Mario Miret Lucio
LO QUE APRENDÍ DEL MAR
© Mario Miret Lucio
© Portada: Ana Sentieri
© de esta edición: Olé Libros, 2021
ISBN: 978-84-18759-42-0
Producción del ePub: booqlab
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A la Chica de los tirabuzones, por enseñarme a amar.
Hola, Chica de los tirabuzones.
No sé si algún día leerás estas líneas (ojalá que sí, porque son tan tuyas como mías), pero, en caso de hacerlo, quiero que sepas que este prólogo, escrito una vez acabada la redacción del libro, es un simple aviso de que ya he llegado.
Durante los tres años tan maravillosos de relación en que compartimos momentos buenos y otros que no lo fueron tanto, mantuvimos siempre el acuerdo de que, una vez llegáramos a casa después de un largo trayecto, teníamos que enviarnos un mensaje para alertar al otro de que habíamos entrado en casa sanos y salvos.
De eso mismo va este prólogo, de avisarte de que, tras diez meses escribiendo sobre nosotros, he regresado vivo de uno de los viajes más largos y duros a los que me he enfrentado nunca: escribir sobre nuestra ruptura. Diez meses desde que lo dejamos, exacto, porque al día siguiente de aquella fatídica tarde de diciembre en que me dijiste que lo nuestro había acabado, emprendí el camino que hoy me lleva a publicar mi primer libro o, mejor dicho, nuestro primer libro. La historia que, entre risas, siempre te comenté que un día escribiría se ha convertido en realidad. Así que, por suerte o por desgracia, este libro no es ningún sueño; es, simplemente, una necesidad.
Te aviso de que ya he llegado. Y de que sigo sin dormir bien por las noches, pero a eso ya me he acostumbrado (el insomnio tiene su encanto si me despierto con tu nombre escrito en el subconsciente). Ya he llegado. Y sigo pensando en ti, en qué estarás haciendo, si yo también apareceré en tus sueños; y, mientras tanto, te sigo escribiendo, releyendo este libro que marca el inicio de un camino cuyo destino es acostumbrarme a vivir sin ti, como cuando uno se despide de un ser querido, porque tú, Chica de los tirabuzones, también eres un ser querido para mí.
Así que aquí estoy, retomando la costumbre de enviar un mensaje avisándote de que he llegado. Ahora enciendo la televisión y, para mi sorpresa, están echando una película en La 2 que me resulta conocida: La gran familia , de Fernando Palacios; por lo que he vuelto a recordar aquella noche del 1 de diciembre en la que nos quedamos dormidos en el sofá y, al despertar de madrugada, estaban poniendo esa misma película y tú, con los ojos llenos de legañas y la voz carrasposa, me dijiste: «Tienes que verla entera, esa es mi película favorita». Y yo me quedé despierto mirándola mientras te masajeaba la nariz y tú caías rendida a mi lado.
Pero, pese a esta jauría de nostálgicos recuerdos, he de decirte que este no es un libro triste, sino todo lo contrario. Esta historia emana felicidad incluso cuando de desamor se trata, porque no se me ocurre mejor manera de celebrar todo lo que he vivido contigo que con alegría y sentido del amor. Así que ojalá leas este libro en el que vas a llorar, vas a reír, vas a verte a ti misma como la gran protagonista de mi vida y vas, por fin, a dejar de tenerles tanto miedo a los animales.
Eres la Chica de los tirabuzones porque así titulé el último poema que te escribí el 24 de diciembre de 2020. Yo, que nunca me consideré poeta. A ti, que siempre te consideré poesía. Te sigo queriendo como el primer día en que, al coincidir en las pistas, te miré y deseé con todas mis fuerzas que tú también me miraras. Te quiero, Chica de los tirabuzones, con todo mi corazón.
Te aviso de que ya he llegado. Avísame tú también cuando regreses de nuevo a casa, porque aquí acaba mi viaje y empieza el tuyo. Mi descanso empieza ahora y me voy directo a la playa, donde guardo todo lo que vivimos, donde más veces deseamos que el tiempo no pasara.
Esto es todo lo que aprendí de ti.
Esto es todo lo que aprendí del mar.
«Desenamorarme de ti ha sido lo más difícil que he hecho nunca». Las últimas palabras de la Chica de los tirabuzones siguen resonando todavía en mi cabeza. Luego me dio un abrazo y se marchó. Yo cogí el dolor, lo cargué en mi espalda y, poco a poco, lo he ido convirtiendo en poesía. Me siento cómodo en el lodo de la tristeza, siento que me regocijo y descanso en paz sobre la pena, pero no puedo dormir y bebo más de la cuenta; aunque esto último no es ninguna novedad.
«Si me quisieras de verdad, me dejarías ir». Es como si alguien estuviera haciendo acupuntura fallida en mi corazón. La Chica de los tirabuzones tiene razón y no tiene razón. La tiene porque he de aceptar que lo divertido fue vivirlo, y que, si se ha acabado, simplemente se ha acabado. Y no la tiene porque sé que ambos somos conscientes de que tenemos más química que un laboratorio de instituto. Joder, no sé en qué lado de la balanza colocarme.
«Será mejor que no volvamos a vernos». Y yo le lloro un poco en el hombro y de la espalda le nace una flor. «Piénsalo de esta manera —me dice—, cada vez que escribas sobre mí es como si me vieras de nuevo». Y lo que hago es llamar a mi amigo Carlos y enseñarle el lodo en el que ahora vivo. «¡Esto es una pasada!», me dice. Y es porque en mi tristeza hay belleza en sus paredes, arte en sus palabras, vida en su derrota. «Y lo más importante —le digo—, ¡aquí hay mucha cerveza fría!».
«Hasta siempre, primer amor, nunca te olvidaré». Y con nuestra historia estoy construyendo un reino mágico al galope de los recuerdos más bonitos de mi vida. Poneos cómodos, echad un vistazo a vuestros sentimientos y dejad que os cuente cómo enamorarme de la Chica de los tirabuzones fue lo más fácil que hice nunca.
Coged una cerveza del frigorífico.
Estáis todos invitados.
No pude despedirme de mi madre. Cuando me sacan del colegio a los ocho años, es para llevarme a un edificio muy grande llamado tanatorio y decirme que ella se ha ido muy, muy lejos, y que si quiero volver a verla tendré que mirar al cielo. Recuerdo alzar la vista y encontrar una nube con forma de perro, pero a mi madre le gustaban más los gatos y eso me confundió todavía más.
Me viene a la memoria ahora, justo cuando se celebra el funeral del padre de Carlos y son pocos los que pueden despedirle debido al coronavirus. Sé que no tiene importancia la manera en que se diga adiós, o sí, no lo sé, creo que cada despedida debería ser importante y que a veces hay que soltarlo, gritar en voz alta, abrazar a un amigo. Pero ahora nada de eso es posible y, mientras se iba girando un fuerte viento de poniente, le he lanzado un beso al aire al coche fúnebre y he dejado caer un par de lágrimas que han quedado ocultas dentro de mi mascarilla.
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