Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Jafudà Bonsenyor acudió tan pronto reclamaron su presencia. Vestía una sencilla chilaba negra con capucha y portaba la rodela. Grau lo observaba a distancia en el comedor, con su larga barba canosa, encogido y escuchando las explicaciones de Sebastià en presencia de Guiamona. «¡Cúralo, judío!», le dijo en silencio cuando sus miradas se cruzaron. Jafudà Bonsenyor inclinó la cabeza hacia él. Era un erudito que había dedicado su vida al estudio de la filosofía y los textos sagrados. Por encargo del rey Jaime II había escrito el Llibre de paraules de savis y filòsofs , [3]pero también era médico, el médico más importante de la comunidad judía. Sin embargo, cuando vio a Guiamon, Jafudà Bonsenyor se limitó a negar con la cabeza.

Grau oyó los gritos de su mujer. Corrió hacia la escalera. Guiamona bajó de los dormitorios acompañada de Sebastià. Tras ellos iba Jafudà.

– ¡Judío! -exclamó Grau escupiendo a su paso.

Guiamon expiró al cabo de dos días.

Tan pronto como entraron en la casa, todos de luto, recién enterrado el cadáver del niño, Grau le hizo una seña a Jaume para que se acercase a él y a Guiamona.

– Quiero que ahora mismo te lleves a Arnau y cuides de que no vuelva a poner los pies en esta casa. -Guiamona lo escuchó en silencio.

Grau le contó lo que había dicho Margarida: Arnau los había incitado. Su hijo o una simple niña no habrían podido planear aquella escapada. Guiamona oyó sus palabras y sus acusaciones, que la culpaban por haber cobijado a su hermano y a su sobrino. Y, aunque en el fondo de su corazón sabía que aquello no había sido más que una travesura de fatales consecuencias, la muerte de su hijo menor le había robado el ánimo para enfrentarse a su marido, y las palabras de Margarida inculpando a Arnau le hacían casi imposible tratar con el muchacho. Era el hijo de su hermano, no le deseaba daño alguno, pero prefería no tener que verlo.

– Ata a la mora de una de las vigas del taller -ordenó Grau a Jaume antes de que éste desapareciera en busca de Arnau- y reúne a todo el personal alrededor de ella, incluido el muchacho. Grau lo había estado pensando durante los servicios funerarios: la esclava tenía la culpa, debía haberlos vigilado. Luego, mientras Guiamona lloraba y el sacerdote seguía recitando sus oraciones, entrecerró los ojos y se preguntó cuál era el castigo que debía imponerle. La ley sólo le prohibía matarla o mutilarla, pero nadie podía reprocharle nada si moría como consecuencia de la pena infligida. Grau nunca se había enfrentado a un delito tan grave. Pensó en las torturas de las que había oído hablar: untarle el cuerpo con grasa animal hirviendo -¿tendría suficiente grasa Estranya en la cocina?-; encadenarla o encerrarla en una mazmorra -demasiado leve-, golpearla, aplicarle grilletes en los pies… o flagelarla.

«Vigila cuando lo uses -le dijo el capitán de uno de sus barcos tras ofrecerle el regalo-, con un solo golpe puedes despellejar a una persona.» Desde entonces lo había tenido guardado: un precioso látigo oriental de cuero trenzado, grueso pero liviano, fácil de manejar y que terminaba en una serie de colas, todas ellas con incrustaciones de metales cortantes.

En un momento en que el sacerdote calló, varios muchachos agitaron los incensarios alrededor del ataúd. Guiamona tosió, Grau respiró hondo.

La mora esperaba atada por las manos a una viga, tocando el suelo de puntillas.

– No quiero que mi chico lo vea -le dijo Bernat a Jaume.

– No es el momento, Bernat -le aconsejó Jaume-. No te busques problemas…

Bernat volvió a negar con la cabeza.

– Has trabajado muy duro, Bernat, no le busques problemas a tu niño.

Grau, de luto, se introdujo en el interior del círculo que formaban los esclavos, los aprendices y los oficiales alrededor de Habiba.

– Desvístela -le ordenó a Jaume.

La mora intentó levantar las piernas al notar que éste le arrancaba la camisa. Su cuerpo, desnudo, oscuro, brillante por el sudor, quedó expuesto a los obligados espectadores… y al látigo que Grau ya había extendido sobre el suelo. Bernat agarraba con fuerza los hombros de Arnau, que rompió a llorar.

Grau estiró el brazo hacia atrás y soltó el látigo contra el torso desnudo; el cuero restalló en la espalda y las colas metálicas, tras rodear el cuerpo, se clavaron en sus pechos. Una delgada línea de sangre apareció en la piel oscura de la mora mientras sus pechos quedaban en carne viva. El dolor penetraba en su cuerpo. Habiba levantó el rostro hacia el cielo y aulló. Arnau empezó a temblar desenfrenadamente y gritó, pidiéndole a Grau que parase.

Grau volvió a estirar el brazo.

– ¡Deberías haber vigilado a mis hijos!

El restallar del cuero obligó a Bernat a volver a su hijo hacia sí y apretarle la cabeza contra su estómago. La muchacha volvió a aullar. Arnau apagó sus gritos contra el cuerpo de su padre. Grau continuó flagelando a la mora hasta que su espalda y sus hombros, sus pechos, sus nalgas y sus piernas, se convirtieron en una masa sanguinolenta.

– Dile a tu maestro que me voy.

Jaume apretó los labios. Por un momento estuvo tentado de abrazar a Bernat, pero algunos aprendices los miraban.

Bernat observo cómo el oficial se encaminaba hacia la casa. Había intentado hablar con Guiamona, pero su hermana no había atendido a ninguno de sus requerimientos. Desde hacía días, Arnau no abandonaba el jergón donde dormía su padre; se quedaba todo el día sentado sobre el colchón de paja de Bernat, que ahora debían compartir, y cuando su padre entraba a verlo, lo encontraba siempre con la vista fija en el lugar donde intentaron curar a la mora.

La descolgaron en cuanto Grau abandonó el taller, pero ni siquiera supieron por dónde coger el cuerpo. Estranya corrió al taller llevando aceite y ungüentos, pero cuando se enfrentó con aquella masa de carne sanguinolenta se limitó a negar con la cabeza. Arnau lo presenciaba todo desde cierta distancia, quieto, con lágrimas en los ojos; Bernat intentó que se fuera, pero el niño se opuso. Esa misma noche Habiba falleció. La única señal que anunció su muerte fue que la mora dejó de emitir aquel constante quejido, semejante al llanto de un recién nacido, que los había perseguido durante todo el día.

Grau escuchó el recado de su cuñado de boca de Jaume. Era lo último que necesitaba: los dos Estanyol, con sus lunares en el ojo, recorriendo Barcelona, buscando trabajo, hablando de él con quien quisiera escucharlos…, y habría muchas personas dispuestas a hacerlo ahora que él estaba alcanzando la cima. Se le encogió el estómago y se le secó la boca: Grau Puig, prohombre de Barcelona, cónsul de la cofradía de ceramistas, miembro del Consejo de Ciento, dedicándose a proteger a payeses fugitivos. Los nobles estaban en su contra. Cuanto más ayudaba Barcelona al rey Alfonso, menos dependía éste de los señores feudales y menores eran los beneficios que los nobles podían obtener del monarca. ¿Y quién había sido el principal valedor de la ayuda al rey? Él. ¿Y a quiénes perjudicaba la huida de los siervos del campo? A los nobles con tierras. Grau negó con la cabeza y suspiró. ¡Maldita fuera la hora en que permitió que aquel payés se alojara en su casa! -Haz que venga -le ordenó a Jaume. -Me ha dicho Jaume -dijo Grau a su cuñado en cuanto lo tuvo delante- que pretendes dejarnos.

Bernat asintió con la cabeza.

– Y ¿qué piensas hacer?

– Buscaré trabajo para mantener a mi hijo.

– No tienes ningún oficio. Barcelona está llena de gente como tú: campesinos que no han podido vivir de sus tierras, que no encuentran trabajo y que al final mueren de hambre. Además -añadió-, ni siquiera tienes en tu poder la carta de vecindad, por más que lleves el tiempo suficiente en la ciudad.

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