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Ildefonso Falcones: La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar. Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre. El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición… La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Ni siquiera tomaron un vaso de vino mientras madre e hija trabajaban en el cerdo una vez descuartizado.

Al anochecer, acabada la faena, la madre intentó abrazar de nuevo a su hija. Bernat observó la escena, esperando una reacción por parte de su esposa. No la hubo. Su padre y sus hermanos se despidieron de ella con la mirada en el suelo. La madre se acercó a Bernat.

– Cuando creas que el niño va a llegar -le dijo apartándolo de los demás-, mándame llamar. No creo que ella lo haga.

Los Esteve emprendieron el camino de regreso a su casa. Aquella noche, cuando Francesca subía la escalera hacia el dormitorio, Bernat no pudo dejar de mirar su vientre.

A finales de mayo, el primer día de cosecha, Bernat contempló sus campos con la hoz al hombro. ¿Cómo iba a recoger él solo todo el cereal? Desde hacía quince días le había prohibido a Francesca que hiciera cualquier esfuerzo, pues había sufrido dos desmayos. Ella escuchó sus órdenes en silencio y lo obedeció. ¿Por qué se lo había prohibido? Bernat volvió a mirar los inmensos campos que lo esperaban. Al fin y al cabo, se preguntaba, ¿y si el hijo no era suyo? Las mujeres parían en el campo, mientras trabajaban, pero tras verla caer una vez, y otra, no había podido evitar preocuparse.

Bernat agarró la hoz y empezó a segar con fuerza. Las espigas saltaban por el aire. El sol alcanzó el mediodía. Bernat ni siquiera paró para comer. El campo era inmenso. Siempre había segado acompañado por su padre, incluso cuando éste estaba ya mal. El cereal parecía revivirlo. «¡Dale, hijo! -lo animaba-, no esperemos a que una tormenta o el pedrisco nos la destroce.» Y segaban. Cuando uno estaba cansado, buscaba apoyo en el otro. Comían a la sombra y bebían buen vino, del de su padre, del añejo, y charlaban y reían, y… ahora sólo oía el silbido de la hoz al cortar el viento y golpear la espiga; nada más, la hoz, la hoz, la hoz, que parecía lanzar al aire interrogantes acerca de la paternidad de aquel futuro hijo.

Durante las jornadas siguientes, Bernat estuvo segando hasta la puesta de sol; algún día trabajó incluso a la luz de la luna. Cuando volvía a la masía se encontraba la cena en la mesa. Se lavaba en la jofaina y comía con desgana. Hasta que una noche, la cuna que había tallado durante el invierno, cuando el embarazo de Francesca era ya evidente, se movió. Bernat lo advirtió con el rabillo del ojo, pero continuó tomando la sopa. Francesca dormía en el piso de arriba. Volvió a mirar hacia la cuna. Una cucharada, dos, tres. La cuna volvió a moverse. Bernat se quedó observando la cuna de madera con la cuarta cucharada de sopa suspendida en el aire. Escudriñó el resto de la planta buscando algún rastro de la presencia de su suegra… Pero no. Lo había parido sola…Y se había acostado.

Dejó la cuchara y se levantó, pero antes de llegar a la cuna se detuvo, dio media vuelta y volvió a sentarse. Las dudas sobre aquel hijo cayeron sobre él con más fuerza que nunca. «Todos los Estanyol tienen un lunar junto al ojo derecho», le había dicho su padre. Él lo tenía y su padre también. «Tu abuelo también lo tenía -le había asegurado-, y el padre de tu abuelo…»

Bernat estaba agotado: había trabajado de sol a sol. Llevaba días haciéndolo. Volvió a mirar hacia la cuna.

Se levantó de nuevo y se acercó a la criatura. Dormía plácidamente, con las manitas abiertas, cubierta por una sábana hecha con los jirones de una camisa blanca de lino. Bernat dio la vuelta al bebé para verle el rostro.

3

Francesca ni siquiera miraba al niño. Acercaba al bebé -al que habían llamado Arnau- a uno de sus pechos y luego al otro. Pero no lo miraba. Bernat había visto dar de mamar a las campesinas y, desde la más acomodada hasta la más humilde, esbozaban una sonrisa, o dejaban caer los párpados, o acariciaban a sus hijos mientras ellos se alimentaban. Francesca no. Lo limpiaba y lo amamantaba, pero en los dos meses de vida que tenía el niño Bernat no había oído que le hablara con dulzura, no había visto que jugara con él, le levantara las manitas, lo mordisqueara, lo besara o, simplemente, lo acariciara. «¿Qué culpa tiene él, Francesca?», pensaba Bernat cuando cogía a Arnau en brazos. Entonces se lo llevaba lejos de su madre, allí donde pudiera hablarle y acariciarlo a salvo de la frialdad de Francesca.

Porque el niño era suyo. «Todos los Estanyol lo tenemos», se decía Bernat cuando besaba el lunar que Arnau lucía junto a la ceja derecha. «Todos lo tenemos, padre», repetía después levantando al niño hacia el cielo.

Aquel lunar pronto se convirtió en algo más que en un motivo de tranquilidad para Bernat. Cuando Francesca acudía a hornear el pan al castillo, las mujeres levantaban la manta que cubría a Arnau para verlo. Francesca las dejaba hacer y después sonreían entre sí delante del hornero y de los soldados. Y cuando Bernat acudía a trabajar las tierras de su señor, los campesinos le palmeaban la espalda y le felicitaban, también delante del alguacil que vigilaba sus labores.

Muchos eran los hijos bastardos de Llorenç de Bellera pero jamás había prosperado ninguna reclamación; su palabra se imponía a la de cualquier ignorante campesina, aunque luego, entre los suyos, no dejara de alardear de su virilidad. Era evidente que Arnau Estanyol no era hijo suyo, y el señor de Navarcles empezó a advertir sonrisas mordaces en las campesinas que acudían al castillo; desde sus habitaciones vio que cuchicheaban entre ellas, incluso con sus soldados, cuando coincidían con la mujer de Estanyol. El rumor se extendió más allá del círculo de los campesinos, y Llorenç de Bellera se convirtió en el objeto de las bromas de sus iguales.

– Come, Bellera -le dijo, sonriente, un barón de visita en su castillo-; ha llegado a mis oídos que necesitas fuerzas.

Todos los presentes a la mesa del señor de Navarcles corearon con risas la ocurrencia.

– En mis tierras -comentó otro- no permito que ningún campesino ponga en entredicho mi virilidad.

– ¿Acaso prohíbes los lunares? -replicó el primero, ya bajo los efectos del vino, dando pie a sonoras carcajadas, a las que Llorenç de Bellera contestó con una sonrisa forzada.

Sucedió a principios de agosto. Arnau descansaba en su cuna a la sombra de una higuera, en el patio de entrada de la masía; su madre trajinaba del huerto a los corrales, y su padre, siempre con un ojo puesto en la cuna de madera, obligaba a los bueyes a pisar una y otra vez el cereal que había extendido por el patio para que las espigas soltasen el preciado grano que los alimentaría durante todo el año.

No los oyeron llegar. Tres jinetes irrumpieron al galope en la masía: el alguacil de Llorenç de Bellera y dos hombres más, armados y montados en unos imponentes animales criados especialmente para la guerra. Bernat advirtió que los caballos no iban armados como en las cabalgadas ordenadas por su señor. Probablemente, no habían considerado necesario armarlos para intimidar a un simple payés. El alguacil se quedó un poco apartado, pero los otros dos, ya al paso, espolearon a sus monturas hacia donde se encontraba Bernat. Los caballos, domados para la guerra, no dudaron y se abalanzaron sobre él. Bernat retrocedió dando traspiés, hasta que cayó al suelo, muy cerca de los cascos de los inquietos animales. Sólo entonces los jinetes les ordenaron parar.

– Tu señor -gritó el alguacil-, Llorenç de Bellera, reclama los servicios de tu mujer para amamantar a don Jaume, el hijo de tu señora, doña Caterina. -Bernat intentó levantarse pero uno de los jinetes volvió a espolear el caballo. El alguacil se dirigió hacia donde se encontraba Francesca-: ¡Coge a tu hijo y acompáñanos! -le ordenó.

Francesca sacó a Arnau de la cuna y echó a andar, cabizbaja, tras el caballo del alguacil. Bernat gritó y trató de ponerse en pie, pero antes de que lo consiguiera uno de los jinetes lanzó al caballo sobre él y lo derribó. Lo intentó de nuevo, varias veces, todas con el mismo resultado: los dos jinetes jugaron con él persiguiéndolo y derribándolo, mientras reían. Al final, jadeante y magullado, quedó tendido en el suelo, a los pies de los animales, que no dejaban de mordisquear los frenos. Una vez que el alguacil se perdió en la lejanía, los soldados se volvieron y espolearon a sus monturas.

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