Cuando volvió el silencio a la masía, Bernat miró la estela de polvo que dejaban los jinetes y luego dirigió la vista hacia los dos bueyes, que pacían las espigas que habían pisoteado una y otra vez.
Desde aquel día, Bernat atendía mecánicamente a los animales y los campos, con la mente puesta en su hijo. De noche vagaba por la masía recordando aquel susurro infantil que hablaba de vida y de futuro, el crujido de los maderos de la cuna cuando Arnau se movía, el llanto agudo con que reclamaba su alimento. Intentaba oler, en las paredes de la masía, en cualquier rincón, el aroma de inocencia de su niño. ¿Dónde dormía ahora? Aquí estaba su cuna, la que había hecho con sus propias manos. Cuando lograba conciliar el sueño, lo despertaba el silencio. Entonces Bernat se encogía sobre el jergón y dejaba transcurrir las horas con los sonidos de los animales de la planta baja por toda compañía.
Bernat acudía regularmente al castillo de Llorenç de Bellera para hornear el pan que ya no le traía Francesca, encerrada y a disposición de doña Caterina y del caprichoso apetito de su hijo. El castillo -como le había contado su padre cuando ambos habían tenido que acudir allí- no era en sus inicios más que una torre de vigilancia en la cima de un pequeño promontorio. Los antecesores de Llorenç de Bellera aprovecharon el vacío de poder que siguió a la muerte del conde Ramon Borrell para fortificarla, a expensas del trabajo de los payeses de sus cada vez más extensas tierras. Alrededor de la torre del homenaje, se levantaron sin orden ni concierto el horno, la forja, unas nuevas y mayores caballerizas, graneros, cocinas y dormitorios.
El castillo de Llorenç de Bellera distaba más de una legua de la masía de los Estanyol. Las primeras veces no pudo obtener ninguna noticia de su niño. Preguntase a quien preguntase, la respuesta era siempre la misma: su mujer y su hijo estaban en las habitaciones privadas de doña Caterina. La única diferencia estribaba en que, al contestarle, algunos se reían cínicamente y otros bajaban la vista como si no quisieran enfrentarse al padre de la criatura. Bernat soportó las excusas durante un largo mes, hasta que un día en que salía del horno con dos hogazas de pan de harina de haba, se topó con uno de los escuálidos aprendices de la forja, al que en ocasiones había interrogado sobre el pequeño.
– ¿Qué sabes de mi Arnau? -le preguntó.
No había nadie a la vista. El chico intentó esquivarlo, como si no lo hubiera oído, pero Bernat lo agarró por el brazo.
– Te he preguntado qué sabes de mi Arnau.
– Tu mujer y tu hijo… -empezó a recitar con la mirada en el suelo.
– Ya sé dónde está -lo interrumpió Bernat-. Lo que te pregunto es si mi Arnau está bien.
El muchacho, todavía con la mirada baja, jugueteó con sus pies en la arena del suelo. Bernat lo zarandeó.
– ¿Está bien?
El aprendiz no levantaba la vista, y la actitud de Bernat se volvió violenta.
– ¡No! -gritó el muchacho. Bernat cedió para encararse con él-. No -repitió. Los ojos de Bernat le interrogaban.
– ¿Qué le pasa al niño?
– No puedo…Tenemos órdenes de no decirte…-La voz del muchacho se quebraba.
Bernat volvió a zarandearlo con fuerza y alzó la voz sin reparar en que podía llamar la atención de la guardia.
– ¿Qué le pasa a mi hijo? ¿Qué le pasa? ¡Contesta!
– No puedo. No podemos…
– ¿Esto te haría cambiar de opinión? -le preguntó, acercándole una hogaza.
Los ojos del aprendiz se abrieron de par en par. Sin contestar, arrancó el pan de las manos de Bernat y lo mordió como si no hubiera comido en varios días. Bernat lo arrastró al abrigo de miradas.
– ¿Qué hay de mi Arnau? -inquirió de nuevo con ansiedad. El muchacho lo miró con la boca llena y le hizo gestos de que lo siguiera. Anduvieron con sigilo, pegados a las paredes, hasta la forja. Cruzaron sus puertas y se dirigieron hacia la parte trasera. El chico abrió la portezuela de un cuartucho anejo a la forja, donde se guardaban materiales y herramientas, y entró en él seguido por Bernat. Nada más entrar, el muchacho se sentó en el suelo y se volcó en la hogaza de pan. Bernat escrutó el interior del cuartucho. Hacía un calor sofocante. No vio nada que pudiera hacerle entender por qué el aprendiz lo había llevado hasta allí: en aquel lugar sólo había herramientas y hierros viejos.
Bernat interrogó al chico con la mirada. Este, que masticaba con fruición, le contestó señalándole una de las esquinas del cuchitril y le instó con gestos a que se dirigiese hacia allí.
Sobre unos maderos, abandonado y desnutrido, en un basto capazo de esparto roto, se hallaba el niño, a la espera de la muerte. La blanca camisa de lino estaba sucia y harapienta. Bernat no pudo ahogar el grito que surgió de su interior. Fue un grito sordo, un sollozo apenas humano. Cogió a Arnau y lo apretó contra sí. La criatura respondió débilmente, muy débilmente, pero lo hizo. -El señor ordenó que tu hijo permaneciese aquí -oyó Bernat que le decía el aprendiz-.Al principio, tu mujer venía varias veces al día y lo calmaba amamantándolo. -Bernat, con lágrimas en los ojos, apretaba el cuerpecito contra su pecho intentando insuflarle vida-. Primero fue el alguacil -continuó el muchacho-; tu mujer se resistió y gritó… Yo lo vi, estaba en la forja. -Señaló una abertura en los tablones de madera de la pared-. Pero el alguacil es muy fuerte… Cuando terminó, entró el señor acompañado por algunos soldados. Tu mujer yacía en el suelo y el señor empezó a reírse de ella. Después se rieron todos. A partir de entonces, cada vez que tu mujer venía a amamantar a tu hijo, los soldados la esperaban junto a la puerta. Ella no podía oponerse. Desde hace algunos días apenas viene. Los soldados…, cualquiera de ellos, la pillan en cuanto abandona las habitaciones de doña Caterina. Y ya no tiene tiempo de llegar hasta aquí. A veces el señor los ve, pero lo único que hace es reírse.
Sin pensarlo dos veces, Bernat se levantó la camisa y metió bajo ella el cuerpecillo de su hijo; luego, sobre la camisa, disimuló el bulto con la hogaza de pan que le quedaba. El pequeño ni siquiera se movió. El aprendiz se levantó bruscamente mientras Bernat se acercaba a la puerta.
– El señor lo ha prohibido. ¡No puedes…!
– ¡Déjame, muchacho!
El chico intentó anticiparse. Bernat no lo dudó. Aguantando con una mano la hogaza y al pequeño Arnau, agarró con la otra una barra de hierro que estaba colgada de la pared y se volvió con un movimiento desesperado. La barra alcanzó al muchacho en la cabeza justo cuando estaba a punto de salir del cuartucho. Cayó al suelo sin tiempo de pronunciar palabra. Bernat ni siquiera lo miró. Se limitó a salir y a cerrar la puerta tras de sí.
No tuvo ningún problema para salir del castillo de Llorenç de Bellera. Nadie podría imaginar que bajo la hogaza de pan, Bernat llevaba el cuerpo maltrecho de su hijo. Sólo cuando hubo cruzado la puerta del castillo pensó en Francesca y los soldados. Indignado, le recriminó mentalmente que no hubiera intentado comunicarse con él, advertirle del peligro que corría su hijo, que no hubiera luchado por Arnau… Bernat apretó el cuerpo de su hijo y pensó en su madre, que era violada por los soldados mientras Arnau esperaba la muerte sobre unos asquerosos maderos.
¿Cuánto tardarían en encontrar al muchacho al que había golpeado? ¿Estaría muerto? ¿Había cerrado la puerta del cuartucho? Las preguntas asaltaban a Bernat mientras recorría el camino de vuelta. Sí, la había cerrado. Recordaba vagamente haberlo hecho.
En cuanto dobló el primer recodo del serpenteante sendero que subía al castillo y éste se perdió momentáneamente de vista, Bernat descubrió a su hijo; sus ojos, apagados, parecían perdidos. ¡Pesaba menos que la hogaza! Sus bracitos y sus piernas… Se le revolvió el estómago y se le hizo un nudo en la garganta. Las lágrimas empezaron a manar. Se dijo que no era momento de llorar. Sabía que les perseguirían, que les echarían a los perros encima, pero… ¿De qué servía huir si el niño no sobrevivía? Bernat se apartó del camino y se escondió tras unos matorrales. Se arrodilló, dejó la hogaza en el suelo y cogió a Arnau con ambas manos para alzarlo hasta su rostro. El niño quedó inerte frente a sus ojos, con la cabecita ladeada, colgando. «¡Arnau!», susurró Bernat. Lo zarandeó con suavidad, una y otra vez. Sus ojitos se movieron para mirarlo. Con el rostro lleno de lágrimas, Bernat se dio cuenta de que el niño ni siquiera tenía fuerzas para llorar. Lo tumbó sobre uno de sus brazos. Desmigajó un poco de pan, lo mojó en saliva y lo acercó a la boca del pequeño. Arnau no reaccionó pero Bernat insistió hasta que logró meterlo en su pequeña boca. Esperó. «Traga, hijo mío», le suplicó. Los labios de Bernat temblaron ante una casi imperceptible contracción de la garganta de Arnau. Desmigajó más pan y repitió con ansiedad la operación. Arnau volvió a tragar, hasta siete veces más.
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