Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Grau volvió a pasear con nerviosismo por la estancia. Luego se llevó las manos al rostro.

– No podemos -dijo a través de ellas-. No podemos, Guiamona -repitió mirándola-. ¿Te imaginas…?

– ¡Te imaginas! ¡Te imaginas! -lo interrumpió ella volviendo a levantar la voz-. ¿Te imaginas lo que sucedería si lo echásemos de aquí, lo detuvieran los agentes de Llorenç de Bellera o tus propios enemigos, y se enterasen de que todo se lo debes a él, a un siervo fugitivo que consintió una dote que no correspondía?

– ¿Me estás amenazando?

– No, Grau, no. Pero está escrito. Todo está escrito. Si no quieres hacerlo por gratitud, hazlo por ti mismo. Es mejor que lo tengas vigilado. Bernat no abandonará Barcelona, quiere la libertad. Si tú no lo acoges, tendrás a un fugitivo y a un niño, los dos con un lunar en el ojo derecho, ¡como yo!, vagando por Barcelona a disposición de esos enemigos tuyos a los que tanto temes.

Grau Puig miró fijamente a su esposa. Iba a contestar, pero sólo hizo un gesto con la mano. Abandonó la estancia y Guiamona oyó que subía la escalera en dirección al dormitorio.

5

– Tu hijo se quedará en la casa grande; doña Guiamona cuidará de él. Cuando tenga edad suficiente, entrará en el taller como aprendiz.

Bernat dejó de atender a lo que Jaume le decía. El oficial se presentó al amanecer en el dormitorio. Esclavos y aprendices saltaron de sus jergones como si hubiera entrado el demonio y salieron tropezando entre ellos. Bernat escuchó sus palabras y se dijo que Arnau estaría bien atendido y llegaría a convertirse en un aprendiz, un hombre libre con un oficio.

– ¿Has entendido? -le preguntó el oficial. Ante el silencio de Bernat, Jaume lanzó una maldición:

– ¡Malditos campesinos!

Bernat estuvo a punto de reaccionar con violencia, pero la sonrisa que apareció en el rostro de Jaume lo detuvo.

– Inténtalo -lo instó-. Hazlo y tu hermana no tendrá a qué agarrarse. Te repetiré lo importante, campesino: trabajarás de sol a sol, como todos, a cambio de lecho, comida y ropa… y de que doña Guiamona se ocupe de tu hijo. Tienes prohibido entrar en la casa; bajo ningún concepto podrás hacerlo. También tienes prohibido salir del taller hasta que transcurran el año y el día que necesitas para que te concedan la libertad, y cada vez que algún extraño entre en el taller, deberás esconderte. No debes contarle a nadie tu situación, ni siquiera a los de aquí dentro, aunque con ese lunar… -Jaume negó con la cabeza-. Ése es el acuerdo al que ha llegado el maestro con doña Guiamona. ¿Te parece bien?

– ¿Cuándo podré ver a mi hijo? -preguntó Bernat.

– Eso no me incumbe.

Bernat cerró los ojos. Cuando vieron Barcelona por primera vez le prometió a Arnau la libertad. Su hijo no tendría señor alguno.

– ¿Qué tengo que hacer? -dijo finalmente.

Cargar leña. Cargar troncos y troncos, cientos de ellos, miles de ellos, los necesarios para que los hornos trabajasen. Y cuidar de que éstos estuvieran siempre encendidos. Transportar arcilla y limpiar, limpiar el barro, el polvo de la arcilla y la ceniza de los hornos. Una y otra vez, sudando y llevando la ceniza y el polvo a la parte trasera de la casa. Cuando regresaba, cubierto de polvo y ceniza, el taller estaba de nuevo sucio y tenía que volver a empezar. Llevar las piezas al sol, ayudado por otros esclavos y bajo la atenta mirada de Jaume, que controlaba en todo momento el taller, paseándose entre ellos, gritando, pegando bofetadas a los jóvenes aprendices y maltratando a los esclavos, contra quienes no dudaba en utilizar el látigo cuando algo no era de su gusto.

En una ocasión en que una gran vasija se les escapó de las manos cuando la llevaban al sol y rodó por el suelo, Jaume la emprendió a latigazos contra los culpables. La vasija ni siquiera se había roto, pero el oficial, gritando como un poseso, azotaba sin piedad a los tres esclavos que junto a Bernat habían transportado la pieza; en un momento determinado levantó el látigo contra Bernat.

– Hazlo y te mataré -lo amenazó éste, quieto frente a él.

Jaume vaciló; a renglón seguido, enrojeció e hizo restallar el látigo en dirección a los otros, que ya habían tenido buen cuidado de ponerse a la suficiente distancia. Jaume salió corriendo tras ellos. Al ver que se alejaba, Bernat respiró hondo.

Con todo, Bernat siguió trabajando duramente sin necesidad de que nadie lo azuzara. Comía lo que le ponían delante. Le hubiera gustado decir a la gruesa mujer que los servía que sus perros habían estado mejor alimentados, pero al ver que los aprendices y los esclavos se lanzaban con avidez sobre las escudillas, optó por callar. Dormía en el dormitorio común en un jergón de paja, bajo el que guardaba sus escasas pertenencias y el dinero que había logrado rescatar. Sin embargo, su enfrentamiento con Jaume parecía haberle granjeado el respeto de los esclavos y los aprendices, y también el de los demás oficiales, por lo que Bernat dormía tranquilo, pese a las pulgas, el olor a sudor y los ronquidos. Y todo lo soportaba por las dos veces a la semana en que la esclava mora le bajaba a Arnau, generalmente dormido, cuando Guiamona ya no la necesitaba. Bernat lo cogía en brazos y aspiraba su fragancia, a ropa limpia, a afeites para niños. Después, con cuidado para no despertarlo, le apartaba la ropa para verle las piernas y los brazos, y la barriga satisfecha. Crecía y engordaba. Bernat acunaba a su hijo y se volvía hacia Habiba, la joven mora, suplicándole con la mirada algo más de tiempo. En ocasiones intentaba acariciarlo, pero sus rugosas manos dañaban la piel del niño y Habiba se lo quitaba sin contemplaciones. Con el paso de los días, llegó a un acuerdo tácito con la mora -ella jamás le hablaba-, y Bernat acariciaba las sonrosadas mejillas del pequeño con el dorso de los dedos; el contacto con su piel le producía temblores. Cuando, finalmente, la chica le hacía gestos de que le devolviera al niño, Bernat lo besaba en la frente antes de entregárselo.

Con el transcurso de los meses, Jaume se dio cuenta de que Bernat podía realizar un trabajo más fructífero para el taller. Ambos habían aprendido a respetarse.

– Los esclavos no tienen solución -le comentó el oficial a Grau Puig en una ocasión-; sólo trabajan por miedo al látigo, no ponen cuidado alguno. Sin embargo, vuestro cuñado…

– ¡No digas que es mi cuñado! -lo interrumpió Grau una vez más, pero aquélla era una licencia que a Jaume le gustaba permitirse con su maestro.

– El campesino…-se corrigió el oficial simulando embarazo-, el campesino es diferente; pone interés hasta en las tareas menos importantes. Limpia los hornos con un cuidado que nunca antes…

– ¿Y qué propones? -volvió a interrumpirlo Grau sin levantar la mirada de los papeles que estaba examinando.

– Pues podría dedicarlo a otras labores de más responsabilidad, y con lo barato que nos sale…

Al escuchar esas palabras, Grau alzó la vista hacia el oficial.

– No te equivoques -le dijo-. No nos habrá costado dinero como un esclavo, tampoco tendrá un contrato de aprendizaje y no habrá que pagarle como a los oficiales, pero es el trabajador más caro que tengo.

– Yo me refería…

– Sé a qué te referías. -Grau volvió a sus papeles-. Haz lo que consideres oportuno, pero te lo advierto: que el campesino nunca olvide cuál es su sitio en este taller. Si ocurre, te echaré de aquí y jamás serás maestro. ¿Me has entendido?

Jaume asintió, pero desde aquel día Bernat ayudó directamente a los oficiales; pasó incluso por encima de los jóvenes aprendices, incapaces de manejar los grandes y pesados moldes de arcilla refractaria que soportaban la temperatura necesaria para cocer la loza o la cerámica. Con éstos hacían unas grandes tinajas panzudas, de boca estrecha, cuello muy corto, base plana y estrecha, con capacidad hasta para doscientos ochenta litros [2]y destinadas al transporte de grano o vino. Hasta entonces, Jaume había tenido que dedicar a aquellas tareas al menos a dos de sus oficiales; con la ayuda de Bernat, bastaba con uno para llevar a cabo todo el proceso: hacer el molde, cocerlo, aplicar a la tinaja una capa de óxido de estaño y óxido de plomo como fundente, y meterla en un segundo horno, a menor temperatura, a fin de que el estaño y el plomo se fundiesen y se mezclasen proporcionando a la pieza un revestimiento impermeable vidriado de color blanco.

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