano. Luego, busca a Bernat.

Tras varios días, el alguacil compareció ante su señor, en la torre del homenaje del castillo:

– Hemos buscado en las demás masías, en los bosques y en los campos. No hay ni rastro de Estanyol. Habrá huido a alguna ciudad, quizá a Manresa o a…

Llorenç de Bellera lo hizo callar con un ademán.

– Ya caerá. Manda aviso a los demás señores y a nuestros agentes en las ciudades. Diles que un siervo ha escapado de mis tierras y debe ser detenido. -En aquel momento aparecieron Francesca y doña Caterina, con Jaume, su hijo, en brazos de la primera. Llorenç de Bellera la observó y torció el gesto; ya no la necesitaba-. Señora -le dijo a su esposa-, no entiendo cómo permitís que una furcia amamante a mi hijo. -Doña Caterina dio un respingo-. ¿Acaso no sabéis que vuestra nodriza es la fulana de toda la soldadesca?

Doña Caterina arrancó a su hijo de manos de Francesca.

Cuando Francesca supo que Bernat había huido con Arnau, se preguntó qué habría sido de su pequeño. Las tierras y propiedades de los Estanyol pertenecían ahora al señor de Bellera. No tenía a quién acudir y, mientras tanto, los soldados seguían aprovechándose de ella. Un pedazo de pan duro, una verdura podrida, a veces algún hueso que roer: tal era el precio de su cuerpo.

Ninguno de los numerosos payeses que acudían al castillo se dignó ni siquiera mirarla. Francesca intentó acercarse a alguno, pero la rehuyeron. No se atrevió a volver a casa de sus padres, su madre la había repudiado públicamente, frente al horno de pan, así que se vio obligada a permanecer en las cercanías del castillo, como uno más de los muchos pordioseros que se aproximaban a las murallas para buscar entre los desechos. Su único destino parecía ser ir pasando de mano en mano a cambio de las sobras del rancho del soldado que la hubiera elegido aquel día.

Llegó septiembre. Bernat ya había visto sonreír y gatear a su hijo por la cueva y sus alrededores. Sin embargo, las provisiones empezaban a escasear y el invierno se acercaba. Había llegado el momento de partir.

4

La ciudad se extendía a sus pies.

– Mira, Arnau -le dijo Bernat al niño, que dormía plácidamente pegado a su pecho-, Barcelona. Allí seremos libres.

Desde su huida con Arnau, Bernat no había dejado de pensar en aquella ciudad, la gran esperanza de todos los siervos. Bernat los había oído hablar de ella cuando iban a trabajar las tierras del señor o a reparar las murallas del castillo o a hacer cualquier otro trabajo que el señor de Bellera necesitara. Pendientes siempre de que el alguacil o los soldados no los oyesen, sus susurros sólo despertaron en Bernat simple curiosidad. Él era feliz con sus tierras y jamás hubiera abandonado a su padre. Tampoco habría podido huir con él. Sin embargo, tras perder sus tierras, cuando por las noches, en el interior de la gruta de los Estanyol, miraba cómo dormía su hijo, aquellos comentarios habían ido cobrando vida hasta resonar en el interior de la cueva.

«Si se logra vivir en ella un año y un día sin ser detenido por el señor -recordaba haber escuchado-, se adquiere la carta de vecindad y se alcanza la libertad.» En aquella ocasión todos los siervos guardaron silencio. Bernat los miró: algunos tenían los ojos cerrados y los labios apretados, otros negaban con la cabeza y los demás sonreían, mirando hacia el cielo.

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